30 ene 2008
Lágrimas
- ¡Eres una puta serbia! -le espetó entre salpicaduras de saliva aquel ex-miliciano.
El sujeto le apartó los cabellos de la sien usando el cañón de la pistola. Mirjana sintió el aliento etílico. Y miedo. El otro ex-soldado la sostenía por el pelo contra la mesa. La había halado brutalmente por la trenza rubia cuando pasaba llevando cervezas a otros parroquianos en la taberna familiar.
Se hizo un silencio absoluto. La otra decena de clientes eran todos locales. Obviamente los dos forasteros provenían del hotel balneario junto a la playa, situado en la parte baja de la aldea y convertido ahora en sanatorio psiquiátrico para los veteranos croatas.
- ¿Sabes lo que hacemos con las putas serbias? -preguntó el de la pistola, afincándosela contra la sien.
- Soy croata... -murmuró Mirjana.
- ¡Serbia, puta, lo sabemos, hemos averiguado, tu puto padre es serbio! -rugió el pistolero.
Por el acento era de algún lugar de Dalmacia, tal vez de Banovina.
- Su padre es serbio, pero su madre es croata y ella nació aquí. Son una familia muy querida... -se escuchó decir a alguien en el fondo.
El dalmatino levantó el arma apuntando hacia el fondo del local. Sólo entonces Mirjana pudo verla con el rabillo del ojo. Era negra y enorme. La mano callosa del otro veterano aplastó su cara contra la mesa. La aseguraba para mirar también al fondo.
- ¿Qué, viejo, tú te coges a esta puta o a su puta madre? -dijo el de la mano callosa, que podría ser de Eslavonia con su dialecto rústico.
- El tío de ella es el jefe de la policía en Senj -mintió la misma voz apacible desde el fondo, y agregó- Sólo os digo que no llegaréis muy lejos si la matais.
La mano callosa se aflojó un poco. Pero la pistola volvió a la sien de Mirjana.
- ¡Su puto tío me importa una mierda! -exclamó el de la pistola- Esta puta serbia se muere hoy...
- ¡Soy croata, nunca he estado en Serbia! -creyó gritar Mirjana.
- ¡Cállate, puta!
- Muchacho, se ve que nunca has oído hablar del Carnicero de Senj -volvió a insistir el viejo.
Era Ivan Brzic, por fin lo identificó Mirjana. La pistola apuntaba nuevamente al fondo.
- Eso sí que se nota, no lo conocen -confirmó Sasa, el cartero, que estaba sentado bien cerca.
Se escuchó un murmullo aprobatorio entre los otros.
- Jerko, esto tal vez no sea buena idea... -masculló el eslavonio.
- ¡No te aflojes! ¡Tú sabes lo que le hicieron los perros serbios a mi hermana! -reclamó el otro.
- Espera, Jerko, esta puta es medio croata, mejor busquemos una serbia completa, ¿de acuerdo?
La mano ya no la presionaba. Mirjana se incorporó inmediatamente y se colocó detrás del eslavonio.
- Eres un flojo, Vedran -dijo el dalmatino sin guardar el arma.
Salieron.
Mirjana empezó a temblar sollozando. Sasa la abrazó.
- Iré a avisar al sanatorio -dijo tranquilo el viejo.
...
Así me lo contó Mirjana en Munich años más tarde.
- ¿Quieres otro café?
- Eh... sí, gracias -contesté desde lejos, y acaricié sus cabellos.
Acababa de entender por qué comenzó a llorar despacio cuando la coloqué de bruces sobre la mesa.
29 ene 2008
El Protector De Los Cerdos XVI
En 1519 la Conquista de América era apenas preliminar. Más de cinco lustros con posterioridad al primer viaje de Cristobal Colón todos suponían la existencia de otras tierras vecinas que descubrir y someter a Castilla, pero básicamente existían sólo cinco colonias: La Hispaniola, Cuba, Jamaica, Darién y Puerto Rico.
La Hispaniola constituía el centro administrativo con la sede de la Real Audiencia y del Virrey de las Indias. Borinquen, por su parte, era apenas un apéndice asociado. Por sus dimensiones y posición oriental tentaba a pocos. Los restantes tres territorios, en cambio, conformaban la base expansiva de la cristianidad en el Nuevo Mundo.
En Cuba y Jamaica gobernaban sendos veteranos de La Hispaniola: Diego Velázquez y Francisco de Garay respectivamente. El primero con más recursos y el segundo con más cualidades.
En el Darién, la colonia más prometedora por su condición continental única, la corona había designado gobernador a Pedro Arias Dávila, noble caballero, experimentado militar y celoso septuagenario. Pedrarias perduraría allí hasta su muerte natural a los 91 años. Gobernó aferrado al poder, y sin hacer otra cosa que liquidar a todo aquel que pareciera mejor. Un verdadero hispano. Dentro de su obra destacan, sin lugar a dudas, las ejecuciones de Vasco Núñez de Balboa, el descubridor del Mar del Sur, y de Francisco Hernández de Córdoba, el fundador de Nicaragua.
Así fueron Velázquez y Garay quienes emprendieron la carrera contrareloj para llevar más lejos el pendón español y más oro a sus arcas personales.
Velázquez iba ganando. Con la expedición de Cortés eran ya tres las que había organizado desde Cuba. Sin embargo, a diferencia de Garay, el Adelantado de Fernandina no estaba dispuesto a embarcarse a la cabeza de sus empresas. Los años en La Hispaniola no habían mellado su ánimo, pero le hicieron creer que podía enriquecerse con más gloria mientras otros hacían el trabajo. Precisamente ese había sido su destino en Quisqueya. Aunque visto a la inversa.
A las órdenes del gobernador Nicolás de Ovando en 1504 don Diego organizó la encerrona y posterior captura de Anacaona, la bella cacique de Jaragua. Fue un éxito. Unicamente se le escaparon Guarocuyo[25], un sobrino de Anacaona, escondido por los arteros frailes dominicos, y un jefe de batey llamado Hatuey[26], que huyó a Cuba. La conquista de Jaragua, el mayor cacicazgo haitiano al suroeste de la isla, trajo muchos beneficios. Sobre todo para el gobernador Ovando. Cómodamente sentado en su casa de Santo Domingo, y abanicado por un fornido negro, don Nicolás cobraba los oros sin salpicarse de sangre. Ese era el ideal que perseguía Velázquez.
En 1517 don Diego se dispuso a lanzar un primer proyecto para buscar nuevas riquezas al occidente de Cuba. Le asignó el mando al fiel colono Francisco Hernández de Córdoba[27], que financió él mismo dos barcos y recibió un tercero del gobernador. Hernández de Córdoba se llevó al piloto Antón de Alaminos y a 100 hombres. Regresó con 36 expedicionarios, así como buenas y malas noticias. Las buenas eran que habían oro y nativos en abundancia. Las malas, que el oro tenía dueño y los nativos, armas.
En realidad estaba decepcionado. Las indias yucatecas eran bizcas y patizambas. Los indios, por cierto, también. Mas eso no les impedía tener buena puntería. En Champotón don Francisco se llevó 10 flechazos. No pereció gracias a su cristiana armadura. Por desgracia, la mitad de sus hombres sucumbió a la maldad de los nativos. La otra mitad estaban heridos, todos menos el afortunado soldado Nicanor Berrio, quien se ahogaría poco después en el lodo cenagoso del sur de la Florida durante un ataque de los despiadados indios calusas. Allí Hernández de Córdoba sumó su oncena flecha, esta vez en el cuello, y una cuchillada de chaveta de concha en el hombro derecho, la cual típicamente nunca se cerró. Mas su muerte, pasadas algunas semanas y ya en Cuba, la causaron las flechas.
Juan de Grijalva fue el escogido para continuar explorando la supuesta isla de Yucatán. Tenía apenas 28 años, pero obtuvo el puesto gracias a la intervención de su tío Pánfilo de Narváez, lugarteniente general del gobernador. Grijalva dispuso de cuatro barcos, 300 conquistadores y el mismo piloto Antón de Alaminos. Zarpó el 1 de mayo de 1518. Era un tipo precavido, pese a su juventud, y estaba advertido por lo acontecido a su predecesor.
Arribaron primero a las bellas playas de Cozumel. Inmediatamente Grijalva prohibió los excesos con las patizambas. No fue una medida popular, pues el hispano aprecia la comodidad. Se limitaron a negociar trocando bolas de cristal y trapos de colores por oro, esmeraldas y rubíes. La expedición se acercó entonces a la costa yucateca caboteando hacia occidente y penetrando por algunos ríos. Los hombres intentaron convencer a Grijalva de establecer un asentamiento en alguna de las ricas comarcas descubiertas. Fue inútil. El joven capitán era disciplinado, y Velázquez, que temía perder el control de Yucatán, lo había proscrito expresamente. Lo que sí hizo fue enviar a Pedro de Alvarado de vuelta a Cuba con el oro y las piedras obtenidas en los trueques. Alvarado también dio cuenta de las ricas villas y cultivos descubiertos.
Grijalva continuó hacia el norte y alcanzó los dominios totonacas en el centro del golfo. Desde 1460 los totonacas eran tributarios de los aztecas. Por primera vez los hispanos escuchaban el aún lejano eco de Aztlán.
Concienzudo, el joven capitán siguió bordeando la costa del golfo. Se impresionó al llegar a una isla llena de horrores, empezando por su nombre: Chalchihuitlapazco, que denominó Isla de los Sacrificios, pues era ese el evidente uso que le daban los indígenas. Prosiguió hasta la altura del actual Tampico, y decidió aquí retornar a Cuba tras cinco meses de exploración y escaseando los recursos. Sin apenas pérdidas humanas ancló en Santiago de Cuba. Y para su asombro Velázquez le recriminó duramente no haber fundado una villa en los parajes descubiertos[28].
Mas todo eso era el pasado.
El hombre que se aproximaba ahora a Yucatán era de otro calibre. No temblaría ante el alucinante impacto de la nación más poderosa del Nuevo Mundo. Entraría firme entre aquel desbordante colorido: el rojo de la sangre, el azul de las vísceras y el verde del guacamole. Para quedarse.
Si el dios Quetzalcóatl hubiera decidido volver un día cual simple mortal, lo habría hecho como Hernán Cortés.
[25] Este sujeto, bautizado Enriquillo por fray Bartolomé de las Casas, se alzaría en 1522 con un piquete de taínos y negros en la Sierra de Bahoruco. Durante once años daría quehacer a las fuerzas del orden, hasta que la tuberculosis acabase con su vida.
[26] Como ya anotamos, este fallo Velázquez lo subsanó más tarde quemando vivo al fugitivo Hatuey junto al batey de Yara en el oriente cubano.
[27] Los hermanos andaluces, gemelos y homónimos, Francisco Hernández de Córdoba y Francisco Hernández de Córdoba, descubridor de Yucatán el uno y conquistador de Nicaragua el otro, eran naturales de... Córdoba. Sus padres, Francisco Hernández y Francisca de Córdoba, los bautizaron a los dos como Francisco por razones obvias. En casa los diferenciaban como Paco y Pacho. Cansados de confusiones, una vez adultos tomaron rumbos diferentes. Paco se fue a La Hispaniola en las Indias, y progresó como encomendero. Pacho, por su lado, se alistó en el tercio de infantería del coronel Pedro Arias, e hizo carrera como oficial en Italia. Se destacó en el sitio de Tarento. En 1514, ya de capitán, Pacho también llegaría a las Indias junto a Pedrarias. Sin embargo, los hermanos no se volvieron a ver. Paco murió en Sancti Spíritus en 1517, a consecuencias de heridas causadas por los indios poco antes, durante su expedición a Yucatán. Pacho tuvo otra suerte. Fue decapitado por Pedrarias en 1526 en la villa de León, cuna de los liberales de Nicaragua. Su nombre perdura en la moneda nicaragüense: el córdoba (NIO 18 = USD 1).
[28] Juan de Grijalva se marchó disgustado al Darién, y ofreció sus servicios a Pedrarias. Poco después, al comprobar la baja espectativa de vida de la oficialidad pedrarista, se retiró a Jamaica, poniéndose a las órdenes de Francisco de Garay. Acompañó luego a éste en su fracasada expedición mexicana. Cuando los hombres de Garay se pasaron en masa a Cortés, sólo los soldados del disciplinado Grijalva permanecieron leales. El caudillo de México se reunió con Grijalva en Cempoala y le ofreció tres opciones: aceptar su mando, cobrar 2000 piastras para retirarse, o la guerra. El joven tomó las piastras, y se fue a conquistar Honduras. Murió allí, a manos de una mara de indios olanchanos.
25 ene 2008
Abrir Juego
Era la última en la fila del café. Habíamos coincidido algunas veces allí, pero nunca tan cerca. Ya sabía que se llamaba Cristina y que era portuguesa. El resto resultaba obvio. Si de lejos era imposible ignorarla, de cerca era sencillamente utópico.
- Cuando te veo aquí, las otras mujeres me parecen de madera -le dije.
Me miró sorprendida, mas no me contestó. Quise quedarme en sus ojos pardos, pero la vista se me fugaba una y otra vez hasta aquella boca, tan sinuosa como toda su figura.
Decidió defenderse.
- Lo siento, pero no eres mi tipo.
- No hay problemas, tengo descuento con el cirujano plástico -repliqué tranquilo.- ¿Qué quieres que cambie primero?
Sonrió. Por un instante pensé que también le chuparía los dientes, pero me apuré antes de que subiera la guardia otra vez.
- ¿Puedo invitarte a un café?
- Bueno... pero sólo eso... un café.
- Por supuesto, si pides una pizza, la pagas tú.
Volvió a sonreir.
- Aquí no venden pizzas -ripostó.
Y supe que había juego. Tal vez sería duro el partido, pero había juego.
22 ene 2008
Nassau
Hace cosa de un mes estaba en Nassau, la capital de las Bahamas. Ahora me percato de que se trataba de una ocasión especial: el país visitado número 40, y supongo que eso merece unas líneas.
Nassau es un nombre alemán y en inglés se pronuncia a la francesa: Nasó.
Nassau era una aldea alemana fundada en 915 d.c. En aquella parte de Germania, denominada Renania-Palatinado, los habitantes eran obedientes, trabajadores y ahorrativos. La aldea era una perla. De manera que en 1093 el cacique de la vecina aldea de Laurenburg, cuyo nombre era Dudo, no dudó en apropiarse de Nassau, cuando el jefe local se mostró vacilante. Aclaro que Dudo no tenía apellido por la sencilla razón de que en aquella época en Alemania nadie tenía apellido.
La familia de Dudo era progresista, o por lo menos iba progresando paulatinamente. Así, por ejemplo, el padre de Dudo, viniendo de la humilde Lipporn, le habían arrebatado Laurenburg a otro jefe cavilante. Dos siglos atrás este progreso había comenzado con un labrador, el tatarabuelo del abuelo de Dudo, y la vaquita de un vecino titubeante.
Ya en Nassau la familia de Dudo se forró rápidamente, gracias a la laboriosidad de los aldeanos. En agradecimiento Heinrich, tataranieto de Dudo, se proclamó Conde de Nassau con las correspondientes festividades, que causaron frenesí en los aldeanos. La apoteosis llegó cuando Heinrich repartió sacos de granos, uno por familia, provenientes de un remanente de las recaudaciones requisadas durante la cosecha del año anterior.
Desde luego, el progreso no se detuvo. Ganando dominios con el decursar de los años, la familia Nassau devino una de las más poderosas entre la nobleza del Sacro Imperio Romano Germánico. Los Nassau crecieron, se dividieron y se ramificaron. La familia real holandesa aún hoy es Nassau. Lo mismo ocurre con la monarquía de Luxemburgo. El Archiduque Henri, ese que se casó con una cubanita llamada María Teresa, es un Nassau.
Cuando la Revolución Gloriosa depuso en 1688 al último y autoritario rey católico de Inglaterra, Escocia e Irlanda, Charles II, el Parlamento le ofreció la corona a un Nassau: William, que gobernaba los Países Bajos. Este candidato no sólo era hijo de la hermana de Charles II, sino también yerno del destronado monarca británico. William III y su prima-esposa Mary II accedieron al trono en 1689.
Esto es lo que nos lleva hasta las Bahamas. Las islas eran por entonces tierra de nadie. Y eso en el Caribe significaba automáticamente tierra de piratas. La multinacional comunidad de filibusteros y bucaneros constaba principalmente de franceses, seguidos de ingleses y holandeses. En menor medida habían daneses, italianos, y hasta renegados españoles y portugueses, entre otros. Incluso se sabe de un suizo del cantón de Uri que reparaba relojes y brújulas en Tortuga. Como en la Europa de entonces, la lengua franca de la comunidad pirata era el francés.
En la isla de New Providence algunos pacíficos colonos ingleses habían fundado un asentamiento llamado Charlestown hacia 1656. Eran fugitivos del régimen de Oliver Cromwell, y partidarios del también depuesto rey Charles I. El padre de Charles II y abuelo de William III era un perdedor. En 1642 perdió la cabeza y se enfrentó al Parlamento. En 1646 perdió la consiguiente Guerra Civil Inglesa y cayó en manos protestantes. En 1648 perdió la Segunda Guerra Civil. Y por último en 1649 volvió a perder la cabeza, esta vez definitivamente, a manos de un irlandés que cobró 100 libras, pues el verdugo de Londres rechazó indignado el trabajito.
Con esas premisas Charlestown no podía tener un destino feliz. Poco a poco se fue llenando de filibusteros. En 1675 ya se comentaba que, al lado de Charlestown, Tortuga era un convento de Carmelitas. En 1684 se juntó una flota hispano-francesa en La Habana con el objetivo de castigar a los foragidos de Charlestown. No dejaron ni una viga sin quemar en la villa.
Mas apenas tres años después los bucaneros habían reconstruido Charlestown. Al llegar la noticia de la coronación de William III en 1689 los piratas decidieron rebautizar la ciudad como Nassau. Procuraban protección inglesa frente a la amenaza punitiva hispano-francesa. Como francoparlantes pronunciaban Nasó al noble apellido alemán. Hasta hoy se quedó. Sin embargo, aquella zalamería filibustera no ayudó mucho. Seguían molestando a las colonias antillanas, y en 1695 la armada española zarpó de La Habana y destruyó a Nassau nuevamente.
Esta vez los piratas necesitaron dos años para reconstruir la localidad. Y volvieron a las andadas. Eso obligó a franceses y españoles a enviar juntos otra flota destructora en 1703. Tampoco funcionó, pues en 1706 los filibusteros habían montado Nassau de nuevo. En los 10 años siguientes los piratas ingleses sobrepasaron en número a los franceses. Una consecuencia directa de la Guerra de Sucesión Española. Entonces empezaron a incursionar en las florecientes colonias norteamericanas. Pero con los británicos los confines del relajo se alcanzan rápido. En 1717 una nave de la Royal Navy apareció frente a Nassau. Un año después no quedaban piratas en Bahamas. La Royal Navy no se fue hasta 1973.
No obstante, vale aclarar que la tradición del contrabando nunca se perdió en las Bahamas. En los siglos XVIII, XIX y primera mitad del XX fue la principal fuente de riqueza del archipiélago. Hoy día, aparte de paraíso turístico, es un oasis fiscal. El contrabando ahora es con divisas.
17 ene 2008
Desconcierto
Desde la barra parecía una jicotea. Definitivamente, el rostro de aquella chica era una tortuga con peluca rubia. Hablaba sin parar, estirando el cuello. Su interlocutor era enorme, y se limitaba a negar con la cabeza lentamente. La chica se levantó con rabia. Era delgada y no muy alta. Miró al gigante una última vez y se marchó.
No había vuelto a estudiar aquel lado del local por un buen rato, cuando un gran bulto tapó la luz a mi izquierda. Dejé al escocés en penumbras para observar al gigante. Pidió un whisky.
- ¿Cual debe ser? -quiso saber el bartender.
El gigante dudó. Miró mi trago.
- ¿Cual bebes tú, amigo? -me preguntó.
- Lagavulin.
El bartender se apresuró en servirlo, antes de que el gigante se interesara por el precio.
- ¡Por Escocia! -le dije sin ingenio levantando levemente el fondo de mi vaso.
Bebimos. El gigante quedó gratamente sorprendido. Obviamente nunca había probado el aristocrático single malt de las Hébridas. Asintió con la cabeza y pidió otro.
Tenía un dedo de la mano izquierda vendado.
- ¿Un accidente laboral? -le pregunté.
- La jicotea -contestó.
- Ah, ¿la chica muerde? -indagué con imprudencia.
- No, ella no, la jicotea de ella.
- Ya.
Pensé que si los perros se parecen a sus dueños, pues por qué no los reptiles.
- Parecía furiosa al irse -añadí con indiferencia.
- El que está furioso con ella soy yo -contestó, y me miró como el servidor de la ametralladora mira al camarada que pone las municiones.
El bar es una trinchera como cualquier otra, me dije.
- ¿Qué pasó? -inquirí con simulado desgano.
- Se puso un piercing...
- Bah, eso les gusta a las chicas, es normal...
- ¡En el clítoris! -concluyó el gigante.
- Bueno, ya eso es otra cosa...
- ¡Y sin decirme nada!
No supe qué decir. ¿Qué se le dice a un vikingo de casi dos metros en un momento así? Por lo menos el desconcierto era compartido.
- ¡Lo menos que podía hacer era decírmelo primero! -exclamó el gigante.
- Lo mínimo -confirmé.
- Yo soy su hombre.
- Debió decírtelo, no cabe duda.
Ni tampoco cabe duda de que la raza nórdica aún no está perdida, razonaba yo. He aquí a un vikingo con las bolas bien puestas.
- ¿Qué vas a hacer con ella ahora? -volví a preguntar.
El vikingo miraba al escocés. Meneó la cabeza cavilando. Y fue ahí que la vi venir. A diferencia del gigante yo tenía ángulo para ver la entrada del bar. Mas la jicotea estaba ya tan cerca que no pude avisar. En pocos segundos se encontraba entre nosotros. Depositó con fuerza un objeto pequeño sobre la barra. Por un segundo presentí que gritaría "¡Capicúa!" Pero, sin decir una palabra, la jicotea dio la vuelta y se dirigió a la puerta. Fue rápida. Y el gigante resultó no menos ágil en salir detrás.
Miré la barra. No, no era una ficha de dominó. Era apenas una pequeña pieza de metal. Medio arco plateado con sendas bolitas en las puntas brillando entre los dos vasos de scotch.
15 ene 2008
Atentamente
- ¿Don Luis, cómo le ha ido?
Levanté la vista antes de responder, aunque sabía que era Pilar regalándome atenciones.
- Ahora mismo estoy muy bien, encanto. ¿Y tú?
Me daba vueltas cada día, dos o tres veces, desde que nos presentaron dos semanas atrás en la filial de México DF. Allí trabajaba en el departamento contiguo. Ahora en Santa Fe de Bogotá su puesto estaba en el edificio de enfrente, al otro lado del patio, e igual se las arreglaba para pasar por mi oficina reiteradamente.
- Oye, ¡pero qué bien te queda esa blusa! -añadí para agradecer la visita.
- ¡Muchas gracias! Es un vestido, don Luis.
Miré la prenda en cuestión por primera vez, y sí, era un vestido.
- Mira tú, yo ya iba a decirte que la saya también está preciosa -rectifiqué aproximándome para darle soporte físico a las palabras.
- Es una sola pieza.
Separó la carpeta que apoyaba en la cintura y me ofreció todas las flores del vestido. Contemplé las curvas, los colores y las costuras. Tan cerca. Y en algún rincón una enzima empujó a una hormona.
- ¿Te gusta bailar? -inquirí a media voz.
- ¡Claro que me gusta! -contestó, y no supe como pasó su voz entre la sonrisa.
- ¿Quieres salir esta noche?
- ¡Sería lo máximo!
Mi impresión se grabó al instante en el album personal de imágenes interiores. Mi expresión no la sé, pero pareció bastarle a Pilar, y entonces me dijo:
- Creo que a mi esposo le toca ir a jugar tejos esta noche. Ahorita le confirmo, don Luis.
14 ene 2008
Pescar El Anzuelo
- Tu tarifa es demasiado alta -me espetó en seco desde toda la altura de su cuello esbelto.
- Es lo que cuesta el buen servicio -respondí sonriendo y escrutando sus ojos de gitana.
Se reacomodó en la silla como quien afila el arma frente al enemigo. Poco antes había pasado por mi puesto:
- ¿Podemos hablar unos minutos? Te espero en el comedor.
Otro día me habría estremecido esa propuesta, mas esta vez me quedé frío. Quizás porque anteriormente David, el gerente, había intentado contratarme fijo o prorrogar mis servicios de freelancer con menor remuneración. Rechacé las ofertas del irlandés. Así que me enviaba a su asistenta con piel de aceituna.
Ahora estábamos solos en el comedor. Carmen llevaba un vestido azul con los bajos abiertos hasta las caderas. Se sentó con la pierna derecha cruzada bajo el muslo izquierdo, que colocó frente a mí rotándolo del torso reclinado sobre la mesa. Apoyaba el codo izquierdo y la mano derecha sobre el mueble para destacar los pechos. Francamente, no lo necesitaba.
Demoró en replicar. No se había preparado. Aparte del vestido y la pose, claro.
- No podemos pagarte eso -insistió al fin la andaluza.
- Ya lo sé, por eso me despido la próxima semana -concluí.
- Trabajar en Sophia Antipolis tiene otras ventajas, sin contar el dinero. La Côte d’Azur es bellísima. ¿No te gusta lo que ves cada día?
David no tuvo que persuadirla, pensé. Era una voluntaria.
- Sin duda que es bellísimo el escote azul. Créeme, me encanta lo que veo día a día, pero también quiero la pasta, y puedo obtenerla en otra parte.
- Tu precio excede el budget del proyecto -dijo a medio camino entre la risa y lo serio.
- Habría que aumentarlo -riposté mirando fijamente una pequeña variz en el muslo dorado.
Respiré su inseguridad.
- Eso podríamos considerarlo. Hablaremos con la central en Chicago, y para la próxima prórroga tendríamos la posibilidad de pagarte más.
Puse una mano sobre los suaves vellos del antebrazo recostado en la mesa. Soltarse sería el fin de su pose, de su equilibrio y de cualquier confianza restante.
- Querida, en esta profesión somos mercenarios. Las guerras futuras no me interesan. La vida y el botín son ahora, o no merece.
- Entiendo -murmuró.
Me puse en pie.
- Estás guapísima en ese vestido. ¿No te lo había dicho? Con ese te llevo directo de aquí a Le Louis XV.
Cuando salí del edificio al atardecer, el Ford Ka de Carmen se detuvo casi entre mis piernas.
- ¿Dónde está Le Louis XV? -me preguntó sabiendo la respuesta.
- En Monte Carlo -respondí en cuclillas para alcanzar la altura de la ventanilla.
- Sube, te llevo -sugirió.
- Pero sólo hasta el estacionamiento -acepté señalando la tercera terraza del parqueo enfrente, entré al auto y añadí- Nos vamos en mi coche, un BMW es más discreto para llegar a ese restaurante.
Asintió sin hablar. No la toqué hasta que apagó su vehículo junto al mío.
4 ene 2008
Un Jinete Sin Cabeza Llamado Cuba
El destino de las naciones lo deciden sus élites. Por muy popular que sea un movimiento político o social, detrás siempre estarán las decisiones de un grupo.
Cualquier otro proceder se denomina caos, y fuera de Africa tiene sólo carácter circunstancial.
La élite puede estar compuesta por 3000 caballeros normandos en sus feudos, 30 camaradas bolcheviques en su buró político o 3 forajidos mongoles en su yurta (Gengis Kan, su mujer Borte y su caballo Birín), pero sus resoluciones determinan la suerte de Inglaterra, Rusia o Asia.
Obviamente, las élites no son perennes. Una es sucedida o desplazada por otra. Llegan y desaparecen. Las peores se autoeliminan por torpeza. Las mejores se transforman adaptándose a los tiempos. Mas, si consideramos la totalidad de las sociedades históricas, la mayoría pierde el poder de una forma bastante ruda, mientras se defienden desesperadamente.
La voluntad de una élite para defender su posición es proporcional a su consciencia como cabeza de la nación.
La nación cubana siempre ha carecido de una élite consciente. En ninguno de nuestros tres escenarios políticos se ha desarrollado esa facultad en el grupo dominante.
En el aberrado entorno colonial la élite local dejaba su defensa en manos de la Metrópoli. Y ésta se encargó de aplazar el advenimiento de una nueva élite entre 1868 y 1878. A más tardar en 1880 la élite criolla debía empezar a maniobrar para asegurarse un futuro. Sin embargo, colonialmente impedidos, optaron por esperar impasibles su propio fin.
La primera élite republicana, por su parte, entró al mundo con el pie político, siempre peor que el económico. La viciada meritocracia independentista de principios del siglo XX, salida de un parto prematuro con la intervención americana, no sólo urgó demasiado en las arcas públicas a falta de recursos propios, sino que legó a sus sucesores después de 1933 la misma perversa inconsciencia que padecían los predecesores coloniales. Sólo que ahora encomendaban su amparo a los EE.UU.
Así sucedió que en 1959 la élite cubana se suicidó. Huyeron al norte. Fatal error. No hay en la historia una sola restauración que merezca ese nombre y haya ocurrido más de un lustro tras la fuga masiva de la élite al extranjero.
La casta superior del castrismo socialista, hoy tal vez socialismo castrense, es apenas más grande que la mongola. Cabe toda en una yurta grande como el Palacio de las Convenciones. También se trata de un Kan, su mujer y algunos animales fieles, que no se atreven a ser cabeza ni con el cacique muriendo.
En tanto, otra vez, la nación se desboca cabalgando cuesta abajo.
Cualquier otro proceder se denomina caos, y fuera de Africa tiene sólo carácter circunstancial.
La élite puede estar compuesta por 3000 caballeros normandos en sus feudos, 30 camaradas bolcheviques en su buró político o 3 forajidos mongoles en su yurta (Gengis Kan, su mujer Borte y su caballo Birín), pero sus resoluciones determinan la suerte de Inglaterra, Rusia o Asia.
Obviamente, las élites no son perennes. Una es sucedida o desplazada por otra. Llegan y desaparecen. Las peores se autoeliminan por torpeza. Las mejores se transforman adaptándose a los tiempos. Mas, si consideramos la totalidad de las sociedades históricas, la mayoría pierde el poder de una forma bastante ruda, mientras se defienden desesperadamente.
La voluntad de una élite para defender su posición es proporcional a su consciencia como cabeza de la nación.
La nación cubana siempre ha carecido de una élite consciente. En ninguno de nuestros tres escenarios políticos se ha desarrollado esa facultad en el grupo dominante.
En el aberrado entorno colonial la élite local dejaba su defensa en manos de la Metrópoli. Y ésta se encargó de aplazar el advenimiento de una nueva élite entre 1868 y 1878. A más tardar en 1880 la élite criolla debía empezar a maniobrar para asegurarse un futuro. Sin embargo, colonialmente impedidos, optaron por esperar impasibles su propio fin.
La primera élite republicana, por su parte, entró al mundo con el pie político, siempre peor que el económico. La viciada meritocracia independentista de principios del siglo XX, salida de un parto prematuro con la intervención americana, no sólo urgó demasiado en las arcas públicas a falta de recursos propios, sino que legó a sus sucesores después de 1933 la misma perversa inconsciencia que padecían los predecesores coloniales. Sólo que ahora encomendaban su amparo a los EE.UU.
Así sucedió que en 1959 la élite cubana se suicidó. Huyeron al norte. Fatal error. No hay en la historia una sola restauración que merezca ese nombre y haya ocurrido más de un lustro tras la fuga masiva de la élite al extranjero.
La casta superior del castrismo socialista, hoy tal vez socialismo castrense, es apenas más grande que la mongola. Cabe toda en una yurta grande como el Palacio de las Convenciones. También se trata de un Kan, su mujer y algunos animales fieles, que no se atreven a ser cabeza ni con el cacique muriendo.
En tanto, otra vez, la nación se desboca cabalgando cuesta abajo.
Texto & Acústica
- ¿Qué es lo que te ha dado tanta gracia? –indagué.
- Epístola… hacía tiempo que no escuchaba esa palabra –contestó sonriente.
- Es culpa tuya.
- ¿Qué querés decir?
Más que una pregunta, parecía una promesa. La voz de Gabriela, aunque joven, era ajena a todo vestigio de infancia.
- El vocabulario del cubano se compone de 1200 palabras –le expliqué.
- ¿Y el del argentino, de cuántas? –inquirió de nuevo.
- 2400.
- No lo sabía… pero vos tenés muchas más…
- No, apenas las 1200, mas cuando converso con argentinos uso unas 3600.
- ¡Sos tremendo! -dijo riendo.
- Con vos más.
- ¿Conmigo sos más tremendo? –me interrogó de nuevo con su entonación de locutora radial de los años 60.
- No, contigo empleo más epítetos.
- Ya me hago cargo, querido... pero ¿a dónde me llevás?
- De vuelta al hotel.
- ¿Para qué?
- Para intercambiar más fluidos y microbios, cariño.
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