De quitar orejas y donar jubones en Semana Santa El Domingo de Ramos de 1519 la Santa Compañía abandonó Potonchán. La partida fue precedida de una procesión. Durante las semanas disfrutando de la hospitalidad de Tabasco los castellanos destruyeron todos los ídolos nativos y colocaron cruces de madera en cada templo. También se realizaron algunos bautizos, sobre todo de indias. Al elegante desfile de ese domingo se le unió un considerable número de indígenas. No obstante, los españoles rechazaron la oferta maya de cargar con la litera de la virgen. Los chontales quedaron desconcertados. Hasta ese momento los conquistadores habían reclamado sus servicios para cada labor que requiriese algún esfuerzo.
El Jueves Santo la flota alcanzó la isla de San Juan de Ulúa –así bautizada por Grijalva–, frente al cacicazgo totonaca de Chalchicueyacan. Algunos totonacas se acercaron en dos canoas. Ni Aguilar ni Marina consiguieron entenderse con ellos. Cortés le ordenó a Bernardino, un sirviente taíno cubano, que lo intentara. Tampoco resultó. Saturnino, el criado caribe manso de Velázquez de León, fracasó igualmente. También era un poco gago, pero no fue por eso.
- Estos puñeteros indios hablan otra maldita lengua –sentenció Alonso Hernández Portocarrero.
- Entregadles algunas cuentas de cristales coloridos –ordenó generoso Hernán Cortés-. Y a ese que sonríe tanto dadle una cuchara o algo.
- ¿A cuál dice vuestra excelencia? –inquirió su criado Diego de Coria.
- Aquel cabezón con las orejas pintadas de verde –acudió en ayuda don Alonso.
El cordial nativo recibió un jarro y una cuchara.
Algunas horas más tarde se presentaron otros indios en cuatro canoas grandes. Vestían mucho mejor. Es decir, llevaban mejores plumas y tenían los rostros mejor coloreados. También eran más esbeltos y de rasgos más aguileños. Doña Marina los reconoció como aztecas inmediatamente. Se trataba de servidores del
quintalbor[54] mexica, residente en la no muy lejana Cuetlaxtlan. Hablaron con doña Marina. Así se supo que en aquellos días tenía lugar una transición administrativa. Tendile, el nuevo recaudador, y Pitópel, el administrador saliente, no se habían puesto de acuerdo sobre quién debía visitar a los forasteros
[55].
Los emisarios aztecas aclararon que tenían instrucciones de indagar qué querían los hispanos. Uno de ellos mostró ostentoso una cuchara y un jarro con un par de orejas verdes en su interior. Era evidente que los agentes mexicas se tomaban muy en serio su trabajo en tierras totonacas. Con ayuda de don Gerónimo y doña Marina, Cortés les hizo saber que había venido en son de paz y amistad como embajador de su rey, que tenía muchas cosas importantes que contar al
quintalbor, y que pronto bajaría a tierra por ese motivo.
Varios aztecas subieron a bordo de la nave de Cortés y solicitaron un poco de vino para Pitópel, que aún recordaba gratamente el licor obsequiado por Grijalva un año atrás. Cortés les entregó una jícara de vino para el viejo
quintalbor, y también ofreció bebida a los agentes. La contentura no tardó en apoderarse de los mexicas.
- Tendile es un débil –reveló con manifiesto desprecio uno de ellos-. No ha podido deshacerse todavía del viejo Pitópel.
Cuando se le acabó su licor, el indio que bebía en el jarro con las orejas totonacas sacó una oreja y comenzó a chuparla. Eso provocó cierta hilaridad entre los castellanos.
- Por el amor de Dios, vuestras mercedes, que le den más vino a ese salvaje –sugirió fray Cabezuela.
- Esperad… Veamos si también se la come… -pidió Portocarrero, que sostenía la pinta de licor.
Mas, a una señal del caudillo, el metellinense se aproximó con el vino. Luego de llenarle el jarro, le indicó al azteca por señas que mojara la oreja en el vino y se la volviera a chupar. Y así lo hizo el indio para regocijo de los cristianos.
El Viernes Santo, ante la ausencia de respuesta azteca, el generalísimo decidió desembarcar. Llevó consigo a doscientos castellanos y a numerosos taínos, así como seis caballos, una docena de perros y cuatro piezas de artillería bajo la responsabilidad de Francisco Mesa, artillero mayor de la Santa Compañía y veterano de Italia. El lugar donde tomaron tierra era una playa saturada de altas dunas. Cortés se reservó el derecho de ser el primero en desembarcar. Saltó de la barca con vigoroso ánimo. Y cayó en una oquedad del irregular suelo marino, que se lo tragó hasta el cuello.
- ¡Esta nueva y rica tierra nos engulle ávida cual…! –improvisaba solemne el caudillo cuando la quilla del bote lo golpeó en el casco, obligándolo a tragar agua.
El generalísimo blasfemó y, desistiendo de más ceremonias, ordenó a sus hombres que lo sacaran del atolladero.
Mientras colocaban a secar las vestiduras del caudillo y se establecía un campamento con perímetro defensivo en las dunas, aparecieron varias largas canoas llenas de amables totonacas. Esta vez traían un traductor que dominaba el náhuatl. La comunicación fue perfecta. El oficial indio hablaba en totonaca con su traductor, éste se dirigía en náhuatl a doña Marina, quien se comunicaba en maya con don Gerónimo, que finalmente traducía al castellano para Cortés.
Los totonacas manifestaron su simpatía por los visitantes mediante presentes. Traían comida: pavos, pescados, tortillas y frijoles, varios mantos de algodón y algunas piezas de orfebrería. Se quejaron de los abusos aztecas, para lo cual mostraron a un indio recientemente desorejado y privado de sus pertenencias por los insaciables invasores occidentales. Cortés ordenó reponerle el jarro y la cuchara al infeliz, y compensarle las orejas cercenadas con una boina verde. Al oficial totonaca le gustó la gorra e hizo ademán de querer quedársela para sí. El caudillo, que realmente se apiadaba del desorejado, destinó entonces otra boina, roja y con una borla en la parte superior, para el oficial nativo. El indio quedó encantado. Don Hernando añadió regalos para ser entregados al cacique de Chalchicueyacan: dos jubones, dos calzones, dos camisolas y dos cinturones.
Los indios preguntaron por algunos hombres de Grijalva, especialmente por Benito
el panderetero. Benito estaba castigado por hurto de vino, pero Cortés lo amnistió inmediatamente y lo mandó a buscar. Los totonacas instaron a Benito a bailar con ellos como el año anterior. El castellano se hizo de rogar, y reclamó vino de Cortés para poder danzar.
- Es un maldito borracho, vuestra merced –advirtió Sandoval.
Mas el caudillo le concedió el pedido. Para deleite de los nativos Benito hizo gala de toda su extravagancia europea bailando ritmos exóticos. Los totonacas lloraban de la risa. Algunos se revolcaban de tal manera en la arena, que los hispanos llegaron a creer que morirían sofocados. Fue una falsa alarma, los aborígenes se retiraron contentos y sin bajas.
El Sábado de Gloria arribaron los aztecas. Eran muy numerosos y venían encabezados por Cuitlalpítoc, un esclavo personal de Tendile que enseguida fue renombrado más cristianamente como Pitalpitoque. Enterarse de su rango resultó una decepción para Cortés, que había preparado un bello discurso. Sin embargo, Pitalpitoque era portador de varias hermosas joyas y de una enorme cantidad de alimentos, suficientes para el sustento de toda la Santa Compañía durante una semana. El caudillo se vio obligado a reciprocar tal gentileza desprendiéndose de algunos jubones y de diversos utensilios. Don Amador de Lares contabilizó dichos bienes, y de paso informó al caudillo de que Simón Pérez Rabí estaba sacándoles las joyas personales a los mexicas a cambio de baratijas.
- El marrano ya tiene una bolsa llena de aretes y argollas de oro –susurró el contador.
- ¡La puta que lo parió! –estalló Cortés, e inmediatamente prohibió a sus expedicionarios cualquier comercio con los indígenas por cuenta propia.
Luego dispuso que se colocase una mesa junto a la entrada del campamento, donde los nativos podrían hacer trueques exclusivamente con un representante de Cortés. Toda actividad comercial independiente fue declarada ilegal. Sería punida con severos castigos. Pérez Rabí solamente recibiría cincuenta azotes. Por ser su delito anterior a la ley podría quedarse con nariz y orejas. El converso negoció su castigo y consiguió rebajarlo a diez azotes a cambio de entregar la parte del oro que había logrado ocultar antes de que se lo decomisaran. El resto de la pena le fue conmutado cuando se ofreció para trabajar en la mesa comercial de Cortés.
Durante días totonacas y aztecas desfilaron individualmente frente a esa mesa.
La Mesa de Cortés sentó la cátedra comercial iberoamericana que dominaría los próximos cinco siglos.
El Domingo de Resurrección llegaron Tendile y Pitópel con muchos guerreros aztecas engalanados, aunque sin armas. Tendile dijo que sabía del valor de Cortés y de su victoria sobre los chontales. Su señor Moctezuma también conocía esos hechos y le enviaba grandes regalos en señal de amistad. Seguidamente le ofreció algo amarillo y sanguinolento a Cortés.
La traducción inicial de doña Marina y don Gerónimo tuvo que ser corregida para el enojado caudillo.
- Perdón, vuestra excelencia, no es sangre con su propia paja, sino paja con su propia sangre...
- ¡Igual no la quiero!
Sin inmutarse, Tendile pasó a la siguiente muestra de respeto hacia Cortés: Comer tierra. El
quintalbor, su antecesor Pinótel, el esclavo Pitalpitoque y el resto del séquito azteca se mojaron el dedo índice en la lengua para tocar primero el suelo y luego los labios. Como colofón los mexicas hicieron entrega al conquistador de diversas joyas de oro, numerosas ropas de algodón, plumas y comida.
Por su parte, Cortés sacó un blusón de seda para Tendile. A eso sumó un collarcillo de cuentas de cristal, un banquillo con entalladuras de marquetería y una gorra carmesí con una medallita de oro con Sant Jordi pinchando al dragón. Nunca se la había puesto. De hecho no le parecía que fuera propio de un hidalgo usar prendas de catalanes. Al parecer, a Tendile le parecía lo mismo, pues le dijo a un esclavo que metiese aquellas cuatro porquerías en un saco y se las llevase.
Tendile destinó dos mil servidores aztecas para los cristianos. Acamparían en las inmediaciones a las órdenes de Pitalpitoque. Debían proveer comida y construir un centenar de chozas para la Santa Compañía, puesto que se avecinaba la temporada de las lluvias. El
quintalbor también afirmó que armarían cabañas adicionales si el resto de los hombres de Cortés desembarcaba. Un tercio de los sirvientes eran espías. El resto, guerreros.
Fray Cabezuela sugirió al caudillo lo conveniente de celebrar una misa en esa hora. Cortés concordó. Clavaron una cruz en la arena y se arrodillaron alrededor mientras fray Olmedo oficiaba. Cantaron el rosario bastante bien. Tendile fue testigo.
Una vez acabado el rito, Tendile ofreció a Cortés traerle algunos tótems desde Cuetlaxtlan. Dijo que se verían más bonitos que aquellos dos palos cruzados. Especialmente uno del dios Tlaltecuhtli, que tenía forma de un sapo grande tragándose al sol y que habían pintado hacía poco con sangre fresca. La generosa oferta fue declinada con delicadeza.
Cortés y su estado mayor cenaron en compañía de Tendile y Pitópel. A Pitalpitoque le permitieron estar presente. El caudillo afirmó ser embajador de Carlos I, el rey más poderoso del mundo, y que tenía un mensaje para el rey de Tendile. Preguntó cuándo sería posible visitar a Moctezuma. Tendile dijo que su soberano era igualmente poderoso, que enviaría un emisario con la solicitud de audiencia de Cortés, y que luego informaría sobre la voluntad imperial. El conquistador quiso saber, además, sobre el aspecto físico del monarca azteca. Tendile declaró que Moctezuma no era ni joven ni viejo, ni gordo ni escuálido, ni feo ni bello; pero sí olía mejor que los embajadores de Carlos I, al menos en las temporadas sin sacrificios.
Para los castellanos ya era la hora del espectáculo y la intimidación. Comenzaron con un pequeño desfile a la luz de numerosas antorchas. Seguidamente escenificaron una batalla para hacer chocar los metales de espadas y lanzas. Un taíno salió mal herido por un descuido de Juan Escudero. Luego el propietario del indio diría que aquello fue intencional por parte de Escudero, pues se le debía dinero. Los aztecas aclamaban emocionados cuando sonó la primera salva de bombarda. Todos ellos se arrojaron al suelo llenos de pavor.
- ¡Joder, estos aztecas sí que exageran en lo de comer tierra! –aseguró Sandoval.
Apenas se incorporaron los mexicas, salió Pedro de Alvarado con una escuadrilla de jinetes a todo galope por la playa. Los equinos estaban dotados de múltiples cascabeles en las crines y en la cola. Tendile no cabía de admiración. Mandó a traer la gorra carmesí de San Jorge y se la puso.
- ¿Vuestro señor Moctezuma posee oro? –inquirió Cortés.
- ¿Por qué preguntáis por oro? No es tan importante –comentó Tendile.
- Para nosotros sí –afirmó el caudillo-. El oro es medicina para el corazón, y muchos de mis hombres padecen del corazón.
- Entonces Moctezuma se alegrará de poder ayudaros, al
huey tlatoani[56] le sobra el oro –declaró el
quintalbor, haciendo muy necio favor a su príncipe.
[54] El quintalbor era el recaudador de impuestos del imperio azteca. El sistema tributario mexicano colocaba tal administrador en cada provincia conquistada. Era apoyado por unidades militares y estaba en continuo contacto con la metrópoli. El quintalbor vigilaba, cobraba y reprimía. Pero, mientras fluyeran los tributos, las jerarquías tribales autóctonas permanecían intactas.
[55] Sus nombres en náhuatl eran Tentlitl y Pinótl, mas los castellanos no consiguieron pronunciarlos y los convirtieron rápidamente en Tendile y Pitópel.
[56] Cacique supremo en náhuatl, aunque una traducción literal sería “vocero supremo”, lo que explica por qué Mahchimaleh, el primogénito de Moctezuma I, nunca pudo acceder al trono de Tenochtitlan. Era mudo.