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15 feb 2008

Armas Prestadas 3


El ruido de la descarga llegó hasta el negro a la segunda zancada tras pasar el umbral de la gruta. Vio caer a sus cuatro compañeros. Los sicarios aún no se percataban de su carrera. Descendía descamisado con el machete mocho en la diestra y el tosco trabuco en la siniestra. A la cuarta zancada el teniente y el gallego advirtieron su presencia.

- ¡Coño...!

- ¡Hostias...!

Sin detenerse, se orientó por las voces para girar un instante la cabeza y disparar el trabuco extendiendo el fibroso brazo. El oficial cayó hacia atrás alcanzado en el abdomen. Alciro no lo vio, pues con la sexta zancada ya estaba encima del primero de los fusileros, quienes ahora miraban sobrecogidos hacia el costado derecho.

El primer blanco consiguió rotar el tórax. No tuvo tiempo para más. Ni para levantar los brazos. La afilada mocha se llevó todo su rostro. Desde las cejas hasta el cuello. Le quedaban 15 minutos de vida. Sufriendo. E iba a ser él último en morirse allí esa tarde.

El segundo voluntario pudo haber parado un tajo semejante, pues levantó el fusil con ambas manos en defensa. Pero el corto machete le vino a contramano desde abajo. El filo superior le abrió el cuello. Tan rápido, que le dejó muy poco de la sangre del vecino descarado.

El tercer criollo llegó a recargar el arma. Mas no pudo posicionarla para disparar. El negro le apartó el fusil con un golpe de trabuco, hincó una rodilla y le cercenó una pierna al guardia rural de un machetazo. En el instante en que el blanco se hacía más corto, el negro se levantó y le abrió el cráneo en dos con un tajo vertical. La mocha se quedó trabada en la cabeza. El negro no logró retenerla en su mano húmeda.

Recargando el rifle con la torpeza del pánico, el cuarto ejecutor se echaba atrás para ganar espacio con el que apuntar. Alciro le arrojó el trabuco, y con la misma desenfundó su propio paraguayo. El guardia dio un traspié tratando de evadir el trabuco. En tanto que iba a dar al suelo, disparó su arma sin efecto. Eso le salvó la vida. De seguir en pie lo hubiera alcanzado el penúltimo proyectil de revolver del gallego, tirador histérico desde alguna distancia. El blanco procuró alejarse afincando en la tierra los tacones de sus botas y quiso recargar el arma una vez más. Mas el negro le aplastó la ingle con un pie, sujetó el fusil con la izquierda y le hundió el largo machete en diagonal, desde abajo de las costillas hasta el corazón, dejándole caer todo el peso de su cuerpo. Fue ahí que le pasó silbando por encima la última bala del último blanco.

A diez pasos de la muerte el español pensó en correr. Desistió de inmediato ante la certeza de que el negro lo alcanzaría sin remedio. Supuso que podría intentar agarrar el arma del teniente. Pero lo hizo temblar la idea de darle la espalda al fornido negro que, machete en mano, se estremecía respirando agitado con el torso desnudo cubierto de sangre. Incapaz de reaccionar dejó caer el revolver, y lo vio venir. El negro se volvió más grande en cuestión de segundos. Luego hubo un ruido seco, como cuando se cortan varias cañas juntas. El mundo le dio vueltas, y la mente ibérica no supo procesar las rotaciones de imágenes que captaban los ojos. Sólo cuando la cabeza por fin se detuvo, a dos metros del cuerpo, retornó la imagen fija. Pero ya daba igual, el cerebro se le apagaba sin suministro de sangre.

Alciro miró alrededor. El teniente aún estaba consciente. Gemía y con una mano ilesa pretendía retener a la vez el contenido de su vientre y la sangre de la otra mano, que había perdido varios dedos con el metrallazo del trabuco. Eliécer estaba blanco. Recuperó algo de color, mientras Alciro cortaba sus ataduras en silencio.

El delegado se levantó todavía inseguro. Entretanto Alciro se encaminaba a donde los fusilados, Eliécer buscó el revolver del teniente. Le vació todos los tiros del tambor en el pecho.

El negro regresó. Traía varias armas. El mulato lo interrogó con la vista. Alciro negó con la cabeza. El otro pateó la cabeza del español.

- Dijo que era asturiano -musitó luego.

- ¿Aturiano? -inquirió el negro.

- De un lugar en España -explicó el mulato.

Alciro observó la cabeza con detenimiento, y entonces lo reconoció.

- Yo lo conoco -dijo-. Es Alarcón, el bodeguero, que se quedó viudo, y depué le salió un hijo negro con una mulata.

Los dos hombres se miraron a los ojos.

- Vamo pal monte, delegao, que aquí hay seis blanco muerto.

Se internaron en la manigua.

Hacían bien, porque frente a la gruta yacían la mitad de las bajas blancas en todo el conflicto. Y a cuatro mil negros los lincharon en dos meses por mucho menos que eso. Por nada.

13 feb 2008

Armas Prestadas 2


- ¡De acuerdo, dense presos y no les va a pasar nada! -aseguró el vozarrón del teniente.

- ¡Venga, saliendo ya!

- ¡Salgan, antes de que el teniente cambie de opinión!

- ¡Joder, morenos, no empeoréis vuestra situación!

El delegado se incorporó.

- Salgamos ahora... -dijo ligeramente inseguro.

- Vamo a quedarno aquí en lo oscuro, si quieren cogerno que entren, y le caemo al machete...

- Alciro, no insistas con esa idea descabellada -lo reprendió el delegado-. Es mejor entregarnos ahora que tenemos garantías.

- No le creo a ese blanco, vamo a... -insistió el prieto terco.

- Mira, Alciro –se impuso Eliécer-, desde nuestro punto de vista revolucionario el Partido decide lo que hay que creer.

Los otros se fueron poniendo en pie uno a uno.

- Betico, si vas a salir, déjame el trabuco y la mocha -susurró el alzado reticente.

El aludido puso ambos objetos en el suelo.

- Tu ta loco, Alciro... -murmuró.

- ¡Vamos, carajo, que se nos enfría el café que colamos! -gritó un sitiador-. ¿No quieren café? Entonces pa'fuera de una vez.

Taparon la escasa luz mientras salían despacio.

Alciro escuchó voces, pero no entendió mucho de lo que decían, algunas palabrotas apenas. No perdió tiempo. Se quitó la camisa blanca, la escondió bajo el cuerpo y se apretó contra el suelo.

Una silueta apareció en la boca de la cueva.

- ¡No, teniente, no mienten, aquí no quedó ninguno! -aseveró.

- ¡Revisa bien, coño!

El hombre avanzó un paso con desgano, levantó el rifle y disparó al azar. Recargó y repitió el tiro. Alciro no se movió. El blanco esperó un minuto y se apartó de la caverna.

Entonces el negro fue arrastrándose lentamente hacia la salida. Lo más sigilosamente que pudo. Ya estaba cerca, cuando volvió a entender las voces.

- ...eso no fue lo convenido -decía el delegado Eliécer con dificultad.

- ¿Y quién coño te dijo a ti que hacemos tratos con negros? -lo interrumpió el teniente Yáñez.

- ¡Ni con pardillos tampoco! -agregó la voz peninsular.

- Pero tú no te preocupes, no te vas a morir ahora. A ti te vamos a colgar en el pueblo, como escarmiento para todos los negros -concluyó tranquilo el oficial de la guardia rural.

Alciro consiguió por fin atisbar hacia afuera. El ángulo en que estaba sólo le permitía ver hacia la derecha de la gruta. Vio a sus cuatro vecinos de rodillas y con las manos en alto. Les habían quitado los machetes. Sólo faltaba el delegado.

Rodó despacio sobre sí mismo para ganar otro ángulo. Había apenas cuatro blancos, una pareja de guardias rurales y dos voluntarios, apuntando con rifles a los prisioneros.

Se desplazó más a la derecha, y pudo observar el resto del entorno. Otros dos blancos se encontraban allí: el teniente Yáñez y el gallego. Entre los dos, sentado en el suelo, estaba Eliécer. Le habían puesto el amarre rancheador. Las manos atadas entre las piernas, y la misma soga pasada por la espalda para amarrársela al cuello. Las piernas del mulato temblaban descontroladas.


(Continuará...)

12 feb 2008

Armas Prestadas


- ¡Ríndanse, carajo, que están rodeados!

La arenga sonaba lejana, pero clara. Otras voces se unieron a la primera.

- ¡Salgan ahora, y no les pasará nada! -prometió, con su conocido tono de bajo, el teniente Yáñez, jefe del Tercio Táctico.

- ¡Salid ya, joder, o no os salvará ni la madre de Dios! -gritó uno con acento gallego.

- ¡Vamos, cojones, vengan pa'fuera de una vez!

- ¡Si no salen, vamos a tapiar la boca de la cueva! -prometió otro.

- ¡Y tendréis que comeros los unos a los otros como vuestros abuelos!

Un coro de risas llegó de afuera. Fue seguido de una salva de rifles, que repercutió en el fondo de la caverna, como si hubieran respondido desde allí a la descarga. Pero no era posible, los seis negros agazapados en la cueva sólo tenían un arma de fuego.

- ¿Betico, de onde tú sacate ese trabuco? -había preguntado Marsillí en su momento.

- Era de mi pai en la guerra -contestó orgulloso el recién llegado.

Por el tamaño parecía un toro, pero era muy joven. También tenía la inteligencia de un bovino.

- ¿Tu carnal se fajó en la guerra grande? -insistió el pícaro Marsillí con una sonrisa tan amplia que le puso la cara blanca.

- No, en la última guerra... -aclaró Betico sentándose en el suelo junto a los otros.

Eliécer, el delegado del Partido Independiente de Color, un joven mulato con generosas orejas llegado de la cabecera municipal, interrumpió patético el guaseo agarrando el arma.

- Es un rifle de un sólo tiro, pero es nuestro primer rifle. Y la guerra se gana tiro a tiro.

Ahora no parecía que fueran a ganar la guerra. Eran seis hombres escondidos en una cueva sin más salidas. Alciro había sido el único en rechazar la idea de guarecerse allí de las partidas de blancos que los acosaban. También había sido el único que no se emocionó cuando el delegado los convenció de incorporarse al alzamiento nacional de la gente de color. Mas pensó que permanecer en el pueblo por aquellos días era aún más peligroso.

- E mejor salir... -murmuró alguien.

Alciro quiso decir algo, pero Eliécer se le adelantó.

- Hermanos, en estos momentos la revolución no puede continuar, pero tenemos que permanecer con vida para que perdure nuestra causa. ¡Debemos entregarnos!

- ¡No, ustede tan loco! -masculló por fin Alciro-. Si nos entregamo, nos van a colgar a tos...

- No te precipites, Alciro, esto hay que negociarlo... -sentenció Eliécer, y gritó luego hacia la entrada de la gruta-. ¡Salimos, si nos garantizan inmunidad! ¡Repito: Saldremos, si nos dan garantías para nuestra integridad física!


(Continuará...)
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