31 mar 2008

Antídoto



Me mordió el bíceps izquierdo. Hincaba sus dientes con fuerza. La halé por el pelo hasta que me soltó. Se rió moviendo la pelvis aún con más ganas.

- ¡No muerdas! -le advertí.

- ¡Ven, clávame más! -contestó, pasándome la lengua por el pecho.

Antes de que pudiera percatarme de sus intenciones, guardó la lengua, afincó las encías y me mordió. Tiré de su cabello con furia. Abrió la boca sólo para mover la cabeza y propinarme un nuevo mordisco en el brazo.

Me sacó una exclamación de dolor.

Airado, apreté su cuello. Mi pulgar buscaba bloquear su faringe. Cuando le faltó el aire, aflojó la mandíbula.

Aseguré su cuello contra la cama por un instante, y le encajé un bofetón.

- ¡No me muerdas, te dije!

- ¡Sí, pégame, eso! -gritó, y amagó otra dentellada a mi torso.

Me zafé de su regazo. Con la mano derecha en el exterior de su rodilla opuesta, atraje esa pierna hacia mí. Le bajé el tobillo con la izquierda, roté el agarre y, torciendo la pierna contra el eje de flexión, la obligué a darse la vuelta. Apenas quedó boca abajo, estiré la extremidad presionada. Cooperó en voluptuosa tensión. Del impulso me arañó el pecho con las uñas del pie, meticulosamente arregladas. Abrió más sus largas piernas contrayendo levemente la musculatura.

Enfilé hacia el pequeño orificio rosado la punta húmeda del condón. Empujé con todo el peso de mi cuerpo. Gimoteó deleitada. Se alejó unos milímetros, y enseguida se arqueó contra mí. Atrapé sus muñecas. Las mantuve fijas sobre la cama, a prudente distancia de sus dientes.

Gemía. Y por primera vez solicitó algo con cierta suavidad.

- ¡Muérdeme! Sí, anda, ¡muérdeme ahora!

Astrid tenía realmente un cuello bonito, con su piel sana de vegetariana. Por supuesto, la complací.


26 mar 2008

Perentoria

- El sexo no funciona -afirmé, procurando evasión en la palabra-. Seguir contigo no me interesa.

- No me dejes, por favor... -susurró implorante.

Colocó una mano sobre mi hombro. Torcía el cuello buscando mi mirada.

- Perdóname -añadió-. Qué más quisiera yo que dominar mis neuronas y tener orgasmos... por favor...

Ciertamente ella no conseguía alcanzar el clímax. Nunca. 40, 50, 60 minutos de provocación, fricción, rotación y tensión, sin explosión. La primera vez pensé que fuera por causa del miedo. Bastante me costó que cediera a hacerlo en la oficina de mi mentor. Yo tenía una llave y él un seminario. No había fallo. Sin embargo, Tamara, una científica tan brillante, sentía pánico. Lubricaba sólo en las palmas de las manos. Pues no, en la más cálida intimidad sí se mojaba, pero no gozaba. No conocía el orgasmo. Demasiada conciencia, imagino. Desde luego, ese era su problema. Mi problema, en cambio, era el axioma. Con ella se cumplía. Si es muy inteligente y nada perversa, aburre.

La miré a los ojos. Por unos segundos naufragué en su angustia. Y tuve que ayudarla.

- Chúpamela... -sugerí acariciando su nuca.

Casi me arranca un pedazo de piel con la cremallera. Me alivió su lengua tibia. Succionaba aún torpe, pero diferente. Su avidez demostraba una devoción desconocida. Me incliné para tocarla. Ella giró su cabeza y arqueó la cintura para dejarme llegar. Aparté la saya y las bragas. Me sorprendió la inusitada humedad, y le introduje varios dedos. Nuestros ritmos eran buenos, pero incoordinables. Lo percibimos al unísono. Nos soltamos. Y nos precipitamos sobre la mesa.

Medio que ella se acostó encima. Medio que yo la empujé sobre la superficie.

Me atrajo impaciente con las piernas. Quedé en pie, y la clavé sin concesiones.

Apreté con fuerza sus rodillas entre mis manos. Se desesperaba toda. También temblaban sus pantorrillas. La solté. Abrí sus piernas. Le metí dos dedos en la boca. Supuse que fue la mano de la vagina, pues los chupaba ansiosa. Apuré los restregones, aferrando entre la ropa a su pecho derecho. Cuando eyaculaba, la escuché desbordarse. Gemía sobre mis dedos.

No me fui hasta el otro día.


21 mar 2008

Vigilia



Anja llegó de madrugada. Se arrojó sobre mi pecho sollozando.

Su frágil cuerpo me despertó de un sueño erótico. Lógicamente tuve el reflejo de aprovechar las circunstancias. Se negó a usar la boca, pues quería hablarme.

– Esteban me besó a la fuerza –lloriqueó.

– ¿Cómo?

– El tenía cumpleaños y me invitó... –comenzó a explicar.

Me erguí en el lecho.

– ¿Cumpleaños? –pregunté, y me percaté de su aliento etílico.

– Sí, era hoy... ayer…

– ¿Fuiste sola?

– Habían otras gentes, pero se fueron poco a poco...

– Ya, y tú te quedaste para hacerle un regalito personal... ¿oral? –repuse.

– ¡No! Esteban me entretuvo, me dio bebida... –protestó–. De repente me empujó sobre la cama y se lanzó encima de mí...

– ¡Vaya! Y ahí te diste cuenta de que estabas sin bragas...

– ¡Estaba vestida! –se indignó–. Esteban me besó en la boca a la fuerza...

– ¿Y entonces?

– Me resistí, me solté y le grité –aclaró.

– ¿Y...?

– Fue muy desagradable...

– ¿Y él qué hizo?

– Me pidió disculpas... varias veces... dijo que perdió la cabeza... que me ama desesperadamente... y que tú sólo me usas...

– ¿Eso dijo? –quise confirmar, mientras la abrazaba para acostarla en la cama.

– Sí.

– ¿No pasó nada más? –inquirí, y le saqué de una vez el jean y las bragas hasta las rodillas.

– No, yo salí y vine para acá... –murmuró.

Levanté sus piernas aún enredadas en la ropa, coloqué abundante saliva en el glande, y se lo encajé.

Gimió.

Deposité sus piernas a un lado, y le fui sacando poco a poco, entre clavadas, todas las piezas.

– Yo soy tuya –aulló.

– Lo sé –rugí.


17 mar 2008

Selección Natural



Eran tres. Junto a la barra. Sus cabelleras ondeban cual bandera belga. Todas eran atractivas. Mas, evidentemente, la rubia del centro se creía el sol de aquel microuniverso.

¿Maniobra inicial? Obvio, un crucero. Me lancé. Pretendía rozar a la pelirroja del extremo, y soltarle algo de pasada. ¿Qué? Bueno, eso sale en el momento. Según el olor.

Primero me abrí camino con dificultad, pero luego conseguí tomar velocidad. Estaba casi llegando, cuando cambiaron de lugar. Una Alemania vertical invadió Belgica. La pelirroja se fue al centro con un objeto en la mano. Se lo mostraba a las otras.

Era tarde para retroceder. Choqué con la rubia. Me golpeó el perfume.

- Ese peluquero tuyo no te sabe apreciar -dije-. Cámbialo.

Me miró sorprendida. No atinó a contestar en el segundo y medio disponible.

A un metro, o dos, volví la vista atrás.

La rubia preguntó a sus amigas:

- ¿Qué fue eso?

La pelirroja se sacudió, molesta por la distracción, y levantó un poco más la cámara que sostenía entre las manos.

La morena volteó la cabeza y me miró. Sonreímos.

Era esa, pues.

La presunción de la una y el afán de la otra me regalaban su interés. Iba a ser divertido hacerla feliz ignorando a las otras. Y gratificante, además. Desde este ángulo se hacía claro quién poseía las mejores curvas.


13 mar 2008

Flor Marchita


Está acabada -pensé.

Igual me acerqué.

Desde lejos la había identificado. Nada menos que vendiendo salchichas en el merendero del parque.

El último cliente se apartó mordiendo su embutido. Ella levantó los ojos azules. Me reconoció. Mas no hizo ningún gesto amistoso.

Estoy acabado -pensé.

Me alejé unos pasos, y me dejé caer en una silla plástica.

Solté los inmundos guantes de jardinero, y roté la silla hacia el lado del césped. Por lo visto, estudiar, tanto para un inmigrante como para una proscrita, es un negocio sucio. Y a mí, encima, me faltaba el cantero más grande.

- ¿Cómo era tu nombre? -la escuché decir entre los roces de la taza sobre el platillo.

Había colocado un café frente a mí. Se sentó.

- Gracias por el café -dije sincero, y luego mentí-. Rigoberto.

- No, no era ese -me contradijo-. Era corto.

- No, no era corto -me indigné-. Ni era, ni es.

Me concedió, por un instante y con desgano, una sonrisa mustia. Nada que ver con la risa radiante del día de su boda. Tres años atrás ella era una rosa. Yo estaba allí. Entre los invitados del novio. Otro cubano.

Aquel tipo y yo no éramos lo que se dice amigos. No obstante, nos llevábamos bien. Su formato genético se parecía bastante al mío. Para las europeas seríamos incluso hermanos. El entró primero en la ciudad. De manera que a mi llegada fui blanco inmediato de la sed de aquellos pozos que él ya había vaciado. Y no eran pocos. El sujeto era un depredador. Semejante beneficio era apreciable, aunque por el carácter fortuito no hubiera gratitud.

Observé a la chica abiertamente. No había frescura en sus rasgos. Todavía sin arrugas, pero ajada. La ropa de camarera hacía el resto para devaluarla. Aún así resultaba un pedazo de hembra. Medio balcánica, medio germánica. Tanta mujer era la que había domesticado al empedernido cazador. Se casó con ella, y renunció voluntariamente a las otras presas.

- Hace poco fui a Cuba -murmuró.

- ¡Ah, qué bien! -respondí, disimulando mi asombro, y en lugar de un franco "¡No jodas!"

- Quizás nos casemos de nuevo... en algunos meses...

- Me alegra oir eso -aseguré, intentando un tono positivo.

Pero creo que a ella no le importaba mi tono. A mí, en realidad, tampoco. Algo más de un año tras las nupcias el esposo se había largado para su tierra natal. Definitivamente. Faltando dos semanas para defender la tesis. Fue como una autoflagelación migratoria. De nada sirvió que sus amigos y conocidos le sugiriéramos pensarlo. Que le pidiéramos no hacerlo. Que le ofreciéramos emborracharnos con él por turnos. Día tras día. Hasta la defensa del título. Para que después se fuera a donde le viniese en ganas. No aceptó. Como yo no era lo que se dice un amigo, no lo amarré, ni le quité la idea a trompadas. No, el hombre regresó a Cuba.

Y todo porque encontró a otro en su cama. A un camerunés.

Ella, en cambio, fue repudiada por su familia. No sólo por el camerunés, sino también por el ghanés que vino después, y por el guineano posterior. Y por el nigeriano, que nos vendía las tarjetas telefónicas infinitas. Y por el sierraleonés, aquel tronco de mandingo tan serio. Y por el otro camerunés, que jugaba fútbol con nosotros.

Se levantó de la mesa.

- Tengo que continuar trabajando -me dijo, y agregó algo bajito-. ¿Tienes algún plan para luego?

- No... -contesté, pero no pasé de ahí.

Ella esperó un segundo, y retornó al quiosco. Yo volví al cantero. Acabé de limpiarlo. Me marché antes de que cerraran el merendero.

La próxima vez que supe de ella fue algunas semanas o algunos meses después. Se suicidó. Metió la cabeza en el horno de gas. Dejó una larga y amarga carta para su familia.

Para el cubano o para los negros, ni una letra.

10 mar 2008

Mamita Llorona II



Apenas salió a la puerta supe que nos entenderíamos. Era bonita. Era informal. Y era una renegada. Bronceada de solario. Con el cabello castaño pálido teñido de negro carbonero. Las pestañas y las cejas igualmente. Tan sólo no había oscurecido los ojos. Eran verdes.

La cena fue algo que pretendía ser asiático. Había montado la mesa con velas y servilletas al centro del amplio loft que habitaba en el ático de una casa antigua. Estaba decorado en un estilo heterogéneo-exótico. Un sombrero vietnamita aquí, una máscara africana allá, un trapo de percal mexicano más acá. El incienso nos acompañó toda la velada.

Hablamos de mil cosas bebiendo vino barato búlgaro sentados en el suelo. Empezamos justo al lado de la mesa. Frente a frente. Con dos copas. Y acabamos recostados de la cama. Hombro con hombro. Compartiendo el pico de la botella.

Hacía calor, y la estufa antediluviana no se dejaba regular. Me despojé del pullover. E inmediatamente ella se quitó su suéter. No hay nada tan bello como la solidaridad. Yo tenía una camiseta debajo. Ella, sus erguidos pechos cónicos de areola cupular. Me fui de bruces sobre ambos. Sentí sus dedos acariciando mi cabeza. Luego descubrí sus ojos y su boca brillando húmedos, y decidí besarla también.

Se le salieron dos lágrimas cuando la penetré. Aunque, en realidad, fue ella misma quien se enristró, subiéndose suspirante sobre mí. Lo hizo con elegancia. Después arqueaba gratamente su cuerpo compacto entre sonidos parecidos a sollozos. Daba igual. A los conos, en cambio, con sus cúpulas convertidas en arietes, era imposible desestimarlos.

En algún momento percibí el crescendo. Quise mirarla a los ojos en cuanto sentí crisparse sus manos a la par que lanzaba aullidos roncos. No los abrió. Le corrían lágrimas por el rostro. Rugía tan hermosa. Se volvió imprescindible sostener firme su cuerpo. Le saqué el dedo del ano para agarrar su cintura con las dos manos. Su tono se hizo más agudo. Y vi emanar sus lágrimas. Fluían. Anegaban sus mejillas y sus pechos. Atrapé una gota sobre un pezón. Y, sí, tenía el simple y genuino sabor salado de las lágrimas.

Entonces abrió los ojos, y me dijo, aún convulsa, la única frase que recuerdo de ella:

- Yo soy así...


6 mar 2008

Mamita Llorona I



Sólo la vi una vez y no recuerdo su nombre. No obstante, creo que no la olvidaré. La conocí a través de Claudia, una amiga común. Me acordé hace poco de las dos. Clasificando papeles viejos para desechar o conservar, encontré la postal de despedida de Claudia. Era más bien escueta:

"Si tú no vas a volver, entonces devuélveme los 195 marcos que me debes. Besos. Claudia"

Es lo bueno de muchas alemanas. Van directo al grano. Me empaté, años después, con otra Claudia. Colombiana. Resultó ser todo lo contrario. Teatro, llanto, cuento, perreta... No es cierto que el nombre influye en la personalidad.

Claudia y yo fuimos compañeros de curso de postgrado. Después de un tiempo entramos en confianza. Cada día de semana que ella conseguía pasar sin fumar -fue esa mi condición- nos revolcábamos al salir del instituto. Por poco deja el vicio.

Una amiga íntima de Claudia emprendió una expedición ecológica al río Orinoco, y regresó enamorada de un nativo. No, no de un indio, sino de un guía. Mediaban los años 90, y Venezuela aún no era un país trágico. No me enteré de esa historia hasta el día en que Claudia se apareció con un par de cartas del amante venezolano de su amiga y me pidió que las tradujera.

No me entusiasmó la idea, pero mirando los suplicantes ojos azules de Claudia no me pude negar. Me llevé las cartas. Supuse que el tipo sabía de plantas, de navegación fluvial y de escalar montañas, mas no me quedó otro remedio que ser creativo en la traducción.

No fue desconsideración hacia el derecho de autor, ni mucho menos. Simplemente no logré asumir en alemán expresiones como:

"Ay que ganas tengo de clavarte mi mamita llorona."

La traducción literal carecería de toda la ternura implícita en la frase. De manera que la interpretación inversa de mi versión germana hubiera sido algo así:

"Me invade la nostalgia por la intimidad de tus lágrimas, amada mía."

Y por ahí el resto. Por cierto, la chica alemana contestaba en inglés, y el sujeto entendía o tenía traductor allá.

Durante cerca de un trimestre transcribí casi una carta por semana. Para alegría de las dos muchachas. Hasta que una mañana Claudia me dijo que su amiga se iba a Venezuela para juntarse con su guía ecologista. Era una decisión espontánea. Y ya lo tenía todo listo. Sin embargo, antes ella quería conocerme personalmente y agradecerme por mis pacientes traducciones. Me invitaba a cenar en su casa esa noche. Claudia me dio la dirección y se disculpó por no poder ir también debido a no sé qué compromiso.

[Continuará...]


4 mar 2008

Aliento & Alimento



- Claro que dudé, no es para menos. Fue muy fuerte tu invitación -me dijo alisándose el cabello.

Bebió un poco de agua e hizo ademán de agarrar otra vez la carta del restaurante.

- ¿Fuerte? -indagué afable-. Esto es tan sólo una cena: un asado, un vinito...

- Lo que sucede es que, no te olvides, éste es un país donde sólo existe el "sálvese quien pueda", y toda la gente es muy ventajera. Y aquel que no lo era, también se transformó. Por lo tanto, todos tratan de sacar ventajas de todo. Nadie da nada, nadie entrega algo de corazón, nadie hace gestos solidarios hoy en día. Y mucho menos un hombre, por ejemplo, te paga ni siquiera una gaseosa.

Recordé Buenos Aires, y asentí. Los tipos en los bares porteños se tomaban 3 horas para engullir una cerveza. Y al pasar las pibas, miraban hacia otro lado. Para no tener que invitarlas. No por maricas, no, pues a las mujeres acompañadas las examinaban tan indiscretamente que daban ganas de insultarlos. Desde luego, no lo hice. En definitiva, un argentino frustrado apenas va y se pajea, mientras que un árabe reprimido se consuela mucho más explosivamente. Por eso lo dejé así.

No sé por qué me había imaginado que en el interior sería diferente. Mas ahora en Santiago del Estero, probablemente la provincia más pobre de Argentina, me daba de bruces con lo mismo. Si bien los santiagueños no miraban tan descaradamente a las féminas del prójimo. Tal vez por ser tierra caliente, donde cualquier Martín te saca un fierro por un "quitame esas pajas, che" -supuse.

La miré a los ojos.

- Mi interpretación de tu gesto fue desde una visión netamente argentina: todos te quieren joder...

De cierta manera me sentí aludido, y no quise engañarla.

- Bueno, no soy mejor que los otros, te lo advierto -aclaré con algo parecido a una sonrisa.

- ¿Es que no me entendés? En los últimos años, cuando salí con algún hombre, nunca, jamás me pagaron ni un café. Estoy acostumbrada a pagarme todo yo.

No era tan fea, de verdad que no. Quise decírselo para animarla, mas me contuve. Ciertamente le sobraba una pizca de nariz, sí, pero estaba bien.

- Me sorprende el tono pesimista de tus palabras -le dije, y me sorprendí del tono de las mías-. Eres una mujer inteligente y hermosa, en el esplendor de la vida, respetada profesionalmente como psicóloga en el mejor hospital de la ciudad...

El camarero interrumpió con el vino. Brindamos por lo último que le había dicho.

- Gracias, Luis, no sabés el bien que me hacés. Me paso el día viendo casos terribles. Yo atiendo sobre todo oncología, ¿no te lo dije antes? Realmente ya casi me acostumbré. Y encima este desastre económico.

- ¿Te ha afectado mucho? -quise saber.

- Mirá, antes ganaba 900 dólares con la obra social pagada por el hospital junto a una serie de beneficios que ya no los tengo. Hoy, con la devaluación del peso, gano 250 dólares, y la mitad de la obra social la pago yo, porque de lo contrario tendría apenas la cobertura del Estado, que es como no tener nada. Así uno olvida, no valora lo que sí tiene, por ejemplo, la salud.

- Y la belleza, doctora -respondí afectuoso-. Lo mejor que tienes, lo que realmente cuenta, está en tu propia persona. En tu físico y en tu mente. Y eso no se ha devaluado ni un centavo, por el contrario.

- Gracias, de veras que ya no sabía lo que es... no me sentía tan bien desde hace años...

- Te prometo que te sentirás aún mejor, mucho mejor -añadí con sincera convicción tomando su mano.

No me molestó tener que soltarla para hacerle sitio a la carne. Ahora había tiempo, y teníamos hambre.


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