25 sept 2008

Nudismo

El cubano aprecia las tangas como el argentino los tangos. Por ellas, más que por el mar, frecuentaba las playas antillanas. Y una vez instalado en el centro de Europa asumí estoico la ausencia de playas porque, al menos en verano, había nudistas.

El primer día de la temporada allá me fui. El área nudista se encontraba junto a una antigua y enorme fosa minera inundada por la lluvia y por corrientes subterráneas. La arena parecía aserrín. Aserrín de piedra. Puse la toalla en el suelo, me quité la ropa y me acosté a observar el cielo y el agua. Ya venía en camiseta y en jeans sin calzoncillos para facilitar las cosas. En definitiva, igual andaba antes en La Habana por falta de ropa interior. O porque era un cochino, según una segunda opinión. Por entonces creía que entre unos calzoncillos desafortunados y nada lo segundo tenía más dignidad. Sobre todo al bajarse los pantalones. Todavía pienso lo mismo. Prefiero a una chica sin bragas que con un pañal de algodón.

A poco de estar allí llegaron dos rubias. Se detuvieron a dos metros de mí. Me taparon la visión del lago. No me quejé. En pocos segundos se despojaron de sus vestidos. Luego se echaron sobre sus vientres con las cabezas en dirección a la laguna. Doblé mi ropa una vez más para elevar mi improvisada almohada. La perspectiva era mucho mejor que las nubes o el estanque. Las ventajas del nudismo saltaban a la vista. Se me secó la lengua. Y tuve que acostarme bocabajo. Con la cabeza hacia el agua, por supuesto. Una rubia daba palmadas con las plantas de sus pies alzados desde las rodillas. La otra tensaba repetidamente sus largas piernas estiradas en una V inversa. Yo seguía el ritmo de las dos. Descubrí lo impráctico que puede ser un gato si no hay ponche. ¿Por qué no escarbé un orificio en el aserrín primero? Cuestionaba mi insensatez, cuando algo me golpeó levemente a un lado. Me costaba trabajo girar la cabeza. Sólo lo hice al percibir más emanaciones femeninas a mi diestra. Aún anclado, apoyé los codos y miré a estribor.

Había dos piernas torneadas y blancas allí. Y otras, algo más delgadas y bronceadas, detrás. Y un tercer par, muy rosadas, más abajo. Escuché risas. La de las piernas blancas se inclinó sobre mi espalda. Pero no por mí, sino por el balón en mis costillas. El largo cabello rojizo rozó mi hombro. Fue un movimiento tan lento que pude contar las pecas en su pecho derecho. Nueve. Aparte de aquel pezón obsesivo. Su dueña se irguió también. Y entonces me habló con un tono encantador:

- ¡Hola! ¿Quieres jugar voleibol?

21 sept 2008

Inoportuno



El viejo llavín cedió de mala gana. Estuve especialmente torpe porque también sostenía la recia chaqueta de cuero en la otra mano. Me la había quitado para escalar los cinco pisos sin ascensor en el vetusto edificio. Sólo al tercer intento recordé el truco de presionar hacia arriba. En un par de meses se olvidan muchas cosas. El instinto, en cambio, es más fiel que la memoria. Tan pronto entré, percibí que había algo diferente. Cerré la puerta, y colgué la chaqueta en el recibidor. Junto a un sobretodo masculino. La intuición chocó con la evidencia. De haberlo sabido podía haberme ahorrado el viaje. Pero ya estaba aquí. Y debían haberme escuchado.

Le eché un rápido vistazo al sobretodo. No era muy grande. ¿Quién dice que la premeditación y la espontaneidad son antagónicas? Me desabroché un poco la camisa, y me dirigí con paso firme hacia el dormitorio.

Cuando moví el picaporte, el tipo se había puesto en pie e intentaba entrar en sus calzoncillos sin soltar el resto de la ropa. Empujé la puerta abierta con fuerza. Golpeó contra la pared. El sujeto perdió el equilibrio y se tuvo que sentar en la cama para no caer.

- ¡Levántate! –bramé.

Se incorporó cubriéndose con la ropa. Parecía un funcionario del gobierno, o algo así.

- Yo… realmente no sabía… –balbuceó.

- Son trescientos –le espeté avanzando sobre su desnudez.

- ¿Qué…? –preguntó atolondrado.

- Es lo que cuesta esta vagabunda –exclamé-. Pero, si no puedes pagar, resolveremos de otra manera.

Hurgó entre sus trapos buscando la billetera. No estuvo errado el cálculo. Tenía los trescientos marcos. Le sobró poco. Me los tendió con mano insegura. Pero no temblaba. Al parecer, iba ganando alguna confianza al asumirse, de cierta manera, consumidor.

Agarré el dinero.

- Sal de mi casa –lo conminé, mientras contaba los billetes.

Dudó un instante mirando su bulto indumentario.

- Vístete afuera –añadí apartándome-. ¿O quieres que te ayude a salir?

Se escurrió como una exhalación.

- ¡Y cierra la puerta al salir! –le grité.

Tiró la puerta. Con excesiva virilidad para mi gusto.



Guardé el dinero y observé a Katja. Se recostaba de la cabecera de la cama. La sábana apenas la cubría hasta la cintura. Involuntariamente me quedé enganchado en sus tetas rosadas. Me distrajo su voz.

- ¿Por qué serás tan hijoputa?

- ¿Qué? –me indigné-. ¡No pretenderás que comparta mi cama y mi mujer con un pelafustán!

- Esta no es tu cama, y yo no soy tu mujer –me corrigió.

- Eso lo veremos –rebatí tirando del extremo de la sábana.

Aguantó su cobertura con bastante energía.

- No soy tu mujer –dijo-. Simplemente cometí el error de dejarte una llave de mi apartamento.

- ¿Y por qué ibas a quitármela? Tú y yo nunca terminamos… -alegué sentándome en el borde del lecho, al alcance de sus protuberancias.

- ¿Terminar qué? –adujo con un raro cinismo que sonaba a reproche-. ¿Cuántos meses llevas en Francia? Y cuando estás cerca, ¿cuántas veces te veo? ¡Mejor lárgate... y devuélveme la llave!

Hirió mi amor propio.

- ¿Conque no hay nada entre nosotros? –repuse-. OK, comprobémoslo. Si mi cepillo de dientes y mi desodorante no están en el baño, me iré a un hotel.

- Pensaba arrojarlos a la basura cualquier día de estos –murmuró.

- Bueno, pues me iré al hotel –sentencié-. En definitiva, tengo con qué pagarlo –agregué palpándome el bolsillo.

Hubo un segundo de silencio. Luego ella hizo una mueca y dijo:

- Todavía no lo puedo creer…

- ¿Qué, que yo esté de vuelta? –indagué sonriendo.

- Que le hayas cobrado por mí a ese idiota… y que ese idiota te haya pagado… -aclaró más para sí que para mí.

- ¿Dónde lo recogiste? –quise saber-. ¿En la calle?

Adiviné su deseo de arrojarme una almohada o golpearme. No lo hizo. Sabía que entonces me quedaría con su almohada, con sus manos, con sus tetas y con ella toda.

- Es un colega del instituto –rezongó negando con la cabeza, indecisa entre la queja y el lamento.

- Bien, entonces te lo encontrarás nuevamente, no lo perdiste por mi culpa –declaré con burdo alivio.

Intentó odiarme, mas le faltó convicción para lograrlo.

- Dime una cosa, ¿usáis condón? –pregunté para cambiar de tema.

- Claro, yo me sé cuidar, animal –protestó-. Y, además, eso no es de tu incumbencia.

- Precisamente -refuté-, no lo decía por ti, sino por mí.

Antes de que me pudiera replicar nuevamente, me levanté y, en tanto ella me contemplaba sorprendida, caminé alrededor escudriñando. Sobre la cama, en la mesilla, por el piso. No vi nada parecido a un preservativo. Volví a sentarme en el mismo sitio.

- Déjame adivinar, ¿el tipo se lo tragó cuando me escuchó llegar? -dije.

Sonrió. Meneó la cabeza, y respondió:

- Hoy no habíamos llegado tan lejos.

- Lo siento… -confesé-. Si lo hubiera sabido… Oye, él no se estará pajeando ahora en la escalera, ¿verdad?

No intentó mover la cabeza para reprimir la sonrisa.

- No lo creo, tampoco eres tan atractivo como para eso –contestó regodeándose en el fustazo.

Esa tendría consecuencias. Katja lo sabía. La miré a los ojos.

- Te doy 300 marcos si me dejas quedarme contigo esta noche –propuse.

- ¡Cerdo! –me injurió y agarró la almohada a su derecha.

Cuando la soltó, yo estaba entre sus pechos y la almohada. Su brazó derecho se cerró sobre mi hombro izquierdo. Hasta el día siguiente no vi donde cayó la almohada. Justo al lado de la cama.


9 sept 2008

Rivalidad

El ventilador retorcía el aire caliente. No conseguía dormir. Ya iban dos noches idénticas en las tierras bajas del interior. Aparté el brazo inerte de Magaly, y me incorporé en la cama. Por la pequeña ventana trasera escuché a su prima moviéndose en el catre. Estábamos en su habitación, y ella maldormía en el cuarto de estudio. Abrí la puerta con cuidado. Fui hasta la sala, y me subí en la mecedora más grande. La madera resultaba más fresca.

Podía vislumbrar toda la casa. Aún en la semipenumbra distinguí a Cristo sufriendo en su óleo. Cada cual se deshidrata a su manera. Estuve unos minutos ahí, sereno y en ropa interior. Me distrajo el sonido de una puerta. Andrea abandonaba el estudio. Levantó la cabeza en mi dirección poco antes de entrar en el cuarto principal. Iba, pues, al baño. La nena de la casa podría despertar a sus padres, pero no usaría el baño común en el patio. Dejó la puerta entrejunta.

Durante todo el día Andrea me había cazado la mirada. Su risa acompañó cada cosa que dije. Disputó con Magaly mi atención en cualquier circunstancia. Tuve que ayudarla una y otra vez durante el paseo por la reserva ecológica. Al final me arrastró a comprarle otro helado, mientras el resto de la tropa se marchaba al estacionamiento. Y se quedó a disfrutarlo conmigo. Recostados en el muro de la cafetería a la distancia perfecta, visible y suficiente, de los pacientes amigos y parientes. No miré hacia los automóviles en ningún momento. No para eludir el rostro, seguramente irritado, de Magaly. Simplemente no quería perderme un instante de la prima degustando su helado, sin apuro y para mí. Luego nos acercamos riendo de algún chiste inmemorable. Y vi a Magaly dudando de su idea. La idea de venir hasta acá para lucirse ante la prima.

Salté del balance. Me senté en la silla del pasillo. Justo a medio camino entre el dormitorio principal y el segundo cuarto. Andrea no demoró. Al salir miró hacia la mecedora. Giró sobre sus talones, y se estremeció. Igual avanzó por el corredor, si bien no me enfocó directamente. Atrapé su mano cuando estuvo a mi altura. La atraje. Cayo dócil sobre mí. Quise asegurar su silencio con mi boca, pero sobraba la cautela: me dio su lengua. Los besos con ganas son largos y se sienten cortos. Es el efecto de la ansiedad. Seguí el rastro húmedo. Por su cuello y entre sus muslos. La ausencia de bragas era un beneficio. El lugar, no. Con cierta dificultad nos dirigimos al patio. Sólo solté su boca para quitar el también duro pestillo de la puerta del fondo. El ruido que hizó al ceder apenas sobrepasó los ronquidos de la abuela en el último cuarto.

Nos metimos en la caseta de la ducha. La levanté mientras se sacaba la bata. Se colocó a horcajadas. Con facilidad, como en corcel propio. Sudamos más. Mis ganas de tocarla eran mayores que la voluntad de sostenerla. La solté. Tuvo que bajarse. La aplasté contra la pared. De un lado, y del otro. Sus piernas temblaban. Se aferraba al tubo del agua. Eramos líquidos. Cuando me aparté, se deslizó y cayó sentada. Sus piernas la traicionaban. Me arrodillé. La besé otra vez. Recogí nuestras pocas piezas del suelo. Tragué aire cerca de su aliento, y levanté su cuerpo en vilo. La llevé al estudio con el escaso bulto de ropa sobre su vientre. Ella no dijo nada. Respiraba. Nos atoramos en su catre. Moviendo labios y lenguas sin hablar. Tras una eternidad demasiado rápida decidí regresar.

Me senté en la cama. Unos minutos después sentí la mano de Magaly en mi espalda. Percibí que había dejado la camiseta en el estudio. La alarma, sin embargo, vino con el tono de la voz que preguntaba:

- ¿Oye, pero tú por qué estás tan mojado?

Desde luego, había más salidas, pero la distracción siempre es la más atractiva.

- ¿Acaso tú no te mojas con este calor? -inquirí.

- Yo no... no así... -contestó, y no había letargo alguno entre las sílabas.

Miré hacia atrás de reojo. Magaly yacía de lado, mal cubierta apenas por una camisola, con la cabeza levantada y el codo apoyado en la almohada.

- No te creo, voy a ver si es verdad -anuncié ágil, subí al lecho y la volteé de un golpe alzando sus caderas.

Como siempre, desconectó todo lo que no fuera una función vital al sentirme en su clítoris. Recuperó luego una parte del raciocinio, mientras me incorporaba y acomodaba tras ella.

- ¿No vas a cerrar la ventana...? -masculló en tanto la penetraba.

Respondí con la pelvis. En clave morse rítmica. Pero sin saber lo que le decía. Tampoco importaba. Obviamente, ella deseaba que su prima estuviera mirando. Y lo estaba. La camiseta enrollada me dio en la espalda.

El siguiente fue un día feliz. Pese al cansancio. Nos lo pasamos en la piscina de un club social. Magaly me besaba con frecuencia. Andrea, en cada furtiva oportunidad. No hubo asperezas entre las primas. Ambas sonreían convencidas de la propia victoria. Y yo, humildemente, me alegraba por las dos.

4 sept 2008

Señales


Los hombres no saben interpretar las señales corporales femeninas. Así reza un consabido cliché. Y es cierto. Para la mayoría de los caballeros, en todo caso.

Se trata de una deficiencia que conduce a continuos malentendidos, que a su vez pueden desembocar en una bofetada o en un tribunal. No pretendo reparar ese defecto de mis congéneres, pero tal vez pueda ilustrar un poco la situación, y contribuir así a una mayor prudencia en el prójimo. Aclaro que no soy un profesional de los signos, pero más de tres décadas de atenta observación de las féminas me aportaron cierta pericia, que me ha permitido evitar muchas equivocaciones. Sobre todo últimamente.

La principal regla que el gentil varón debe seguir ante una aparición femenina es muy simple: La primera impresión es falsa. Sea cual sea. A menos que el sujeto sepa descifrar las señas. Veámoslo mejor con un ejemplo. Si en una playa Ud. se encuentra con esas dos lindas muchachas de la imagen superior, seguramente dirigirá su atención, sus pasos y sus palabras hacia aquella de la izquierda. Probablemente, de 10 individuos 11 se comportarían así. Pero en ese caso, amigo mío, Ud. está cometiendo un craso error: No ha reconocido las señales.

¿Cuáles? Se las mostraré.

Comencemos por la bella beduina del burkini azul.
[Pinchar en la imagen para agrandarla.]

¿Acaso ve mejor ahora? Su sonrisa es súmamente acogedora. Y su mirada causaría la envidia de las seductoras huríes del profeta. El alma se le endurece a cualquiera que se zambulla en esos ojos. O sea, el arma. Luego, la posición de su cabecita, esa leve rotación e inclinación, es un convite atrevido que parece decir: “¡Mójame, Mohamed!” (“Salpícame” –para quienes vieron una redundancia.) Sin embargo, las manos en la cintura exceden nuestras mayores expectativas. Esos dedos abiertos y arqueados nos indican que la camellita lo mismo quiere dar que agarrar. El que no lo vea, sencillamente no se la merece. Y por último, ahí tenemos el pie zalameramente levantado y con los dedos contraídos, la predisposición total para la algazara prenupcial.

Por el otro lado tenemos a la joven nórdica en su bikini negro. (Marca WickedWeasel –los recomiendo.)
[Pinchar en la imagen para agrandarla.]

¿Puede ver las señales? El rictus de su boca amaga un inicio de sonrisa, pero no logra ocultar la dureza de su carácter. La mirada fija es francamente hostil, casi amenazadora. Sus brazos cruzados indican que no tiene la menor voluntad de contacto. Y los puños cerrados dicen claramente que aproximarse a ella es peligroso. Encima, la postura adelantada y abierta de su pierna derecha nos reta directamente. Esos signos nos espetan: “¡Tú, atrévete a venir, y te humillaré!”

Entonces, amigo lector, ha comprendido su error de selección. Nunca ignore las señales. Así que, volviendo a la situación inicial, vaya Ud. por la chica de azul. A la otra desdéñela. Déjela para los que tenemos experiencia y podemos lidiar con los signos.


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