No tenés más coyunda que el tiempo;
cuanti más tiempo pase, tendrás más ricuerdos.
-Alfredo Zitarrosa, 1966
I
Recuperaba la conciencia lentamente. Ante sí veía una imagen nebulosa. Sin embargo, algo comprendió Rodrigo Altamirano tras unos instantes: que yacía en el suelo. Y de inmediato supo por qué. Eso le trajo de vuelta el dolor. Y enseguida se borraron las nubes de su vista. El cielo era azul allá en lo alto. La noción de la distancia despertó los oídos del soldado, en tanto asimilaba que la lucha había terminado. No había alaridos, ni imprecaciones, ni el inequívoco sonido de golpes y tajos sobre la carne. En cambio, escuchó el sobrio ajetreo con el que se despoja a los muertos. Con algún esfuerzo giró la barbilla hacia su hombro izquierdo, y bajo la vista. Así pudo ver que a su alrededor se encontraban otros cuerpos. Todos cristianos. La mayoría ya sin más prenda que un jubón. También Rodrigo. La posición le produjo un aguijón de pena. Un vapor de lágrimas cubrió sus ojos. No obstante, pudo observar aún que de su costado izquierdo -allí donde la camisola era bermeja- afloraba, cual tallo partido, una flecha. Quiso llevar su mano derecha hasta la herida, pero no pudo. Tampoco consiguió mover las piernas. Fue ahí que se percató de que el dolor no provenía de su torso, tan insensible como sus extremidades. No, el dolor salía de la nuca, o de la parte posterior del cuello. Notó, además, que ya no portaba yelmo. La humedad bajo su cabeza debía ser su propia sangre. Entonces recordó que en el combate trató de esquivar la macana de un nativo, mientras le sujetaban otros cuatro. Maldijo la obsesión de los indígenas por atrapar vivo al contrincante. E intuyó que lo habían dado por muerto, inútil para otros menesteres. Si su cuerpo hubiera estado sano, habría sentido un escalofrío de pánico recorrer su espalda. Empero, en su postrada condición apenas le tembló la mandíbula y vomitó breve de miedo.
Después, más sereno, Rodrigo trató de pensar en otra cosa. El sabor de la bilis cedió su lugar a una enorme sed. Sintió que le ardía la garganta. Y su mente voló hasta el aljibe de Cáceres, su villa natal. El agua sabía un poco amarga, como las bocas de las leonesas de San Mateo. Por ellas Rodrigo osaba subir desde la castellana Santa María hacia el barrio de los leoneses. Hasta que preñó a una y le prometieron mucho más que otra zurra. En Sevilla abordó un bajel rumbo a Las Indias. Y el Nuevo Mundo, con su inverosímil efecto en los hombres audaces, cambió su vida para siempre. De repente, Rodrigo Altamirano se resignó. Se consintió a sí mismo la inminencia de la muerte. Captó como se distendía su ánimo y como se volvía a nublar su vista. Cerró los ojos como un último acto de voluntad. Y ya no percibió a los tres indios que se acercaban.
II
- ¿Es éste pues? –preguntó uno de los salvajes, particularmente pintarrajeado para la guerra.
- Es él, sí… –contestó el más joven, que se mostraba sobrecogido, como si aquel cuerpo inerme representase un peligro.
- Ese demonio blanco le arrancó las semillas a mi hijo –masculló el tercero, más viejo que los otros dos-, no más que por puro regocijo.
- Lástima que esté muerto –sentenció con autoridad el cacique pintado, inclinado sobre el hispano-. Nos comeremos su carne esta noche, así su alma no podrá ir al paraíso de los guerreros.
Luego el jefe se irguió y colocó una mano manchada de sangre sobre el joven.
- Pero antes tú lo desollarás -añadió compasivo-. ¡Bailarás esta noche vestido con la piel de tu enemigo!
III
La fina punta de obsidiana abrió en un largo corte la piel desnuda del conquistador desde el cuello hasta las vergüenzas. Pero fue la sacudida con el primer jalón del cuero lo que despertó a Rodrigo Altamirano.
Los pelos de punta...
ResponderEliminar