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11 mar 2009

El Protector De Los Cerdos XXVII

De quitar orejas y donar jubones en Semana Santa

El Domingo de Ramos de 1519 la Santa Compañía abandonó Potonchán. La partida fue precedida de una procesión. Durante las semanas disfrutando de la hospitalidad de Tabasco los castellanos destruyeron todos los ídolos nativos y colocaron cruces de madera en cada templo. También se realizaron algunos bautizos, sobre todo de indias. Al elegante desfile de ese domingo se le unió un considerable número de indígenas. No obstante, los españoles rechazaron la oferta maya de cargar con la litera de la virgen. Los chontales quedaron desconcertados. Hasta ese momento los conquistadores habían reclamado sus servicios para cada labor que requiriese algún esfuerzo.

El Jueves Santo la flota alcanzó la isla de San Juan de Ulúa –así bautizada por Grijalva–, frente al cacicazgo totonaca de Chalchicueyacan. Algunos totonacas se acercaron en dos canoas. Ni Aguilar ni Marina consiguieron entenderse con ellos. Cortés le ordenó a Bernardino, un sirviente taíno cubano, que lo intentara. Tampoco resultó. Saturnino, el criado caribe manso de Velázquez de León, fracasó igualmente. También era un poco gago, pero no fue por eso.

- Estos puñeteros indios hablan otra maldita lengua –sentenció Alonso Hernández Portocarrero.

- Entregadles algunas cuentas de cristales coloridos –ordenó generoso Hernán Cortés-. Y a ese que sonríe tanto dadle una cuchara o algo.

- ¿A cuál dice vuestra excelencia? –inquirió su criado Diego de Coria.

- Aquel cabezón con las orejas pintadas de verde –acudió en ayuda don Alonso.

El cordial nativo recibió un jarro y una cuchara.

Algunas horas más tarde se presentaron otros indios en cuatro canoas grandes. Vestían mucho mejor. Es decir, llevaban mejores plumas y tenían los rostros mejor coloreados. También eran más esbeltos y de rasgos más aguileños. Doña Marina los reconoció como aztecas inmediatamente. Se trataba de servidores del quintalbor[54] mexica, residente en la no muy lejana Cuetlaxtlan. Hablaron con doña Marina. Así se supo que en aquellos días tenía lugar una transición administrativa. Tendile, el nuevo recaudador, y Pitópel, el administrador saliente, no se habían puesto de acuerdo sobre quién debía visitar a los forasteros[55].

Los emisarios aztecas aclararon que tenían instrucciones de indagar qué querían los hispanos. Uno de ellos mostró ostentoso una cuchara y un jarro con un par de orejas verdes en su interior. Era evidente que los agentes mexicas se tomaban muy en serio su trabajo en tierras totonacas. Con ayuda de don Gerónimo y doña Marina, Cortés les hizo saber que había venido en son de paz y amistad como embajador de su rey, que tenía muchas cosas importantes que contar al quintalbor, y que pronto bajaría a tierra por ese motivo.

Varios aztecas subieron a bordo de la nave de Cortés y solicitaron un poco de vino para Pitópel, que aún recordaba gratamente el licor obsequiado por Grijalva un año atrás. Cortés les entregó una jícara de vino para el viejo quintalbor, y también ofreció bebida a los agentes. La contentura no tardó en apoderarse de los mexicas.

- Tendile es un débil –reveló con manifiesto desprecio uno de ellos-. No ha podido deshacerse todavía del viejo Pitópel.

Cuando se le acabó su licor, el indio que bebía en el jarro con las orejas totonacas sacó una oreja y comenzó a chuparla. Eso provocó cierta hilaridad entre los castellanos.

- Por el amor de Dios, vuestras mercedes, que le den más vino a ese salvaje –sugirió fray Cabezuela.

- Esperad… Veamos si también se la come… -pidió Portocarrero, que sostenía la pinta de licor.

Mas, a una señal del caudillo, el metellinense se aproximó con el vino. Luego de llenarle el jarro, le indicó al azteca por señas que mojara la oreja en el vino y se la volviera a chupar. Y así lo hizo el indio para regocijo de los cristianos.

El Viernes Santo, ante la ausencia de respuesta azteca, el generalísimo decidió desembarcar. Llevó consigo a doscientos castellanos y a numerosos taínos, así como seis caballos, una docena de perros y cuatro piezas de artillería bajo la responsabilidad de Francisco Mesa, artillero mayor de la Santa Compañía y veterano de Italia. El lugar donde tomaron tierra era una playa saturada de altas dunas. Cortés se reservó el derecho de ser el primero en desembarcar. Saltó de la barca con vigoroso ánimo. Y cayó en una oquedad del irregular suelo marino, que se lo tragó hasta el cuello.

- ¡Esta nueva y rica tierra nos engulle ávida cual…! –improvisaba solemne el caudillo cuando la quilla del bote lo golpeó en el casco, obligándolo a tragar agua.

El generalísimo blasfemó y, desistiendo de más ceremonias, ordenó a sus hombres que lo sacaran del atolladero.

Mientras colocaban a secar las vestiduras del caudillo y se establecía un campamento con perímetro defensivo en las dunas, aparecieron varias largas canoas llenas de amables totonacas. Esta vez traían un traductor que dominaba el náhuatl. La comunicación fue perfecta. El oficial indio hablaba en totonaca con su traductor, éste se dirigía en náhuatl a doña Marina, quien se comunicaba en maya con don Gerónimo, que finalmente traducía al castellano para Cortés.

Los totonacas manifestaron su simpatía por los visitantes mediante presentes. Traían comida: pavos, pescados, tortillas y frijoles, varios mantos de algodón y algunas piezas de orfebrería. Se quejaron de los abusos aztecas, para lo cual mostraron a un indio recientemente desorejado y privado de sus pertenencias por los insaciables invasores occidentales. Cortés ordenó reponerle el jarro y la cuchara al infeliz, y compensarle las orejas cercenadas con una boina verde. Al oficial totonaca le gustó la gorra e hizo ademán de querer quedársela para sí. El caudillo, que realmente se apiadaba del desorejado, destinó entonces otra boina, roja y con una borla en la parte superior, para el oficial nativo. El indio quedó encantado. Don Hernando añadió regalos para ser entregados al cacique de Chalchicueyacan: dos jubones, dos calzones, dos camisolas y dos cinturones.

Los indios preguntaron por algunos hombres de Grijalva, especialmente por Benito el panderetero. Benito estaba castigado por hurto de vino, pero Cortés lo amnistió inmediatamente y lo mandó a buscar. Los totonacas instaron a Benito a bailar con ellos como el año anterior. El castellano se hizo de rogar, y reclamó vino de Cortés para poder danzar.

- Es un maldito borracho, vuestra merced –advirtió Sandoval.

Mas el caudillo le concedió el pedido. Para deleite de los nativos Benito hizo gala de toda su extravagancia europea bailando ritmos exóticos. Los totonacas lloraban de la risa. Algunos se revolcaban de tal manera en la arena, que los hispanos llegaron a creer que morirían sofocados. Fue una falsa alarma, los aborígenes se retiraron contentos y sin bajas.

El Sábado de Gloria arribaron los aztecas. Eran muy numerosos y venían encabezados por Cuitlalpítoc, un esclavo personal de Tendile que enseguida fue renombrado más cristianamente como Pitalpitoque. Enterarse de su rango resultó una decepción para Cortés, que había preparado un bello discurso. Sin embargo, Pitalpitoque era portador de varias hermosas joyas y de una enorme cantidad de alimentos, suficientes para el sustento de toda la Santa Compañía durante una semana. El caudillo se vio obligado a reciprocar tal gentileza desprendiéndose de algunos jubones y de diversos utensilios. Don Amador de Lares contabilizó dichos bienes, y de paso informó al caudillo de que Simón Pérez Rabí estaba sacándoles las joyas personales a los mexicas a cambio de baratijas.

- El marrano ya tiene una bolsa llena de aretes y argollas de oro –susurró el contador.

- ¡La puta que lo parió! –estalló Cortés, e inmediatamente prohibió a sus expedicionarios cualquier comercio con los indígenas por cuenta propia.

Luego dispuso que se colocase una mesa junto a la entrada del campamento, donde los nativos podrían hacer trueques exclusivamente con un representante de Cortés. Toda actividad comercial independiente fue declarada ilegal. Sería punida con severos castigos. Pérez Rabí solamente recibiría cincuenta azotes. Por ser su delito anterior a la ley podría quedarse con nariz y orejas. El converso negoció su castigo y consiguió rebajarlo a diez azotes a cambio de entregar la parte del oro que había logrado ocultar antes de que se lo decomisaran. El resto de la pena le fue conmutado cuando se ofreció para trabajar en la mesa comercial de Cortés.

Durante días totonacas y aztecas desfilaron individualmente frente a esa mesa.

La Mesa de Cortés sentó la cátedra comercial iberoamericana que dominaría los próximos cinco siglos.

El Domingo de Resurrección llegaron Tendile y Pitópel con muchos guerreros aztecas engalanados, aunque sin armas. Tendile dijo que sabía del valor de Cortés y de su victoria sobre los chontales. Su señor Moctezuma también conocía esos hechos y le enviaba grandes regalos en señal de amistad. Seguidamente le ofreció algo amarillo y sanguinolento a Cortés.

La traducción inicial de doña Marina y don Gerónimo tuvo que ser corregida para el enojado caudillo.

- Perdón, vuestra excelencia, no es sangre con su propia paja, sino paja con su propia sangre...

- ¡Igual no la quiero!

Sin inmutarse, Tendile pasó a la siguiente muestra de respeto hacia Cortés: Comer tierra. El quintalbor, su antecesor Pinótel, el esclavo Pitalpitoque y el resto del séquito azteca se mojaron el dedo índice en la lengua para tocar primero el suelo y luego los labios. Como colofón los mexicas hicieron entrega al conquistador de diversas joyas de oro, numerosas ropas de algodón, plumas y comida.

Por su parte, Cortés sacó un blusón de seda para Tendile. A eso sumó un collarcillo de cuentas de cristal, un banquillo con entalladuras de marquetería y una gorra carmesí con una medallita de oro con Sant Jordi pinchando al dragón. Nunca se la había puesto. De hecho no le parecía que fuera propio de un hidalgo usar prendas de catalanes. Al parecer, a Tendile le parecía lo mismo, pues le dijo a un esclavo que metiese aquellas cuatro porquerías en un saco y se las llevase.

Tendile destinó dos mil servidores aztecas para los cristianos. Acamparían en las inmediaciones a las órdenes de Pitalpitoque. Debían proveer comida y construir un centenar de chozas para la Santa Compañía, puesto que se avecinaba la temporada de las lluvias. El quintalbor también afirmó que armarían cabañas adicionales si el resto de los hombres de Cortés desembarcaba. Un tercio de los sirvientes eran espías. El resto, guerreros.

Fray Cabezuela sugirió al caudillo lo conveniente de celebrar una misa en esa hora. Cortés concordó. Clavaron una cruz en la arena y se arrodillaron alrededor mientras fray Olmedo oficiaba. Cantaron el rosario bastante bien. Tendile fue testigo.

Una vez acabado el rito, Tendile ofreció a Cortés traerle algunos tótems desde Cuetlaxtlan. Dijo que se verían más bonitos que aquellos dos palos cruzados. Especialmente uno del dios Tlaltecuhtli, que tenía forma de un sapo grande tragándose al sol y que habían pintado hacía poco con sangre fresca. La generosa oferta fue declinada con delicadeza.

Cortés y su estado mayor cenaron en compañía de Tendile y Pitópel. A Pitalpitoque le permitieron estar presente. El caudillo afirmó ser embajador de Carlos I, el rey más poderoso del mundo, y que tenía un mensaje para el rey de Tendile. Preguntó cuándo sería posible visitar a Moctezuma. Tendile dijo que su soberano era igualmente poderoso, que enviaría un emisario con la solicitud de audiencia de Cortés, y que luego informaría sobre la voluntad imperial. El conquistador quiso saber, además, sobre el aspecto físico del monarca azteca. Tendile declaró que Moctezuma no era ni joven ni viejo, ni gordo ni escuálido, ni feo ni bello; pero sí olía mejor que los embajadores de Carlos I, al menos en las temporadas sin sacrificios.

Para los castellanos ya era la hora del espectáculo y la intimidación. Comenzaron con un pequeño desfile a la luz de numerosas antorchas. Seguidamente escenificaron una batalla para hacer chocar los metales de espadas y lanzas. Un taíno salió mal herido por un descuido de Juan Escudero. Luego el propietario del indio diría que aquello fue intencional por parte de Escudero, pues se le debía dinero. Los aztecas aclamaban emocionados cuando sonó la primera salva de bombarda. Todos ellos se arrojaron al suelo llenos de pavor.

- ¡Joder, estos aztecas sí que exageran en lo de comer tierra! –aseguró Sandoval.

Apenas se incorporaron los mexicas, salió Pedro de Alvarado con una escuadrilla de jinetes a todo galope por la playa. Los equinos estaban dotados de múltiples cascabeles en las crines y en la cola. Tendile no cabía de admiración. Mandó a traer la gorra carmesí de San Jorge y se la puso.

- ¿Vuestro señor Moctezuma posee oro? –inquirió Cortés.

- ¿Por qué preguntáis por oro? No es tan importante –comentó Tendile.

- Para nosotros sí –afirmó el caudillo-. El oro es medicina para el corazón, y muchos de mis hombres padecen del corazón.

- Entonces Moctezuma se alegrará de poder ayudaros, al huey tlatoani[56] le sobra el oro –declaró el quintalbor, haciendo muy necio favor a su príncipe.



[54] El quintalbor era el recaudador de impuestos del imperio azteca. El sistema tributario mexicano colocaba tal administrador en cada provincia conquistada. Era apoyado por unidades militares y estaba en continuo contacto con la metrópoli. El quintalbor vigilaba, cobraba y reprimía. Pero, mientras fluyeran los tributos, las jerarquías tribales autóctonas permanecían intactas.

[55] Sus nombres en náhuatl eran Tentlitl y Pinótl, mas los castellanos no consiguieron pronunciarlos y los convirtieron rápidamente en Tendile y Pitópel.

[56] Cacique supremo en náhuatl, aunque una traducción literal sería “vocero supremo”, lo que explica por qué Mahchimaleh, el primogénito de Moctezuma I, nunca pudo acceder al trono de Tenochtitlan. Era mudo.

13 feb 2009

El Protector De Los Cerdos XXVI

La dicha india Marina

Una semana después de la batalla de Centla los nativos habían regresado a Potonchán y atendían debidamente a sus huéspedes hispanos. El caudillo había dispuesto que la Santa Compañía descansara algunas semanas en la ciudad hasta que los heridos se recuperasen.

- Fue una sabia decisión de vuestra merced –convino fray Cabezuela-. De esa manera las noticias de vuestras victorias y de vuestro poderío se adelantan por toda la costa y tierra adentro para vuestro favor.

Hernán Cortés sonrío. No había pensado en eso, pero le pareció excelente. Alrededor de la rústica mesa en el patio de la residencia de Tabasco se reunían oficiales y frailes. Dos grandes pavos asados y abundantes tortillas de maíz acompañaban al vino de Jerez.

- Padre Simón, de momento no tengo más indias para daros una –declaró con cierta pena el caudillo-. Mas os aseguro que estáis en mi lista de acreedores.

- No es necesario, vuesencia…

- Por cierto, don Hernando –intervino Portocarrero–, aquella india que me habéis entregado es un verdadero portento.

- ¿Por sus fueros o por sus fuegos? –preguntó uno de los hermanos Alvarado, que se parecían más entre sí cuando bebían.

- Esta india Marina tiene una cualidad muy especial… -continuó don Alonso sin apuro.

El interés se hizo general. Una suave brisa vespertina acariciaba las barbas castellanas, y las no menos hispanas tonsuras.

- Como os digo, no he visto nada igual…

- Joder, don Alonso, ya estoy medio cachondo, ¿qué tiene la dicha india Marina? –exclamó Gonzalo Sandoval.

- Pues resulta algo muy gratificante… -prosiguió el aludido.

- Don Alonso, sois un retablo de atajos. ¡Soltad la lengua de una vez! –ordenó el caudillo.

- Precisamente, vuestra merced, esta india Marina, cuando la tomo a lo cristiano, gime en una lengua; y cuando la asalto por atrás a lo pagano, chilla en otro idioma –explicó don Alonso.

- ¡Hostias! –soltó Sandoval frotándose la barbilla.

- ¡Válgame la virgen! –clamó fray Díaz persignándose.

- ¡Qué ri…ri…ri…cura! –articuló el gago capitán Velázquez de León.

Otras frases de simpatía se sumaron a éstas.

- ¿Mas cómo sabéis, don Alonso, que se trata de dos lenguajes diferentes? –inquirió fray Cabezuela repentinamente.

- Cierto, hasta ahora no os habéis destacado como un entendido en lenguas indianas –apuntó mordaz Sandoval.

La atención de todos seguía sobre Portocarrero.

- Hombre, pues, lo que es entender, no entiendo a ninguna –replicó Portocarrero-; pero sé muy bien si la india que grita es maya o taína.

Un murmullo de aprobación se escuchó en la ronda de comensales.

- Pues yo también… -murmuró Francisco de Montejo.

- ¡Y yo! -añadió otro.

- ¿Recordáis alguna frase, caballero? –indagó gentil el traductor fray Aguilar.

- Algo así como… ten hueli tepolle -propuso Portocarrero.

- ¿Cómo? Te huele… ¡Joder, si la india habla castellano! -declaró Sandoval, provocando risas en el auditorio.

- ¡No, no, esperad! –rectificó don Alonso-. Es más bien: tlein huelic tepolli.[52]

- No, eso no es maya –admitió el fraile-. ¿Tenéis otra?

- Este… aaauh, kex beyó

El gemido inicial produjo algunas risas.

- ¿Qué bello? –insistió Sandoval-. ¡Hostia, pero esa india es ciega!

Pedro de Alvarado tuvo que escupir el sorbo de vino que tenía en la boca. El estado mayor reía en pleno.

- ¿Y…? –preguntó algo molesto don Alonso, dirigiéndose al traductor.

- Eso sí es maya –sentenció el fraile.

- ¿Y qué significa? ¡Traducid! ¿Qué quiere decir? –salió de un coro de voces.

El antiguo náufrago se sonrojó, pero cedió ante la insistencia de los presentes.

- Quiere decir… “¡Ay, qué rico!”

Risas y aplausos hicieron eco en la pared del fondo de la casa. Don Gonzalo Sandoval se puso en pie alzando su copa.

- ¡Brindemos, vuesas señorías! ¡Por nuestro amigo don Alonso, el benefactor de las indias!

- ¡Por don Alonso, el benefactor de las indias! –respondieron los restantes castellanos, tras erguirse en medio de carcajadas.

Tomaron asiento nuevamente. Y entonces el noble Gutiérrez Escalante levantó el dedo índice.

- Una pregunta tengo para vuestra merced, don Alonso –dijo afable- ¿Por dónde cogéis a la india cuando gime así en maya?

- Don Juan –contestó Portocarrero con marcada gravedad-, yo no comento intimidades en público.

Más risas, y otro brindis de Sandoval:

- ¡Por don Alonso, el honorable benefactor de las indias!

Por la noche Cortés mandó a buscar a doña Marina. En presencia de don Alonso, don Pedro, don Gonzalo Sandoval, fray Simón y el imprescindible intérprete don Gerónimo, la india Malinali le contó su historia al caudillo.

Era hija del tlatoani[53] de Painala, una localidad de la periferia del imperio azteca. Su madre era Cimatl, la única hija del cacique de la vecina aldea de Xatlipan. La heredera de dos cacicazgos aún no había cumplido 8 años cuando sucedió una tragedia. Aquel día el padre de Malinali había salido a cazar en compañía de su amigo Totlimoc, el tlatoani del cercano Xulipan. Hubo un lamentable accidente y el venablo de Totlimoc se clavó en la nuca del cacique de Painala mientras se agachaba para estudiar las huellas de otro venado.

Ya durante las festividades por la boda entre Cimatl y Totlimoc no se vio a Malinali. Se dijo que estaba muy enferma. Meses más tarde nació su medio hermano Citlimoc. Ese día el sacerdote mayor de Xatlipan hizo dos anuncios, uno triste y otro alegre. El primero informaba sobre el fallecimiento de Malinali producto de su penosa enfermedad. El segundo declaraba a Citlimoc heredero de Xulipan, Xatlipan y Painala.

Entretanto, unos comerciantes mayas putunes de Xicallanco, que habían adquirido a Malinali de su madre por muy favorable precio, la revendían en Soconusco con buena ganancia. Luego los mercaderes de Soconusco la llevaron al mercado de Potonchán, donde Tabasco la compró como parte de un lote de seis niñas. Sirviendo al halach uinik maya la hija del tlatoani azteca aprendió el dialecto chontal. A los 12 años le dio un hijo ilegítimo a Tabasco. Aunque tal vez el bebé era sólo nieto del cacique. La criatura pereció aún de meses. A los 14 años, sin embargo, la vida de Malinali acababa de tomar un nuevo rumbo. Gracias a la inesperada llegada de los conquistadores, cuya valentía en Centla había cambiado el destino de la joven azteca. Ahora se llamaba doña Marina y tenía un Dios mejor. A sus escasos años ya había pasado por todo en esta vida. No le temía a nada. Mas era mejor estar del lado triunfador. Y estaba decidida a aprovecharlo.

No era demasiado hermosa, pero la inmediatez de su franca elocuencia impresionó profundamente a Cortés. Y no solamente a él.

- Doña Marina, por gentileza os pido, quedaos esta noche –solicitó el caudillo.

Y ante el ceño fruncido de su amigo, agregó:

- Apenas una noche, don Alonso, sólo esta noche.

Desde luego, sabía que estaba mintiendo.



[52] Tlein huelic tepolli, textualmente “qué buena verga” en náhuatl.

[53] Tlatoani: cacique o gobernador en náhuatl.



18 dic 2008

El Protector De Los Cerdos XXV


La Batalla de Centla

Formando un erizo de lanzas y espadas la columna de Gonzalo Sandoval se defendía con gran dificultad de la abrumadora superioridad numérica de los aborígenes. Completamente cercados por una masa de indios beligerantes, de poco servían arcabuces y ballestas. La desorganizada hostilidad de los chontales prometía aplastar a los valientes conquistadores en cualquier momento. En eso, afortunadamente, llegaron las otras dos columnas castellanas. Una por el este, con Domingo García de Albuquerque al frente; y la otra por el suroeste, al mando de Gonzalo de Alvarado, hermano de Pedro. Sin embargo, los guerreros Chich Nal continuaron asediando a la escuadra de Sandoval como si tal cosa, sin dividir sus fuerzas pese a los refuerzos enemigos. Para un militar profesional esa actitud hubiera servido de advertencia de que algo no estaba bien. Mas en la Santa Compañía escaseaban los profesionales. A menos que se contase a los especialistas en incursión inmobiliaria, conocidos como gatos en Castilla. Nadie percibió, pues, el peligro. Y una vez que ambas columnas chocaron con los flancos chontales, fue demasiado tarde. Desde las acequias posteriores del norte salió un aluvión de mayas. Eran los restantes regimientos Mazorca Dura, constituídos por vástagos de las mejores familias de Potonchán. Dos mil guerreros en total. Seguidos de otros dos mil reagrupados sobrevivientes del combate anterior junto al río. En menos de lo que se asesta un mandoble los castellanos quedaron atrapados por un doble cerco de cinco contingentes indígenas.

Desde la pequeña elevación que ocupaba su columna don Gonzalo Sandoval pudo apreciar la crítica situación.

- ¡Estamos jodidos, capitán! –exclamó un ballestero, ya sin proyectiles.

- ¡Animo, soldado, que Santiago no nos abandonará en esta hora! –contestó el capitán.

El bravo oficial metellinense empujó al infante hacia la línea interior de defensa, y vociferó a su tropa:

- ¡Por Santiago y por Castilla!

Nadie respondió.

- ¡Por Santiago y por Castilla! –repitió Sandoval.

Ni eco.

- ¡Que viva Santiago Apostol, joder! –gritó el desaforado don Gonzalo.

- ¡Viva Santiago! –salió de las reanimadas gargantas cristianas.

Y en ese instante sucedió el milagro. Por el sur aparecieron doce jinetes. Iban de completa armadura: del escarpe a la gola. Bajo el sol del mediodía relucían sus petos y hombreras de acero. Llevaban los yelmos con las viseras cerradas. Un centenar de infantes los seguía. Y otro centenar de taínos avanzaban temblorosos detrás. Un jinete portaba el estandarte blanco con la cruz roja de Santiago Apostol. A su lado cabalgaba un gallardo hidalgo sobre un inquieto corcel tordo. Aquel caballero desenvainó su espada y señaló hacia los infieles nativos.

- ¡Es Santiago! ¡Santiago! ¡Santiago vino en nuestro socorro! ¡Viva Santiago! –gritaron voces entusiastas entre los cercados, que comenzaron a rechazar con más vigor la presión de los chontales.

Pronto los jinetes arrancaron al galope y cargaron contra los Chich Nal, causando pavor entre sus filas. No era Santiago, desde luego, sino Francisco de Morla. Los otros jinetes eran el propio Hernán Cortés, Pedro de Alvarado, Alonso Hernández Portocarrero, Cristóbal de Olid, Francisco Montejo, Juan Velázquez de León, Juan Gutiérrez Escalante, Pedro González Trujillo, Alonso de Avila, Gonzalo Domínguez y Amador de Lares.[50] El caudillo había hecho traer los caballos con gran sigilo durante la noche.

Para los mayas la aparición de la caballería hispana resultó devastadora. Ante sus ojos inexpertos eran seres monstruosos. No podían diferenciar al cristiano de su cabalgadura, y aquello les parecía una sola bestia, veloz y mortífera. Era el glorioso debut de la caballería militar en el nuevo mundo.

Los infantes recién llegados también se incorporaron al combate por el flanco derecho. Incluso los taínos cubanos auxiliares lograron sobreponerse un poco a su miedo. Ayudaban rematando a los mayas heridos. Al mismo tiempo, y poco a poco, los castellanos cercados iban rompiendo las líneas enemigas. No obstante, los laureles pertenecían definitivamente a la caballería. Desenfrenados, los jinetes cristianos arremetían contra los Chich Nal. Velázquez de León blandía un robusto Goedendag flamenco, con el que saludaba continuamente a los chontales.[51] Los demás caballeros usaba sus espadas, decapitando y rajando con diligencia. Tan sólo Trujillo, que montaba el rocín Rolandillo, hacía huir ante sí a sesenta guerreros nativos.

El pánico maya se generalizó cuando la última columna castellana, la de Gonzalo de Alvarado en el flanco izquierdo, logró romper el cerco. Se componía únicamente de rodeleros. Con endemoniada precisión empujaban rítmicamente con el escudo -llamado rodela- en un brazo, para inmediatamente pinchar el bajo vientre enemigo con una larga daga -denominada riñonera- en la otra mano. Apenas dos reiterados comandos de Alvarado mantenían funcionando aquella furibunda máquina de destripar mayas:

- ¡Pujad…! ¡Hincad…!

Los chontales escapaban hacia el noroeste, pero esta vez el caudillo ordenó perseguirlos, y encabezó en persona el acoso a lo largo de una legua. Al final se contabilizaron casi mil mayas muertos. Podrían haber sido sólo setecientos, si los taínos hubieran sido más mesurados con los heridos. Por el lado europeo habían sesenta lastimados, algunos severamente. Varios perecerían después al contraer infecciones en sus heridas. Mas la primera batalla campal de la Santa Compañía fue una victoria cabal y brillante. Gracias a la caballería.
Al atardecer se presentaron treinta nobles chontales vestidos con finos mantos y bellas plumas. Sus servidores traían abundante comida. Pavos, tortillas, frutas y miel. Solicitaron permiso para quemar a sus muertos.

- ¡Pues que venga Tabasco a pedírmelo! –respondió el caudillo.

Los indios asintieron humildes.

- Pero que no se moleste en venir si no trae el oro –añadió, ecuánime, el vencedor de Centla.

Un poco más tarde arribó Tabasco en persona. Era un indio robusto. Tenía unos sesenta años y el largo cabello completamente gris. Su opulenta ornamenta de plumas de quetzal abanicó a Cortés al saludarlo. Traía una cesta llena de joyas de oro y otra repleta de turquesas, así como 20 hermosas doncellas.

- Os las regalo para que os cocinen –dijo el halach uinik con maliciosa sonrisa, y agregó-: He oído que no tenéis mujeres. Tal vez por eso sois tan agresivos.

Cortés guardó el oro y las piedras preciosas, y repartió a las indias entre sus capitanes, quienes en seguida se pusieron contentos. A continuación se dedicaron a impresionar al cacique. Trajeron a Cabeza de Moro, un fuerte caballo ruano que siempre se ponía salvajemente cachondo en primavera. Previamente habían colocado cerca de los nobles chontales a una voluptuosa yegua blanca, escondida con discreción tras una improvisada empalizada de lanzas, escudos y pendones. El fogoso corcel relinchó con gran violencia y trató de avanzar para montar la potranca. Cuatro hombres lo contuvieron a duras penas tirando de dos cadenas. El animal relinchó aún más fuerte y se irguió entonces sobre sus patas traseras, dejando ver toda su longitud viril. Tabasco y su comitiva se quedaron espantados. Ipso facto los chontales hicieron ofrendas al caballo: maíz, pavos y flores. Con ayuda de Aguilar, el caudilló explicó al cacique que aquellos "doce apóstoles", así llamó a los equinos, eran muy poderosos, y que se habían enfadado mucho por la taimada emboscada maya.

- Y habéis tenido suerte de que los apóstoles no han querido montaros… –agregó.

Tabasco temblaba. Al momento, y bien de cerca, dispararon una bombarda. Uno de los ayudantes del cacique se orinó. La delegación maya se encontraba en el punto anímico perfecto para dialogar.

- ¿Dónde están las minas de oro? –inquirió Cortés.

- No tenemos minas, noble señor –contestó sincero el cacique-. El oro es un adorno, no nos importa mucho.

- ¿Y la plata?

- Tampoco tenemos plata, señor, pero hacia el interior, en las tierras altas, viven los mexicas, un pueblo muy fuerte y rico, que tienen oro y plata en abundancia –anunció el jefe maya.

- ¿Por qué me habéis atacado a mí, y a mi hermano Grijalva lo habéis tratado bien antes? –preguntó don Hernando.

- Vuestro hermano sólo pidió oro. Vos pedisteis comida, y trayendo muchas más bocas –explicó Tabasco-. Vos sabéis lo que realmente tiene valor, aunque también parece gustaros bastante el oro.

- ¿Por qué habéis huido siendo muchos más que nosotros? –quiso saber el generalísimo.

- Vuestras espadas matan mucho más que las nuestras. Y también vuestros truenos nos atemorizaron –declaró el vencido chontal-. Pero vuestros apóstoles son muy rápidos y nos asustaron más, sobre todo con sus hocicos. Y menos mal que los apóstoles no quisieron montarnos, habría sido peor que la muerte.

A una señal del caudillo fray Cabezuela leyó los requerimientos al cacique, que aceptó sumiso ser vasallo del gran señor al otro lado del mar. Luego Cortés le dio un discurso sobre lo bueno que era Dios y lo malo que era hacer sacrificios humanos. El halach uinik no entendió, pero igualmente aceptó. Además, asintió cuando le pidieron destruir sus ídolos. Incluso admitió que ya no le servían.

- Un dios que no ayuda a ganar en la guerra merece la muerte –declaró Tabasco.

El generoso caudillo, por su parte, prometió a los chontales que podrían regresar a sus hogares en Potonchán al día siguiente.

Esa noche, de vuelta en la ciudad, se reunió la plana mayor de la Santa Compañía.

- Esos mexicas son nuestro objetivo –dijo don Pedro de Alvarado.

- Necesitaremos más caballos –apuntó don Gonzalo Sandoval-. Habrá que conseguirlos en Fernandina o en La Hispaniola.

- Y a partir de ahora no reclaméis más comida, por el amor de Dios –infirió fray Simón de Cabezuela-. Oro, y nada más, caballeros.

- Razón lleváis todos –sentenció don Hernán Cortés.

- Vale, y ahora excusadme, vuestras mercedes –exclamó don Alonso Hernández Portocarrero-, que tengo una india que bautizar.

La india que le tocó a Portocarrero entre los regalos de Tabasco tenía 14 años y se llamaba Malinali. Don Alonso la bautizó hasta bien entrada la noche, y pasó a llamarse doña Marina.



[50] El astuto Amador de Lares jugó un papel nunca suficientemente ponderado en la Conquista de América. Natural de Burgos, al norte de Castilla, era analfabeto pero sabía contar, sumar y restar. Así devino el contador oficial de Diego Velázquez. Fue Lares quien sugirió a Hernán Cortés para comandar la tercera expedición a México que organizaba el gobernador de Fernandina. Eso Cortés supo agradecerlo, pues lo nombró contador de su empresa. Algo excepcional, ya que el caudillo sólo confiaba en extremeños, y si eran de su pueblo natal, Medellín, tanto mejor. Otro mérito indiscutible de don Amador fue la introducción de los negros en Cuba. En 1512 el burgalés solicitó y obtuvo permiso de la Real Audiencia para llevar a Cuba a cuatro negros esclavos que había comprado en Santo Domingo. Los bautizó como Gaspar, Melchor, Baltasar y Chucho. Precisamente dicho Chucho resultó el primer negro ajusticiado en Cuba. Fue empalado en 1514, luego de que la concubina taína de Lares diera a luz un bebé afroamerindio.

[51 ] Goedendag, en castellano “buendía”, arma medieval flamenca, era un largo garrote armado con una afiliada punta de hierro sujeta por un pesado refuerzo metálico. Era muy difícil sobrevivir al “saludo” de esa arma.

12 dic 2008

El Protector De Los Cerdos XXIV


Castigo & Honra

La única pérdida de las huestes cristianas durante el combate en Potonchán resultó ser un desertor: Melchorejo, aquel indio yucateco capturado por Hernández de Córdoba dos años atrás, y que fuera el tosco traductor inicial de Cortés en Cozumel. En cambio, había más de cien prisioneros locales. Y no atraparon mayor número porque el caudillo desistió de perseguir a los vencidos. Aún confiaba en ganar la buena voluntad de los chontales.

El interrogatorio de los prisioneros puso al descubierto que el traidor Melchorejo se había pasado al enemigo desde la noche anterior. Llegó hasta la orilla nadando y se introdujo en la ciudad en plena celebración del Báalam Wiix. Fue una aparición muy afortunada para los chontales, que aprovecharon para improvisar un estimulante sacrificio ritual. Los sacerdotes declararon que su inesperada llegada era un buen augurio. Eso provocó el entusiasmo de los guerreros, ya que suponía el favor de los dioses en la lucha que se avecinaba. Originalmente habían cancelado los sacrificios humanos reglamentarios para aquella ceremonia por falta de recursos. Sólo disponían de un totonaca sordomudo y amaestrado, la mascota personal del cacique. Tabasco no quiso entregarlo al sacrificio por lo útil que era como ágil trepador de cocoteros.

- ¡Qué el señor le acoja, y le perdone su traición! –exclamó fray Díaz al enterarse del triste fin de Melchorejo.

- ¡Joder, se lo ha buscado él mismo! ¡Quién lo manda a traicionarnos! –ripostó Pedro de Alvarado.

- Olvida vuestra merced que el pobre Melchorejo, pese a todo, era un cristiano… -insistió el padre.

- Era un cobarde y un dersertor –se entrometió Portocarrero-. ¡Que le den por…!

- Bueno, bueno, ya está bien –quiso apaciguar fray Cabezuela-. Padre Juan, vuestra misericordia os honra. Capitán Portocarrero, seguramente Melchorejo hubiera preferido vuestra sugerencia antes que el cruel sacrificio.

- ¡Válgame Dios si os miento, y la virgen si soy veraz! Os juro que sí, padre –aseveró don Alonso-. Os digo que estos salvajes no os dan ni de beber antes de arrancaros el corazón.

- ¡Pacheco! –llamó Alvarado a su ayudante-. ¡Joder, Pacheco!

José Pacheco, extremeño, aseguraba a sus incrédulos compañeros de armas que era sobrino de la condesa de Medellín. Y en verdad que cierto vínculo con dicha dama no le faltaba: había sido su caballerizo. Pronto se presentó. Venía arreglándose las vestiduras.

- Perdonadme, vuestra merced –pidió afable-. Es que hacía tres días que no había hecho a mi persona. ¡Pero, gracias a Dios, ahora pude! Ya tenía hasta calambre en las tripas…

- ¿Lo véis? Es lo que os digo –intervino Portocarrero-. ¡Por eso Castilla está tan jodida! Cuando más apremia su presencia, ¿dónde está la nobleza? Cagando…

Menos Pacheco, nadie pudo contener la risa.

- ¿Qué se le ofrece a vuestra merced? –preguntó el homenajeado.

A don Pedro le costó un minuto recordarlo.

- ¿Tenemos sacerdotes entre los prisioneros? –preguntó el osado lugarteniente de Cortés.

- Creo que hay uno nada más, mi señor, al menos tiene toda la piel llena de tatuajes como los sacerdotes de Cozumel.

- Muy bien –contestó Alvarado-. ¡Ahorcadle!

- Y decidles a esos paganos que no es por gusto –agregó fray Díaz persignándose-, sino el castigo por hacer sacrificios humanos.

- Esperad, Pacheco –se inmiscuyó Portocarrero nuevamente-. Igual podemos quemarlo, joder, que aquí ha sobrado leña de la fiesta de anoche.

Los presentes se miraron entre sí, sopesando la sugerencia.

- No es mala idea… -comenzó Alvarado.

- Prudencia, caballeros –terció don Simón con benevolencia-. Si armáis una hoguera, don Hernando querrá saber qué sucede, y quién mandó, y por qué…

- Vale, vale, ahorcadlo no más, Pacheco –cedió don Pedro.

Este justo castigo tuvo un efecto inesperado. Mientras izaban al sacerdote, otro indígena menos tatuado comenzó un raro monólogo gesticulando hacia los españoles que observaban curiosos la ejecución.

- Dice que no lo maten de esa forma tan seca y deshonrosa –tradujo fray Aguilar.

- Yo lo sabía –masculló don Alonso-, les gusta más el fuego…

- Bueno, pero que se calme, que el hombre ya está muerto –comentó Sandoval mirando el cuerpo pendiente que apenas se sacudía.

- No, dice que no lo maten a él –aclaró don Gerónimo.

- ¿Cómo? –se extrañó Alvarado-. ¿Es otro sacerdote? Pacheco, colgadlo también.

Las súplicas del sujeto se volvieron frenéticas en tanto dos soldados lo arrastraban hasta una hermosa ceiba.

- Dice que, si le damos una muerte decorosa, nos revelará algo importante –indicó el traductor andaluz.

De esta manera los castellanos se enteraron de que el artero cacique Tabasco había escondido a sus mejores guerreros fuera de la ciudad. Y que nunca se rendiría mientras dispusiera de los valerosos Chich Nal. El sacerdote pudo morir con una sonrisa en los labios. Fue dignamente degollado.

El caudillo no se desanimó al escuchar semejantes novedades. Mandó a interrogar con mayor meticulosidad a los prisoneros. Así se supo que Centla, ubicada a unas seis leguas, era el granero de Tabasco. Se encontraba en una fertil llanura llena de maizales y con numerosas acequias para la irrigación del cultivo. El generalísimo decidió tomar la iniciativa.

A la mañana siguiente tres columnas, de 80 hombres cada una, marcharon sobre Centla desde diferentes direcciones. La columna central, comandada por Gonzalo Sandoval, incluía al traductor con la misión de leer los requerimientos. Se dieron de bruces con la vanguardia Chich Nal, conformada por los mejores guerreros, reclutados por su fiereza y no por su linaje. Mil en número, con sus cuerpos pintados de círculos amarillos.

Uno vestía diferente: estaba cubierto de vistosas plumas, y se adelanto llamando a voces. Era el kóot‘aan.[48]

- ¿Qué dice ese pajarraco? –preguntó Sandoval tras formar en cuadro a su tropa.

- Quiere saber quién osa enfrentarse a la legión de la Mazorca Dura –interpretó don Gerónimo.

- ¡Pues contestadle que somos la compañía del Nabo Tieso! –respondió el bravo capitán, provocando carcajadas entre las tupidas barbas cristianas.

De las filas mayas salían alaridos y rítmicos baladros de guerra. Creaban un crescendo aterrador. Sandoval se volvió hacia sus hombres.

- Sí, son muchos y parecen fieros –exclamó el capitán extremeño-. Pero, recordadlo, castellanos, ¡valemos más y Santiago nos acompaña! Desenvainad vuestros aceros, que pronto lucharemos al tajo. Avanzaremos en bloque, y retrocederemos en bloque. ¡Que nadie se separe y que nadie se amilane!

- ¡Por Santiago y por Castilla! –gritó uno de los cuatro arcabuceros abriendo la cazoleta, tras avivar la mecha de un soplo.

- ¡La puta que los parió! –rugió la tropa.

Se desplazaron en formación hacia atrás y a la izquierda buscando un sitio más seco para combatir. Los chontales habían abierto las acequias, y el agua anegaba el suelo hasta los tobillos. Los nativos se movían paralelamente sin acortar distancias. Cuando el bloque hispano se detuvo en lo que parecía una tenue elevación, un enorme y fornido maya se adelantó blandiendo una exuberante macana verde. Había sido escogido para el tohol túum, la prueba del valor, como mostraban los finos cortes en su rostro. Sangraban levemente, diluyendo un poco la pintura de guerra. El fiero chontal arrancó en una ágil carrera hacia las filas castellanas.

- ¡Que nadie dispare! –ordenó Sandoval-. ¡Jaramillo, ese indio es vuestro!

Un espigado piquero de Fregenal de la Sierra, Badajoz, dio un paso al frente para esperar al guerrero maya.

- Virgen Santa María de los Remedios, no me abandones, ni me dejes estragar mi honra –murmuró el soldado.

- ¡Ensartadlo, Juan! ¡Fuerza a la pica, chaval! –lo animaron sus compañeros.

Juan Jaramillo se había quedado dos veces dormido durante la vigilia de guardia, y don Gonzalo le había tomado cierta ojeriza. A tres pasos del cristiano el guerrero chontal, en plena carrera, levantó el gigantesco garrote sobre su cabeza usando ambos brazos. Zancada y media después la pica le rajó el pecho en el aire. Entre los vítores cristianos Jaramillo remató al indio hundiéndole el cráneo con el otro extremo de su pesada lanza. Luego le arrancó las dos argollas doradas de las orejas antes de entrar de vuelta en la formación. Mil furiosos chontales ya venían corriendo y gritando.



[48] Kóot‘aan, literalmente: águila habladora, un oficial cuya función era retar al enemigo a la lucha, e intimidarlo mencionando los poderes de los guerreros chontales.

16 nov 2008

El Protector De Los Cerdos XXIII

La toma de Potonchán

Al anochecer del cuarto día los guerreros chontales que permanecían con Tabasco encendieron varias fogatas en la ciudad. Pronto sonaron los tambores wewetún, hechos con la resonante madera del árbol hormigo. Una serpiente de fuego reptaba danzando y cantando por las calles de Potonchán.

- Don Gonzalo –reclamó el caudillo, receloso de aquel exceso de actividad nativa-, acercaos a la orilla en un bote con un par de hombres, y averiguad qué se traen entre manos los indios.

- A la orden, vuestra merced –contestó Sandoval muy presto-. Me introduciré en la villa y atraparé uno…

- ¡Joder, Gonzalo! ¿En cuál lengua queréis mis comandos, en latín o en arameo? Os he dicho que vayáis hasta la orilla solamente –lo reprendió Cortés-. Y llevad a don Gerónimo con vos, que quiero saber qué cantigas son esas.

Un rato después regresó la piragua. Acompañado de varios oficiales Cortés esperaba a los exploradores con rostro impaciente. Unos cuantos soldados y marineros se agolpaban en cubierta.

- Vamos, contadle a su merced, don Gerónimo –ordenó Sandoval sacudiendo el hombro del fraile.

- ¿Qué demonios sucede, padre? –preguntó el caudillo.

- ¡Mañana nos atacarán, vuestra merced! –declaró el aludido.

- ¿Cómo podéis estar tan seguro? –indagó Cortés.

- ¡Excelencia, los mayas están realizando el ritual del Báalam Wiix![43] -explicó el alarmado traductor-. Eso significa la guerra.

- ¿Habéis ido hasta la villa? –inquirió don Hernán frunciendo el ceño.

- No, no fuimos, vuestra merced, pero reconozco ese canto, tiene un estribillo contagioso…

Gerónimo Aguilar cantó una estrofa en maya, batiendo palmas y taconeando un poco en la madera de cubierta para marcar el ritmo. Dos o tres aplaudieron. Alguno silbó. El resto estalló en carcajadas.

- ¿Pero qué rayos dice el maldito canto? –preguntó el generalísimo.

Y el fraile andaluz cantó nuevamente, esta vez en castellano:

- “Donde el jaguar orinó, ninguna fiera pasa…”

No se equivocaba el antiguo náufrago. En Potonchán tres mil guerreros, desfilando con antorchas, aullaban eso mismo en maya chontal. Sin detenerse más que a beber xtabentún[44] y tazcalate[45], una y otra vez, hasta llenar sus vejigas para la emocionante ceremonia final: apagar la hoguera mayor[46].

Cortés se apuró en enviar dos botes río arriba en busca de Alvarado y Avila, quienes, a diferencia de Ordás, no habían regresado aún de su misión exploratoria. La flotilla durmió inquieta esa noche.

A las 9 de la mañana Tabasco no había ordenado atacar todavía. Los cañones españoles estaban cargados, y todos los arcabuceros se encontraban en cubierta. A las 10, por fin, el cacique decidió actuar. Envió algunas canoas con los últimos ocho pavos que le quedaban. Cortés no permitió que dispararan a las embarcaciones. Podrían herir a los pavos. El caudillo aceptó las aves, mas transmitió un enérgico mensaje al halach uinik: Si no le daban lo suyo, iría a buscarlo. A las 11 todavía no había respuesta de Tabasco. Entonces Cortés ordenó a Diego de Ordás desembarcar y entrar en Potonchán con 30 hombres. Debía traer toda la comida y el oro que encontrase. Fueron recibidos a pedradas y flechazos. Varios hombres resultaron heridos. El propio Ordás le mostró a Cortés un feo chichón que tenía en la cabeza.

- Y gracias a Dios que no me quité el casco, vuestra merced –se quejó ante el generalísimo.
Don Hernando mandó a los heridos río abajo hacia la flota madre, y ordenó el desembarco masivo del resto de los hombres de la escuadra fluvial. Bajaron toda la artillería. Esta vez Tabasco reaccionó rápidamente. Remitió a los cristianos las tortillas que pensaban almorzar en Potonchán ese mediodía.

- Forasteros, nos hemos quitado el tamal de la boca para que comáis –anunció el subcacique manco que comandaba la comitiva-. Comed pues, e iros de una vez.

- ¿Suponéis que podríais apaciguar nuestros ánimos con unos casabes? –le reprochó Cortés-. ¡Habéis sido inhumanos! Nos hacéis sufrir de hambre, y luego nos atacáis.

- Iros por donde habéis venido, señor –ripostó el subcacique señalando el río con su único brazo-. De lo contrario, moriréis.

- ¿Eso creéis? Os aseguro que, si lucháis con mis hombres, seréis vosotros quienes moriréis –aseguró el caudillo-. Más os vale ser nuestros amigos. Mirad, si me entregáis el oro, os daré buenos consejos a cambio.

- No queremos vuestros consejos –afirmó el emisario de Potonchán.

- Hacedme caso, y prosperaréis –refutó el capitán español-. Sino sufriréis graves perjurios.

- Iros, o moriréis –repitió el jefe maya.

- Vosotros pereceréis –lo corrigió Cortés.

- No, moriréis los forasteros… -insistió el indio manco.

De repente se escuchó la voz de fray Cabezuela. Leía los Requerimientos subido sobre un cajón de municiones. Su voz sonaba clara y alta. Aguilar miró sorprendido al caudillo. Cortés asintió, y el franciscano comenzó a traducir. Cuando llegó la parte sobre la disyuntiva entre el sometimiento absoluto o el exterminio y la esclavitud, los emisarios de Potonchán prorrumpieron en insultos y se retiraron a toda prisa.

Inmediatamente se desató la agresión de los indígenas. Cargaron saliendo al bulto de la ciudad. Arrojaban flechas y piedras, así como venablos usando sus atlatl[47]. La mayoría portaba espadas de madera con filo de obsidiana, o macanas con puntas de pinchos, hechas del duro tronco del matilisguate.

Esa primera oleada se asustó y retrocedió ante la descarga de artillería que ordenó Cortés. Tras unos minutos se reorganizaron y atacaron de nuevo. Consiguieron herir a algunos cristianos, mas volvieron a ser repelidos. Sin embargo, la proporción de hombres era de diez a uno. Si se llegaba al combate cuerpo a cuerpo sería muy peligroso para la Santa Compañía. Tabasco también lo comprendió. No era temerario, pero sí resoluto una vez metido en la pelea. Dividió a sus guerreros en tres grupos. Lanzó al mayor directo contra las posiciones hispanas cerca de la ribera. Mientras, los otros dos contingentes intentaban flanquear al enemigo desde ambos lados, avanzando por el lecho del río junto a la orilla.

El caudillo percibió el peligro. Y lamentó no haber dejado una parte de la artillería en los barcos. No obstante, no tuvo que idear una estratagema liberadora. Pedro de Alvarado y Alonso de Avila con cien hombres aparecieron por la retaguardia chontal tras atravesar la desierta Potonchán.

Los castellanos arremetieron contra la guardia personal de Tabasco, que cerraba el bloque central potonchano. Gritaban el vigoroso lema de los tercios aragoneses, aunque cambiando el reino, claro está.

- ¡Por Santiago y por Castilla, la puta que los parió!

La desbandada maya fue total. Cuatrocientos indios muertos quedaron ante Potonchán. Y la Santa Compañía, con sólo veinte heridos, entró jubilosa en la ciudad.

Se precipitaban en celebrar. La invicta legión de chontales Chich Nal aguardaba impaciente entre los maizales de la cercana aldea de Centla.



[43] Báalam Wiix significa literalmente la orina del jaguar.

[44]
Xtabentún es una bebida maya elaborada con la planta homónima y miel de abeja.

[45]
Tazcalate es otro brebaje a base de maíz y cacao pulverizados.

[46] Un hermoso y húmedo rito llamado
Báalam Tiis, o sea, el chorro del jaguar.

[47] Lanzadardos de madera flexible.

10 oct 2008

El Protector De Los Cerdos XXII

Perros

Entre Potonchán y el río había una plaza despejada, donde los comerciantes foráneos –mayas, zapotecas, mixtecas, totonacas e incluso algunos aztecas– solían ofrecer sus mercancías en los días de feria. Mas en la mañana del 24 de marzo de 1519 los forasteros eran extraordinarios. 300 castellanos, a quienes su general había hecho formar en tres escuadrones. La mayoría poseía una rara tez clara, con pelos en lugar de tatuajes, escarificaciones, cicatrices rituales o carretes de piercing. Sus vestimentas, con partes de brillante metal, también resultaron impresionantes para los 3000 guerreros chontales que observaban escondidos en las primeras casas de la ciudad.

Para comenzar los cristianos desfilaron usando el pasillo de la Guardia Ducale Sforzesca[42]. Lo habían ensayado la noche anterior siguiendo las instrucciones de Doménico el genovés, un antiguo condottiero y contrabandista. No quedó perfecto, pues no habían sido escogidos por su porte para venir a Las Indias. Incluso podría decirse que les faltaba cierto garbo. Así como varias orejas, y hasta un par de narices. Pero bastó para impresionar a los nativos. Al igual que la salva de arcabuces que vino detrás.

Tabasco recapacitó. Y envió a Cortés lo poco de comida que quedaba en Potonchán: ocho pavos, seis perros y diez morrales de maíz. También incluyó su propia máscara dorada de halach uinik, junto con las argollas y pendientes de oro que portaban los miembros de su séquito. Pidió a cambio que los españoles se fueran.

El caudillo devolvió los perros, pero dijo –para desconcierto maya– que no era suficiente comida. Y que no se iría si no le daban una cesta repleta de oro. Aunque también aceptaría un saco o un zurrón grande.

- No nos interesa el comercio, ni deseamos la guerra, simplemente no os queremos aquí –contestó el exasperado Tabasco en boca de sus mensajeros-. No tenemos más comida, ni más oro. Y si no os marcháis, os mataremos a todos.

- Nosotros tampoco queremos causaros molestias –aseveró diáfano Cortés-. Sólo queremos algo de comer, porque estamos muy hambrientos después de un largo viaje.

- Bueno, trataremos de conseguiros un poco más de comida –afirmaron los emisarios-. Pero luego os marcharéis.

- Pues no faltaba más, queridos amigos –contestó el caudillo, dando por terminado el diálogo.

Mas luego, cuando los legados chontales se retiraban, les gritó:

- ¡Y no os olvidéis de la cesta de oro!

Ante sus capitanes Cortés se mostró optimista.

- Por mi conciencia, os digo que esto promete.

- Este Cortés no tiene más conciencia que un perro –susurró Diego de Ordás a Francisco Montejo. Sus sonrisas ambos las suavizaron asintiendo instintivamente.

El caudillo sabía que la acción era el mejor garante de cohesión para su tropa. Así que despachó a Pedro de Alvarado, Alonso de Avila y al díscolo Diego de Ordás, cada uno con cincuenta hombres, en misiones de reconocimiento: dos río arriba y uno tierra adentro. Con el resto de sus hombres Cortés se retiró entonces a los barcos, anclados en medio del río. Y ordenó colocar toda la artillería, cuatro falconetes y cuatro bombardas, apuntando a la orilla de Potonchán.

Durante tres días los indios no se dignaron a cumplir su promesa. Tabasco creía que los españoles simplemente se cansarían y se irían. Al cuarto día, desesperado y sabiendo que tres piquetes de cristianos campeaban por sus dominios, mandó otra comisión con ocho pavos más, los mismos seis perros y otros diez morrales de maíz. Cortés agradeció la dote, pero advirtió que aún era poco. Y que faltaba el oro. Los enviados chontales contestaron que analizarían esa propuesta, y se retiraron.

Esta vez el caudillo se había quedado con los canes por cortesía. Los repartió como mascotas entre los soldados que estaban más próximos sobre cubierta en aquel momento. El último de los afortunados, Pedro Pablo Rebollo, oriundo de Huelva, recibió el regalo con evidente asco. Cortés se detuvo ante él. El alabardero sostenía al perrito con tres dedos, colgando por la cola.

- ¿A ver, soldado, qué os acontece con este perro? –quiso saber el generalísimo mirándolo fijamente.

- Nada, nada me acontece, vuestra merced –dijo el hombre, pero su insegura mirada lo delataba.

- Don Hernando, no lo asustéis –intervino Gonzalo Sandoval-, que ese mozo es Bolillo, nuestro único morisco.

- ¡Vaya! ¿Conque esas tenemos? –se sorprendió el caudillo-. Pues entonces… ¡pero miradme a la cara cuando os dirijo la palabra, moro cabrón!

- Soy cristiano, vuestra merced, soy cristiano… –balbuceó el onubense.

- ¿Sois cristiano, no? ¡¿Y a qué viene pues vuestra tirria con el maldito perro?! –bramó Cortés.

- ¡Hostia!, alguien se va a encariñar hoy con su nuevo perro –dijo Portocarrero.

A esas alturas el soldado ya sujetaba al perro por el torso. El techichi lengüeteaba inocente la mano de su ingrato dueño. La densa pelambre negra de Rebollo lucía erizada.

- ¡Que lo bese! ¡Que lo bese! –salió de un coro de voces jocosas.

Rebollo tragó en seco al oírlo. Cortés, sin decir más, le hizo un gesto apremiador. Pedro Pablo, o Butros Boulos -como lo llamaban en casa, parecía temblar. Varios capitanes y soldados lo circundaban interesados.

- Vamos, hijo, besad al perrillo –quiso ayudar el bueno de fray Cabezuela-. Así nadie dudará de vuestra fe.

- ¡¿A qué puñeta esperáis?! –rugió Cortés.

En un arranque de voluntad Bolillo levantó al perrito y le propinó un rápido ósculo en la cabeza. Sin embargo, por cerrar los ojos no pudo evitar que el techichi, con ágil reflejo, le lamiese la cara. Justo cuando, sin abrir los labios, murmuraba "alahu akbar", y entre el júbilo y las risas de sus compañeros.



[42] Con la Guardia Ducale los Sforza habían creado en Milán el cuerpo militar más gentil de toda Europa. Se reclutaba entre los condottieri más gallardos de Italia. Portaban, además, hermosos uniformes, uno en verano y otro en invierno, diseñados exclusivamente para la guardia por el sastre particular del duque. De estos apuestos mercenarios se decía que más fácil los mataban las faldas lombardas que los cañones enemigos.

6 oct 2008

El Protector De Los Cerdos XXI


Ante Potonchán

- Caballeros, ha llegado la hora de partir a Yucatán –anunció el caudillo ante su estado mayor, congregado bajo las frescas palmeras de Cozumel.

Las barbas de sus hombres asintieron con firmeza. Una larga siesta, estimulada por un suculento guiso de tortuga de carey, no había aletargado sus ánimos.

- ¿Cuándo zarpamos? –preguntó el íntimo amigo y paisano Portocarrero.

- Mañana al amanecer, don Alonso, porque esta tarde tenemos mucho que hacer.

- ¿Cuáles son vuestras órdenes, Excelencia? –inquirió Pedro de Alvarado.

- Ha sido la voluntad del Señor la que nos trajo de vuelta a esta ínsula –reflexionó Cortés en voz alta-. Y hay una razón: antes no cumplimos nuestro sagrado deber.

Algunos ceños se fruncieron con moderación. El almirante continuó.

- Señores, ésta no es una vulgar incursión de reconocimiento o comercio…

- Con vuestra licencia, don Hernando, pero no tenemos instrucciones de Velázquez, ni de la Real Audiencia, ni del… -interrumpió Diego de Ordás, un seguidor del gobernador de Fernandina.

- ¡Conozco perfectamente nuestro mandato, don Diego! –replicó enojado el caudillo, y detuvo a Ordás con un ademán-. Estoy hablando de otra voluntad, ¡una superior!

Se podía notar la tensión entre los oficiales. El capitán salmantino Francisco Montejo, otro partidario de Velázquez, acariciaba nervioso el mango dorado de la daga que colgaba de su cintura. Alonso Hernández de Portocarrero se colocó discretamente a sus espaldas. Portaba un agudo estilete veneciano escondido tras la manga del jubón.

- ¿Qué… qué… queréis de… de… decir, don Hernán? –preguntó con áspera voz Juan Velázquez de León, el fornido sobrino gago del administrador de Cuba.

- Por mi conciencia, os digo –contestó, ya sereno, Cortés-, que ésta es una empresa de Dios. ¡No lo olvidéis ni en aciaga hora –añadió enérgico-, cristianos, somos una santa compañía!

Asintiendo casi convencidos, los castellanos se relajaron ostensiblemente.

- Bien –exclamó el caudillo con autoridad-, si ya lo tenéis claro, pues poned manos a la obra: Destruid los ídolos paganos. ¡No partiremos mientras aún los haya en esta isla!

En menos de cuatro horas no quedó un solo tótem en Cozumel. A los más grandes no pudieron demolerlos, pero al menos los derribaron, y destrozaron sus infames facciones. Fue una extraordinaria muestra de eficiencia por parte de los castellanos y de sus indios cubanos, pues los cozumeleños no cooperaron. Por fortuna tampoco hicieron resistencia. Salvo dos sacerdotes del supremo Hunab, a quienes hubo que arrojar desde lo alto del templo. Apenas se quebraron algunos huesos. Sin embargo, sí que hubo un muerto maya aquel atardecer: un servidor del templo de Itzam Ná al que golpearon con una maza por error. Era un anciano desdentado, y sentado inmóvil allí con el atuendo ritual se parecía demasiado a su bondadoso dios. Además de que ya estaba oscureciendo. El culpable fue uno de los hombres de Gonzalo Sandoval. Como compensación por ese accidente, el justo Sandoval hizo pintar una gran cruz blanca sobre el zócalo mayor de Itzam Ná.

Partieron a la salida del sol. El viento no era propicio para superar el cabo Catoche, así que se detuvieron en la Isla Mujeres. Desafortunadamente, desde la incursión anterior se habían ausentado las vírgenes mayas. Esperaron dos días en vano. Luego el viento cambió, y zarparon nuevamente. Siguieron la ruta de Hernández de Córdoba y de Grijalva por el norte y oeste yucatecos. Caboteando con prudencia acabaron hallando el navío extraviado de Juan Escobar.

La undécima nave de la expedición de Cortés había ido a parar a la bahía de Campeche, llamada Puerto Deseado por Grijalva. Allí, mientras cargaba agua potable en un riachuelo, Escobar había encontrado a Leona, la enorme perra mastín que se le escapara a Grijalva un año atrás. Leona no había perdido tiempo. Al parecer se había apareado con un perro techichi[38], continuando el mestizaje iniciado por Guerrero poco tiempo atrás. Tenía tres cachorros chaparritos, regordetes y de rojiza pelambre. Gracias a las habilidades de la perra, Escobar cazó docenas de venados y conejos. Había acumulado mucha carne salada y forrado el barco de pieles. Eso aplacó el disgusto del caudillo.

Reunificada, la flota continuó el bojeo de Yucatán. Aunque evitaron Champotón más al suroeste, dada la consabida insana conducta de los indios del renegado Guerrero. Pronto alcanzaron un río al que Grijalva había denominado con su propio nombre para celebrar su buena fortuna, pues los mayas chontales[39] de la región le habían regalado algunas piezas de oro para que continuara su camino sin demora. El jefe local se llamaba Tabasco[40], y esta vez no fue tan amable.

Cortés avanzó río arriba con los barcos menores y algunos botes. Divisaron muchos indios en la ribera derecha. Las plumas y los gritos no parecían muy cordiales. Ni tampoco aquella forma de levantarse los taparrabos reiteradamente. Unas leguas más adelante vieron una ciudad con casas de piedra. Era Potonchán, que albergaba la residencia de Tabasco, y las de veinte mil de sus súdbitos. Varias canoas se aproximaron a negociar con los castellanos.

- ¡Iros de aquí… vamos, fuera, fuera! –tradujo fray Aguilar.

- ¡Pero qué hijos de puta son estos indios! –exclamó alguien con voz ronca como la de Portocarrero.

- Dicen que Grijalva prometió, a cambio de oro, que los castellanos jamás volverían –añadió el fraile.

- ¡Qué hijo de puta es ese Grijalva! –dijo la voz ronca.

- ¡Joder, callaos de una vez, que no me dejáis razonar! –exclamó el caudillo, y luego se dirigió al traductor-. Padre, decidles que sólo queremos comprar comida, y que pagaremos bien.

Los emisarios de Tabasco volvieron con la respuesta.

- El jefe maya manda a decir que mañana debemos presentarnos en la explanada frente a la ciudad –interpretó don Gerónimo.

- Indios arteros –masculló Cortés-, os venís ahora con argucias, pero ya veréis… Padre, decidles que allí estaremos para agradecer la gentil hospitalidad del cacique.

Una vez terminado el parlamento con los indígenas el caudillo requirió la presencia del capitán Juan Gutiérrez Escalante, un fiel veterano de Grijalva que comandaba un chinchorro en aquel comando fluvial.

- Don Juan, bajaréis por el río hasta la flota, y retornaréis con otros 100 hombres, incluyendo a todos los ballesteros y arcabuceros disponibles.

- Así se hará, vuestra merced.

- Y traed a fray Díaz y a fray Cabezuela también, que fray Aguilar, de tanto andar con salvajes, se olvidó de oficiar…

- ¡Hostia, sí! –intervino Portocarrero-. Que el otro día le hemos pedido una misa, y ya quería sacrificar a un taíno…

Incluso Cortés tuvo que reir. Un triste Gerónimo de Aguilar protestó desolado:

- Me hacéis injusticia, caballeros. Tal vez he perdido la palabra divina, pero no la fe. Si aún vivo, es por ella.

- Vamos, vamos, don Gerónimo –contestó don Alonso en tono conciliador y sacudiéndole un manotazo en el espinazo-, que entre cristianos viejos bien podemos holgarnos.

Escalante, cuya madre era judía conversa, no quiso darse por aludido, e interpeló al generalísimo.

- ¿Y los caballos, vuestra merced?

Los 15 caballos de la compañía no habían pisado tierra desde Cuba. Eran el mayor secreto y la mejor baza en el juego del conquistador. Cortés caviló un instante, y luego decidió:

- Todavía no.

Cometía su primer error en suelo mexicano.

En tanto, Tabasco ordenaba la evacuación de la ciudad. Se fueron las mujeres, los niños y los ancianos. Y se llevaron todo el oro, y toda la comida.

- Si en verdad quieren comida, aquí tampoco hay –sentenció Tabasco.

En Potonchán quedaron únicamente los guerreros. Menos los de la legión Chich Nal[41], que acechaban escondidos en las acequias detrás de la ciudad.



[38] El perro techichi, antepasado del chihuahua, tenía tres funciones en las culturas precolombinas mexicanas: religiosa, nutritiva y doméstica. Estos diminutos canes compartían con el pavo la modesta actividad pecuaria de los antiguos mexicanos. Se usaban para sacrificios menores. Por ejemplo, solicitando salud para un pariente enfermo. En la cocina superaba ampliamente al conejo en popularidad. Y como animal de compañía era especialmente apreciado entre las damas toltecas. Una usual amenaza para una niña displicente de buena familia solía ser: ¡O te portas bien, o te haré un estofado con el techichi!

[39] Los chontales,
chontalli en nahuatl, eran aquellos mayas vecinos del Imperio Azteca. En la lengua de los mexicas ese apelativo denota lo “extraño.”

[40] Tabasco -
Taabscoob en maya chontal- era el halach uinik, un título traducible como “hombre verdadero”, y gobernaba el kuchkabal (cacicazgo maya) más occidental.

[41] La legión
Chich Nal -“mazorca dura” en castellano- se componía de dos regimientos: el blanco, con los mejores guerreros de Tabasco; y el azul, con los guerreros de las mejores familias de Potonchán.

11 ago 2008

El Protector De Los Cerdos XX


La historia del náufrago

Al amanecer del 15 de agosto de 1511 la nao Santa María de la Barca había zarpado del Darién con rumbo a Santo Domingo. La capitaneaba Pedro Juan de Valdivia, un regidor de Santa María la Antigua, que llevaba instrucciones de Vasco Núñez de Balboa para cabildear a su favor ante la Real Audiencia. El objetivo era contrarrestar las intrigas del depuesto Adelantado de Nueva Andalucía, Martín Fernández de Enciso.

El fiel padre franciscano Gerónimo de Aguilar acompañaba a Valdivia. Junto con 15.000 castellanos para argumentar de forma más convincente. Nunca llegaron a La Hispaniola.

Los primeros dos días tuvieron buen tiempo. Durante la hora de la siesta de la tercera tarde el piloto Juan de Gaviria aprovechó la soledad de la ardiente cubierta para usar la silla letrina, ubicada cual saliente sobre la borda a estribor. Sentado estaba Gaviria en tan humana labor, cuando un pez volador lo mordió en pleno pundonor. Pronto sus gritos despertaron y atrajeron a la tripulación. Algunos hubieron de auxiliar al desafortunado piloto, pues el vicioso pez no lo soltaba. Aquello parecióles de muy mal augurio. Así aconteció que en la noche se desató una terrible tormenta. El navío no resistió. Había sido armado en Almería, y no era muy robusto que digamos. En un santiamén perdió las velas, los mastiles y el timón. Las enormes olas zarandearon a su antojo aquel torso de navío por interminables horas, y acabaron estrellándolo contra unos arrecifes al oeste de Jamaica.

Dos decenas de hispanos, incluyendo dos damas, sobrevivieron al naufragio. Así como dos negros y cuatro indios, todos pertenecientes a Valdivia. En medio de los restos del navío sólo encontraron un bote con el que intentar sobrevivir en la inhóspita mar. No cabían todos. Mas, en un acto de generosidad y responsabilidad, el capitán renunció a llevarse su propiedad para salvar a su tripulación.

Sin embargo, las penurias no habían hecho sino comenzar. Hacinados en el batel, los veinte cristianos fueron atormentados por la sed, el hambre y el sol. Se vieron obligados a beber sus orines. Al principio la orina de las repugnadas damas se rifaba entre los caballeros. Después, no. Más tarde bebieron la sangre de los fallecidos. Las damas primero. Cuando arribaron a tierra firme, apenas quedaban con vida ocho hombres: el capitán Valdivia, el fraile Aguilar, el piloto Gaviria, el arcabucero Gonzalo Guerrero, y otros cuatro conquistadores.

Desafortunadamente, las corrientes antillanas habían arrastrado el bote hasta el cacicazgo maya de Ekab en Yucatán. La tierra de los cocomes. Al desembarcar los estaban esperando. El piloto Gaviria se aproximó pidiendo agua potable por señas. Por toda respuesta el cocome más cercano le abrió el cráneo de un golpe de macana. El desdichado piloto lanzó un gemido, y, tratando de contener la sangre con las dos manos, se internó en la cercana selva. Nadie lo persiguió. Indignado, el capitán Valdivia desenvainó su espada y atravesó el vientre del agresor. Los 200 nativos se arrojaron entonces sobre los cristianos gritando con rabia:

- Kiimsah! Kiimsah! (¡Asesinos! ¡Asesinos!)

A Valdivia y a dos marineros los desmenuzaron, guisaron y degustaron inmediatamente. Mientras que los restantes, incluyendo fray Aguilar y el soldado Guerrero, fueron colocados en cuatro pequeñas jaulas con el objetivo de engordarlos hasta el siguiente festín. Si bien no les faltaba comida, esos sobrevivientes estaban decididos a escapar. La ocasión se presentó en la cuarta noche de cautiverio. El pobre Gaviria se apareció junto al corral de las jaulas. Tenía un feo hueco en la cabeza y había perdido la razón. Por lo demás parecía estar bien. El piloto abrió las jaulas de sus compañeros. Y juntos se alejaron de la aldea maya.

Marchando hacia occidente consiguieron llegar hasta territorio controlado por la ciudad de Maní. Aquí reinaba la dinastía de Tiul Xiu, enemiga acérrima de los cocomes. Fueron capturados y llevados ante el jefe maniense Xamanzana, quien los esclavizó y asignó al servicio de su templo favorito. Los duros trabajos y el maltrato físico pronto costaron la vida a varios cristianos. Tan sólo Guerrero y Aguilar, cada cual a su manera, consiguieron sobrevivir. Guerrero se defendía con una ferocidad tal, que logró ganarse el respeto de los mayas. Aguilar, por su parte, rezaba, y obedecía con la mayor docilidad.

La gran oportunidad para cambiar su situación les llegó con la inauguración de una nueva Guerra Florida[36] entre manienses y cocomes. Los esclavos, como era costumbre, conformaban el primer bloque de combate. De esta manera, tras los enfrentamientos iniciales los sacrificios humanos en los respectivos templos solían ser con esclavos del enemigo y, por ende, originarios de la propia tribu. Así se dio el caso de que, al caer el primer día de la Guerra Florida de 1491, el sacerdote cocome de Tibolón, Nakul Chan, tuvo que extraerle el corazón a su propio hermano, Xupán Chan, que había sido esclavizado cuatro años atrás por el insano enemigo en Maní. Mas el contingente de esclavos de Tiul Xiu en la Guerra Florida de 1513 incluía a un arcabucero español de Niebla en Palos de la Frontera, un veterano de la primera campaña napolitana del Gran Capitán llamado Gonzalo Guerrero. Eso no significaba nada para los manienses, pero cierto aprecio le tenían, pues Guerrero le había arrancado la nariz de una mordida a uno de los ayudantes del sacerdote Teoh Um, cuando entre cinco intentaron abusar de él. El andaluz cambió los palos y piedras del regimiento de esclavos por largas varas de punta afilada. Les enseñó la rotación para no extenuarse en las filas de choque. Y estableció claros mecanismos para los comandos de empuje, hinque y mandoble.


Semejante versión ligera de la falange macedónica penetró en el ejército cocome «como la obsidiana en el pecho de un niño» –según las palabras posteriores del comandante superior maniense Na Chan Can, señor de Chactemal y mayor productor de cacao yucateco. Los improvisados falangistas destrozaron a los esclavos rivales y, a continuación, a los regulares cocomes. Chochín, el cacique de Sotuta y jefe supremo cocome, entró en pánico y lanzó a la legión élite de los guerreros de la Pluma Bermeja, que nunca combatían el primer día, ni casi ningún otro tampoco. Los de la Pluma Bermeja cargaron con su usual valor, pero fueron ensartados igual. Ahí Chochín apeló al último y máximo recurso, ordenando el avance de los mercenarios Ah Canul. Con el cuerpo completamente pintado de blanco y profiriendo ensordecedores alaridos, aquellos descendientes de mexicas se avalanzaron sobre los lanceros de Guerrero. El español, sin embargo, impartió órdenes de abrirles un corredor y dejarlos pasar. De manera que los Ah Canul fueron a chocar directo contra los regulares manienses. Al instante Guerrero mandó a cerrar el corredor y voltear el ataque de la falange contra la retaguardia Ah Canul. Por primera vez en la historia maya una Guerra Florida duró un solo día.

Al atardecer siguiente, en medio del éxtasis eufórico por los sacrificios de prisioneros, Na Chan Can hizo llamar a Gonzalo Guerrero. Frente a la reunida nobleza Tiul Xiu el gran cacique le otorgó cuatro grandes honores al hispano: la libertad, el grado militar de nacom, su propia hija Zazil Há Can en matrimonio, y un mordisco en el corazón de Chochín. El bravo soldado se conmovió hasta los tuétanos, y se volvió un maya para siempre.

- Padre, ¿de veras que no podemos recuperar a ese hombre para la causa cristiana? –indagó Cortés al escuchar esa parte del impresionante testimonio.

- Me temo que es imposible, señor –contestó Aguilar tomando aliento tras la larga narración–. Cuando recibí vuestro mensaje, he ido a verlo. Insistí mucho, pero fue categórico en su negativa. Gonzalo tiene las orejas horadadas y porta todos los tatuajes rituales de los guerreros de estas tierras. Sus hijos llevan una tablilla en la frente con una bolita colgando, para aplanar sus cabezas y a la par quedar bizcos, como les gusta a los mayas. Incluso sacrificó a Ixmo, su primera hija, para aplacar una plaga de langostas…

- ¡Joder! –se escuchó en un coro tan espontáneo como impreciso.

- Pero eso no es lo peor, caballeros –murmuró el fraile náufrago.

- ¿Qué puede ser peor? –preguntó Pedro de Alvarado.

- ¿Sabéis de unos castellanos que fueron atacados en Champotón dos años atrás? –inquirió a su vez Aguilar.

- ¡Francisco Hernández de Córdoba! –contestó Alvarado–. Perdió casi 60 hombres, y él mismo pereció después en Fernandina por causa de sus heridas.

- Estamos aquí, entre otras cosas, para vengar esa afrenta –sentenció Cortés.

- Pues poneos a buen recaudo, castellanos, que ha sido el nacom maya Gonzalo Guerrero quien ha dirigido ese ataque…

- ¡Joder!


El nuevo miembro de la expedición acababa de explicar como luchaban las naciones de nativos en las nuevas tierras. Ese conocimiento el caudillo lo interiorizó de un golpe. Le resultaría extremadamente útil durante toda la campaña mexicana. La labor de Aguilar como intérprete también sería sumamente importante para la gloria de Castilla.

Más tarde, apartados del resto, fray Cabezuela le dirigió la palabra en privado a fray Aguilar.

- Hermano, aunque no me conocéis, yo sí sé de vos –le dijo–. En su día hube de reemplazaros en Santa María la Antigua. ¿Recordáis a fray Miguel de Zumárraga?

- ¡Cómo no habría! ¡Miguel, aquel vasco impulsivo! ¿Qué ha sido de él? –exclamó fray Aguilar.

- Sigue en el Darién junto a Vasco de Balboa…[37] -comenzó a explicar fray Cabezuela.

- Hermano, ¿sabéis algo sobre mi madre? –lo interceptó el náufrago.

- Pues… es de eso que quería hablaros…

- ¡Decidme, por favor!

- Nuestros hermanos franciscanos del Monasterio de la Cartuja de Sevilla la visitan con cierta regularidad en Ecija.

- ¡Gracias a Dios! ¿Entonces, está bien?

- De salud sigue muy robusta, mas debéis entender que la noticia de vuestra desaparición en tierras de caníbales la afectó mucho –enunció don Simón–. Vuestra madre se niega a comer carne, y al ver freir cualquier pedazo suele gritar como loca: «¡Ved aquí la madre más desdichada del mundo, ved aquí los trozos de mi hijo!»

- ¡Santo cielo! –articuló medio ahogado don Gerónimo con lágrimas en los ojos, y el nudo en la garganta no le permitió continuar.

En ese momento fueron interrumpidos por el soez capitán Alonso Hernández de Portocarrero. Se había acercado sigilosamente para escuchar la conversación, y vociferó inclemente:

- ¿A que no sabéis lo que grita vuestra madre cuando ve cocer unos huevos?


[36] Las guerras mesoamericanas se caracterizaban, en primera línea, por la captura de prisioneros. El guerrero maya, totonaca, tlaxcalteca o azteca intentaba sólo herir a su rival para tomarlo preso y luego sacrificarlo ante el altar de sus dioses. En aras de ese objetivo se invertía más en la emplumada y colorida decoración de los guerreros que en su armamento. Para que el lector se haga una idea en términos de productividad: Apresar a un guerrero costaba por regla el triple de esfuerzo y tiempo que matarlo.

[37] Esa información no era exacta. Corría febrero de 1519 y Cabezuela ignoraba que Pedrarias había hecho ejecutar a Balboa apenas un mes atrás.

7 jul 2008

El Protector De Los Cerdos XIX


Un indio diferente

La flota castellana se disponía a abandonar Isla Mujeres con proa hacia el norte de Yucatán, cuando Juan de Escalante anunció una emergencia en su bergantín mediante una salva de cañón. Poco después un mensajero en un bote informó al generalísimo de que la nave de Escalante hacía agua.

- ¡Hostia, que se nos jode el casabe! –exclamó el caudillo consternado.

- Os lo advertí, excelencia –reconvino fray Simón-. Poner todo el pan casabe en un solo barco fue una imprudencia.

- Regresaremos a Santa Cruz –decidió Cortés-. Hay que carenar ese barco.

El retorno a Cozumel fue rápido. Afortunadamente sólo se perdió medio quintal de casabe. No se echó a perder. Sencillamente se perdió de la bodega del bergantín, junto con una pinta de aceite de oliva y algo de sal.

La reparación de la nave demoró varios días. Una vez que todo estuvo listo para zarpar, Cortés mandó a embarcar la tropa, y llamó a sus oficiales a una reunión en el templo de Ixchel. Luego, a sugerencia de Cabezuela, se procedió a celebrar una misa por el éxito de la expedición.

Rezando estaban, cuando Portocarrero, que se entretenía oteando el horizonte dada la prohibición de blasfemar en misa, divisó una canoa dirigiéndose rauda a Cozumel.

- ¡Virgen de los demonios, esos indios sí que reman, y a las buenas! –exclamó el extremeño.

- ¿Cuál virgen? –preguntó Alvarado separando las manos y siguiendo la mirada de su vecino.

- ¿Están buenas, eh? –inquirió Ordás levantándose a mirar.

- ¿Dónde, dónde? –dijeron varias voces, mientras se perdía la posición oratoria general.

- ¡Caballeros, por Dios, no abandonéis la misa! –exclamó fray Olmedo visiblemente enojado.

- ¡Pero dónde diablos os habéis creído que estáis! –gritó Cortés enfurecido-. Por mi conciencia, os juro que…

Prontamente se reaunudó la ceremonia. Finalizada la misma el caudillo ordenó a Andrés de Tapia dirigirse a la playa para averiguar qué traía la piragua.

Tapia bajó con su escolta. Ya en la costa, mandó a sus hombres a señalizar intenciones de paz hacia la canoa próxima. Sus tripulantes, cinco indios en taparrabos, saltaron de la embarcación. Avanzaban vacilantes entre las débiles olas.

- Tintorero, ¿acaso no me habéis escuchado? Bajad esa ballesta ahora mismo –masculló don Andrés, y agregó para los restantes soldados-. Sonreíd, joder, imaginaos que son indias.

La sonrisa colectiva de la tropa hispana hizo retroceder instintivamente a los desarropados indígenas. Uno, sin embargo, continuó adelantándose, y entonces gritó:

- Señores, ¿sois cristianos y cuyos vasallos?

Las palabras castellanas de torpe acento desconcertaron a los conquistadores. Angel Tintorero fue el primero en reaccionar.

- Sí, cristianos somos, y vasallos del rey de Castilla –aseguró con firmeza.

Aquel nativo semidesnudo cayó de rodillas llorando y rezando a un tiempo.

Los castellanos se acercaron. Comprobaron, con cierta dificultad, que realmente se trataba de un europeo curtido por la vida agreste. Era un individuo de contextura mediana, de tez morena, aún más bronceada por el sol. Llevaba el cabello al estilo maya: rapado en todos sus bordes, y con el largo resto atado atrás.

Tapia se agachó y le puso una mano en el hombro.

- ¡Nada temáis, buen cristiano! Decid: ¿quién sois? –inquirío el oficial.

- Soy fray Gerónimo de Aguilar, de la Orden de los Hermanos Menores[32], oriundo de Ecija, y náufrago de la Santa María del capitán Valdivia[33] –anunció el hombre respirando agitado.

La emoción del náufrago era contagiosa. Con gran regocijo los soldados lo abrazaron y cumplimentaron. Tapia mandó a Tintorero corriendo a dar la buena nueva al caudillo, que ya descendía del templo.

- Venid, hermano, y traed a vuestros indios con vos –reclamó don Andrés, y seguidamente se volvió hacia sus guardias-. ¡50 maravedíes a que don Hernando no distingue al franciscano entre los salvajes!

- Vale, me apunto con 20 –afirmó Pero el desorejado[34].

- E io con il resto –añadió Doménico el genovés[35].

Ambos grupos se encontraron en un pequeño claro de la arboleda que separaba la playa de la aldea de Chamaco.

- ¿Dónde está el náufrago castellano? –preguntó impaciente el caudillo, pues no veía ningún cristiano desconocido entre los presentes.

Gerónimo de Aguilar se había colocado en las habituales cuclillas, al igual que sus acompañantes indígenas.

- ¡Arriba, Perillo y Dominguete, vengan esos maravedíes! –exclamó el capitán Tapia.

- Me cago en la leche –se lamentó el primer aludido.

- Figlio di putana –imprecó el otro.

- Por mi conciencia, ¿de qué puñeta habláis? –se exasperó Hernán Cortés-. ¿Dónde está Gerónimo de Aguilar?

- Ese soy yo –dijo un indio.

Recuperado de la sorpresa, el caudillo mandó traer unos calzones, una camisa y un jubón para el pobre Aguilar. El propio fray Cabezuela sacó de su zurrón las alpargatas de reserva, y las donó al hermano Gerónimo. Juan de Escalante le regaló su montera para que cubriera la deformada cabellera.

Comiendo y bebiendo en el patio del cacique cozumeleño, Gerónimo de Aguilar contó su asombrosa historia.



[32] Los frailes franciscanos de la Ordo Fratrum Minorum, fundada por San Francisco de Asís en 1209, fueron pioneros en la evangelización de América, al igual que los padres dominicos de la Ordo Praedicatorum, así como, en menor medida, los también mendicantes hermanos agustinos de la Ordo Sancti Augustini y los penitentes monjes jerónimos de la Ordo Sancti Hieronymi.

[33] Otro caso homónino entre conquistadores. Este Pedro Juan de Valdivia no debe ser confundido con su tocayo Pedro de Valdivia, conquistador de Chile. Tampoco estaban emparentados. Y tuvieron destinos muy diferentes: Pedro Juan, modesto capitán de barco, fue atrapado en 1511 por los mayas cocomes tras una breve escaramuza. Los cocomes lo sacrificaron sin mucha ceremonia, y se lo comieron junto a tres de sus hombres. Pedro, Capitán General de Chile, fue capturado en 1553 por los araucanos de Lautaro en la sangrienta batalla de Tucapel. Durante tres día los mapuches le aplicaron atroces tormentos. Como colofón, usando afiladas conchas de almejas, le quitaron la carne de los antebrazos y se la comieron a la brasa delante de sus ojos. Luego siguieron con las pantorrillas y parte de brazos y muslos del desesperado conquistador. Finalmente, su antiguo paje Lautaro le sacó el corazón a carne viva y lo degustó crudo, compartiéndolo con otros toquis (caciques). Aunque el moribundo resto de Valdivia sólo llegó a vislumbrar el mordisco inicial de Lautaro. Su cráneo fue conservado como trofeo. Tres generaciones de toquis lo usaron para beber chicha, hasta que en 1608, como gesto de paz, el cacique Pelantaro lo entregó a los españoles junto a otra vasija de chicha: la calavera del gobernador Martín García Óñez de Loyola, caído en la batalla de Curalaba en 1598.

[34] La usanza castellana de cortar nariz y/u orejas de los condenados por hurto o estafa trajo numerosos mutilados a las Indias. Entre los hombres de Cortés habían varias decenas de ellos.

[35] La tropa conquistadora no se componía exclusivamente de ibéricos. Dos docenas de italianos, principalmente genoveses, integraban las tripulaciones de los barcos de Cortés, algo muy usual en la marinería de las naciones mediterráneas. También algunos marineros franceses y varios griegos participaron en la conquista de México.
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