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29 ago 2010

Intimidad Inicial

Mi primera experiencia íntima con una fémina aconteció en el Kindergarten, a la tierna edad de 4 años y con Raquelita, una pelirroja de enormes ojos verdes que me llamó la atención desde que entré por primera vez en el salón del círculo infantil Los Enanos Milicianos.


Pues bien, al tercer día Raquelita y yo hicimos caca juntos.


Me encontraba solo y en plena faena cuando ella se apareció en el enorme baño de 8 inodoros. Recuerdo perfectamente sus palabras:


- Me da miedo solita… ¿Me das un ladito?


Accedí con gentileza, por supuesto. La taza resultó ser perfecta para dos de nuestras dimensiones. Así supe que las princesas también hacen caca. Demoramos. Como todo un caballero esperé a que ella terminara para levantarme. Raquelita me observó curiosa mientras yo usaba el papel sanitario con orgullosa habilidad. Me subí los pantalones. Y entonces me dijo:


- Yo no me sé limpiar…


Volví a actuar como un caballero.

19 feb 2010

Green Toys

Los juguetes ecológicamente correctos han conseguido entrar en el mercado estadounidense. Es el tercero que conquistan, tras el mercado neolítico y el mercado europeo. Aunque hay sus diferencias. Los ecologistas europeos también son pacifistas. No fabricarían un juguete ecológico belicista, por muy blanda que sea la madera. De los juguetes neolíticos mejor no hablar, pues en la edad de piedra se perdieron más vidas jugando con flechas que en algunas guerras modernas.
En todo caso y volviendo al asunto, estas pistolas de palo me recuerdan el párvulo arsenal de mi barrio en plena carencia socialista tercermundista. Porque en mi época sí se jugaba a la guerra, los pistoleros, los vaqueros o los gánsteres. Yo tenía una pistola de metal, herencia de mi padre, y un fusil de plástico, fruto del cambalache. Para jugar cada cual traía su arma, por supuesto. Y era dramático: los que venían con semejante armamento de leña mostraban pudor, sobrecogimiento, inhibición a la hora del combate. Eso contradecía todo lo que nos enseñaban en la escuela acerca del heroísmo de los guerreros de la patria: siempre en desventaja técnica, mas con la moral muy alta. Pero no, no era lo mismo hacer sonar el percutor de una ametralladora de plástico: ratatatatá, que imitar con la boca el disparo de una pistola de palo: tuf, tuf. En fin, en mi barrio las guerras siempre las ganábamos los malos.

13 dic 2009

Smoking Covers

Nunca me atrajo fumar. De hecho, creo que sin la existencia del cannabis hasta hoy no le vería sentido. En casa mamá solamente fumaba cuando se ponía nerviosa. Muy nerviosa. Y era entonces que papá bebía. Algunos amigos del barrio, en cambio, fumaban desde los 9 o 10 años. Principalmente colillas que recogían del piso. Yo, por solidaridad, a veces le hurtaba un par de cigarros a mi tía, los cortaba en cuatro con una cuchilla de afeitar y distribuía los pedazos por el suelo en el edificio o en el colegio. No fueron esos mis únicos actos de generosidad. Una vez encontré un juego de barajas pornográficas en la mochila de un compañerito y las repartí por toda la escuela. Fue en esa época que el acné atacó por primera vez de forma masiva a los chicos de 5to y 6to grados. Pero me estoy saliendo del tema.

Hoy fumar es pecado y está prohibida su publicidad en casi todo el mundo civilizado. Personalmente creo que es demasiado tarde. El daño ya está hecho, el calentamiento global es irreversible. A menos que se prohiba el internet para meteorólogos, ecologistas y demagogos verdes. Antiguamente, sin embargo, el cigarrillo era uno de los mejores utensilios estéticos y/o creativos. Los artistas fumaban mucho más. Y bebían y se drogaban tanto como hoy, claro. ¿Habrá una relación entre la nicotina y la creatividad? No lo sé; pero, en cualquier caso, antes la música era mejor.

A lo que realmente iba: He aquí mi lista de carátulas humeantes.

N° 10: El cantor nordestino brasileño Raimundo Fagner publicó su LP Traduzir-se en 1981, cuando era más buen mozo.


N° 9: En 1968 el francés Armand Lugeaux, digo, Gilles Dreu era uno de los favoritos del maestro Paul Mauriat. No tanto por su voz como por los excelentes habanos que traía al estudio.


N° 8: En 1979 el semi-semita ruso Vladímir Vissotski era un camarada controvertido, un bardo fumador y un vividor extraordinario. ¿Quién sino él comía queso francés cada noche en Moscú o en Siberia? Su temprana muerte en plena Olimpiada de 1980 dejó vacíos los estadios, pese a la discreción del partido.


N° 7: Por fumar de forma descuidada, Dyango, el gitano de la balada (no confundir con el gitano del bolero), quemó dos cortinas, seis camisas y el lado derecho del saco que llevaba en aquella época (1965.) Era el único que tenía, pero el disco se vendió tan bien que pudo comprarse otro saco, dos camisas y seis cortinas. Otro descuido. De ahí que en el segundo disco salió vistiendo una hawaiana, hecha en realidad con una cortina.


N° 6: Vicioso, afrancesado y depresivo (excepto en las reuniones del PCE), pero con un extraordinario sentido para combinar armonías, Luis Eduardo Aute es hasta hoy, y sin la menor duda, el mejor cantautor filipino. (No confundir con Isabel Preysler, aunque supongo que Julio Iglesias también le habría hecho un tiempo a cambio de algunas canciones.) Ya en 1978 no tenía competencia en Manila.


N° 5: Johnny Hartman, un excelente intérprete de jazz que grabó con Coltrane en su mejor época, fumaba continuamente. Siempre llevaba un cigarrillo de reserva pegado al cabello. (Se lo estiraba con mucha grasa.) Este formidable disco salió en 1963.


N° 4: En 1962 Charles Aznavour, el genio caucásico de la chanson, fumaba en exceso. No obstante, por ser armenio nunca pudo usar en el escenario una gabardina con dos bolsillos llenos de puros como los georgianos. (¿O esos son los cherkesos... o los chechenos... o los kalmukos... o los osetios... o los tabasaranos... o los karachayos... o los abjasios... o los karajasios...?)


N° 3: El jamaicano Gregory Isaacs mostró sus grandes aspiraciones, y no menores espiraciones, en este disco de 1977. Agrupaba varios singles editados anteriormente de esa forma desordenada tan habitual en Kingston. Fue muy convincente.


N° 2: Ya en 1976 otro jamaicano defensor de la flora, Peter Tosh, había hecho un manifiesto musical a favor del humo y la yerba. El título del LP y del tema principal era más que elocuente: Legalize It. Su demanda sólo tuvo eco en Holanda. El cantante estaba convencido de que a finales del siglo XX sería algo normal aquella anhelada legalidad, mas no vivió para percatarse de su error. En 1987 entraron tres tipos armados en su casa de Kingston y le reclamaron que entregara "la pasta." El músico sacó tres bolsitas de mezcla aromática. Le dieron un tiro.


N° 1: El primer puesto no podría tenerlo otro que Bob Marley, quien le rindió honores al humo en su debut fuera de Jamaica en 1973. El LP Catch A Fire es una ficha gorda de la música popular, perfecta para abrir juego, y para soltarla Bob se puso un porro en la boca.

21 nov 2007

Epílogo de la Yuca

Al mediodía se apareció frente al Pre una turba de vecinos de barrio, los vagos habituales, encabezados por un fornido mulato reclamando para fajarse con el "abusador" que le había pegado al pobre Rafelito.

El director Eligio decidió salir a pelear.

Nuestros profesores regulares eran mujeres o viejos, exceptuando las cátedras de Educación Física, Dibujo Técnico y Preparación Militar, que a esa hora estaban desiertas. Apenas dos profesores jóvenes se encontraban presentes. El secretario general de la UJC Abel, de Literatura, y Sinqui, de Dibujo Técnico. Este último, como su apodo indica, por un capricho de la naturaleza vino al mundo prácticamente desprovisto de mandíbula inferior.

Sinqui se negó a salir. Alegó que los médicos le habían prohibido fajarse, pues un golpe en el mentón podría matarlo. Ese día se desprestigió definitivamente. Aunque ya antes estaba en baja total desde que disertara una apología de la masturbación ante un grupo de estudiantes.

Abel, en cambió, sí se movilizó. Organizó rápidamente un piquete de apoyo para el valiente Pulga entre los malacabezas del Pre. Ahí estuvimos en primera línea Raúl, Miguel y yo junto a otra media docena de estudiantes. El propio Abel no salió, se quedó mirando desde los corredores abiertos que daban para la calle, como todo el mundo.

Estábamos en desventaja 1 a 2. Además, los vecinos vagos eran todos adultos. Nuestro único adulto era el más pequeño del bando, la Pulga. Pero Miguel y Mauricio eran karatecas, Ricardo el toro y yo éramos judocas, y Raúl era inteligente. El sagaz guajiro, se apareció con un manojo de cabillas que sacó a la carrera del cementerio de sillas del Instituto. Las repartió entre todos nosotros, y eso fue decisivo. Los vecinos justicieros se quedaron plantados a unos metros vociferando, pero no cruzaron la curva blanca que rodeaba el portal del Instituto. Mientras, cabilla en mano, la Pulga Dominante les espetaba con voz ronca:

- ¡Al que entre en mi perímetro lo reviento!

20 nov 2007

Mango Impune, Yuca Castigada

En el segundo año de Bachillerato teníamos una profesora tutora bastante antipática. Ese criterio valía tal vez para el 80% del aula. El otro 20% no sé si la apreciaban, pero eran serviciales con ella. La profesora, que impartía Lengua Española y cuyo nombre sinceramente no recuerdo, tampoco hacía demasiado caso de los chicharrones, pero eso tenía el efecto de incitarlos aún más al servilismo. Nunca lo he entendido, pero funciona así.

Una de las aduladoras, una guataca heroica llamada Milagro, trajo un día unos mangos para la profesora. Los colgó del espaldar de la silla en una bolsa de red a la espera del tercer turno, en el que nos tocaba Español. Eran seis mangos grandes y hermosos. Olían fabulosamente.

En el segundo turno faltó un profesor, y ninguno de los posteriores estaba disponible. Así que lo tuvimos a nuestro libre albedrío. Cada cual se encaminó hacia donde le pareció, y se ocupó de lo suyo. Raúl, Miguel y yo nos comimos los mangos. No lo hicimos de soslayo. Simplemente fuimos hasta la bolsa, agarramos los mangos y nos los merendamos allí mismo. En el aula o en sus alrededores estarían tal vez un cuarto o un tercio del grupo. Luego colocamos las cáscaras y las semillas de vuelta en su red, y nos fuimos a lavar las manos.

Naturalmente procuramos estar presentes cuando se destapara el asunto. A la dueña de los mangos le entró un ataque de rabia. Gritaba, lloraba, amenazaba. Y nosotros la mirábamos con curiosidad antropológica. Rápidamente se acercaron los restantes cuatro heroicos para mostrar su posición solidaria antes de que llegara la profesora, quien no se hizo esperar. A la profesora le gustaban los mangos. Ciertamente adoraba los mangos. Así que si por principio no podía tolerar el despojo, mucho menos soportaría impasible ver aquellas semillas y cáscaras, que aún como desechos prometían grandiosamente lo que ya no podría ser. La profesora declaró que habría consecuencias graves para los culpables. Y que quedaríamos todos sin clases ni salida hasta que no se descubrieran los autores de la infamia.

Miguel y yo compartíamos una mesa. Empezamos a mirar alrededor. Intentábamos adivinar quién podría echarnos pa'lante. No sabíamos exactamente quienes nos habían visto, pero nos llevábamos bien con mucha gente. No debería haber peligro. Raúl, en cambio, tenía una lengua mordaz, y era cojo. Además era un guajiro holguinero. Cualquiera podría denunciarlo. Desde luego, si nuestro socio Raúl caía, se hundiría solo. Jamás intentaría compartir la culpa. No podíamos permitir eso. ¿Quién abandona a un camarada caído? ...Bueno, ok, puede pasar, pero ¿a un camarada cojo caído? ¡Nunca! Empezamos a mirar amenazadoramente alrededor. Por suerte nadie habló.

Media hora después vino el director del Instituto. Se llamaba Eligio y era conocido como La Pulga Dominante, pues medía 1 metro y 50, pero se hacía respetar. En un combate cuerpo a cuerpo con Rafelito, un loco callejero que entró a la hora del matutino y extrajo su miembro frente al auditorio, la Pulga había vencido claramente. Raúl, Miguel y yo animamos a Eligio durante aquella lucha. Aunque en verdad quisimos evitarla, pues le habíamos dicho claramente a Rafelito que se la sacara y acto seguido saliera corriendo. Pero aquel maldito loco se quedó allí meneándosela, y el director tuvo que actuar. Cuando Eligio tenía al loco maniatado en el suelo con un agarre de lucha libre, Raúl gritó:

- ¡Cuidado, Eligio, que a Rafelito se le para la yuca!

La Pulga miraba furioso buscando al autor de la advertencia, mas Raúl afortunadamente atinó a callarse. Sin embargo, se trataba una indicación honesta, pues al levantarse el director sin dejar de apretar el cuello del loco, éste tenía una soberbia erección. La exclamación de asombro fue general. Rafelito era un indio de mediana estatura y unos 20 años, y evidentemente lo único que tendría que envidiarle a un caballo sería la cordura.

En esas circunstancias Eligio no sabía que hacer. Raúl no pudo aguantarse, y exclamó:

-¡Guárdele eso, director, que aquí hay niñas!

La cara del director era un drama griego. Zeus en sus plenos poderes, pero el Olimpo viniéndose abajo. Optó por liberar un brazo del agarre y propinarle puñetazos en la cara a Rafelito. Nos pareció cruel. Y fue ahí que comprendimos que hay una estrecha relación entre la impotencia y la violencia. También aprendimos que la violencia funciona. Al disminuir la asfixia, y con la distracción de los piñazos, a Rafelito se le bajó la erección. Entonces la Pulga lo arrastró para afuera del recinto.

Esta vez la situación era más fácil. No había yuca en juego, sino apenas unos mangos, o sea, ya no había mangos. Eligio nos echó una descarga impresionante. Ya eramos casi adultos. Aquello era una verguenza. La irresponsabilidad resultaba colectiva. Habría sanción para todo el mundo. Y comprendí que había que hacer algo, antes de que alguno se ablandara. Pedí la palabra.

- Director, al igual que muchos compañeros aquí, creo que la situación que tenemos requiere un tratamiento diferenciado. En verdad, lo que pasó aquí, ocurrió en un momento de abandono. Los mangos fueron irresponsablemente abandonados a su suerte. Y tuvieron mala suerte. Pero ante todo, nuestro grupo se encontraba abandonado. El profesor de turno nos abandonó. Por problemas de salud o lo que sea. Pero lo cierto es que con ese abandono pudo haber sido cualquiera quién se despachó a los mangos. Alguien de otro grupo. O Rafelito el loco, sin ir mas lejos. Además hay que ver que se trataba de unos mangos. ¿Qué tal si hubiera sido una yuca? ¡Dudo mucho que en ese caso hubieran dejado las cáscaras! Me parece que exhibir mangos, o yucas, no es propio de este instituto. Porque resulta tentador, y siempre hay alguno que les cae encima, como hemos visto. Con el debido respeto, le pedimos que considere que nuestro grupo está pasando por un momento de abandono, y ese es el problema que debemos combatir desde la raíz.

La estupidez, cuando es contundente, resulta irrefutable. Lo habíamos visto una y mil veces en actos y reuniones. La Pulga balbuceó algo de que ya veríamos, y se retiró para no complicarse la vida. Con ello se acabó la situación de emergencia. La profesora tampoco tenía ganas de embarcarse en una hora extra al final para recuperar la clase. Se quedó así. Aparte de la clase de Español sólo los mangos se perdieron. Aunque, desde nuestro punto de vista, no exactamente.


15 nov 2007

Agujetas De Fuego


Después de fracasar como genial infante ajedrecista le cogí el gusto a jugar con fuego. Antes había podido apreciar algunos pequeños incendios usando catapultas de fósforos. Nada grande en realidad. Pero un día, quemando un hormiguero con ayuda de alcohol desinfectante, descubrí que, preparado intencionalmente, el fuego podía ser mucho más interesante. Era francamente agradable ver como ardía un papel, un madero, una colchoneta… Imagino que tenía algo de atavismo cavernícola también. Claro que en mi casa no mostraban mucha comprensión por ese placer infantil. Me vi obligado a desarrollar mis habilidades pirotécnicas en otros lugares: solares, la escuela, algún patio ajeno… No era cosa de todos los días, sino apenas de vez en cuando, pero me pasé años con ese hobby ocasional. Hasta que conocí a Ivette, mi primer amor.

Me disponía a improvisar una linda fogata en el patio de una casa, cuando la vi venir a tender ropa. La miré y quedé fascinado. De ese embeleso sólo desperté cuando la llama del fósforo llegó a mis dedos. Ella era, además de linda, lista. Comprendió mis incendiarias intensiones, y comenzó a llamar a gritos a su padre. Tuve que alejarme precipitadamente de allí.

Desde entonces me olvidé del fuego y empecé a seguirla. Siempre que salía sola, yo dejaba de merodear y me iba tras ella. También le llevaba rosas, que depositaba en su portal. Con lo que me gané la enemistad de su madre. Yo cogía las rosas del propio jardín de su casa.

Hasta ese momento su papá y su mamá me tenían mala voluntad. Ella, en cambio, me detestaba. Si bien mi presencia le despertaba fuertes emociones. A veces se detenía en la calle, giraba sobre sus talones hacia mí, que solía marchar unos pasos detrás, y me gritaba ruborizada y hasta con lágrimas en los ojos:
- ¡Estúpido, no me sigas más!

La verdad es que me llenaba de regocijo comprobar que mi amada no me ignoraba. Pero al parecer tanta exaltación resultaba perturbadora para ella. Su papá intentó dos veces agarrarme, pero yo era claramente más rápido. En el barrio sólo había dos negritos, Orlandito y Rolandito, que me ganaban corriendo. Así que durante un tiempo el papá de Ivette dicidió llevarla y recogerla de la escuela. Mas aquello trajo consigo las burlas de sus compañeros. Ella entonces, aunque no dejó de detestarme, empezó a odiarme. Eso ya estaba mejor. Eso todavía no llegaba al bistec, pero ya eran las cebollitas fritas.

Ivette volvió a ir y venir sola de la escuela. Y yo reanudé mi acompañamiento a tres o cuatro metros de distancia. Poco a poco, sin embargo, se fue acostumbrando. Después ya me dejaba incluso llevarle los libros. Y hasta me dirigía la palabra:
- Dame los libros, que ya llegamos a mi casa.

En algunos casos yo no podía acompañarla, pues no siempre podía escaparme a tiempo de mi propia escuela, o mi madre me daba un encargo. En ocasiones la alcanzaba ya a medio camino de su casa. De esta manera una tarde al aproximarme, vi que un perrazo babeante le cerraba el camino a mi adorada.

Paralizada por el terror, Ivette no sabía que hacer. No tuve que pensarlo ni un segundo. Agarré lo primero que vi a mi alrededor: un saco sucio de grasa y gasolina en el suelo. Al tiempo que le prendía fuego, me abalancé sobre la bestia. El saco se inflamó inmediatamente. Y el can, ante la perspectiva de convertirse en un perro caliente, se dio cobardemente a la fuga. Luego nos ladraba indeciso desde lejos.

Continuamos camino tranquilamente. Yo reventaba de orgullo. Era la primera vez que Ivette se aferraba a mi brazo. Por llevar el biceps contraído durante todo del trayecto, sentí agujetas ardiendo en el músculo casi tres días.

4 oct 2007

Comando Playero

Después del divorcio mi madre consiguió un Moskvich, pero apenas lo usaba. Sobre todo luego de que casi le pasa por encima a una vieja. Mi padre, por su lado, tenía un Fiat argentino desde mucho antes. Desde luego, ese siempre fue intocable. Cuando mi hermano cumplió 15 años, aprendió a manejar. Entonces nos juntábamos con nuestros primos Oscar y Arturo y cogíamos prestados el Moskvich sin que mi madre se enterara. Yo era el único que no sabía conducir, pero ninguno tenía licencia. Al mayor primo lo habían suspendido dos veces en el éxamen práctico –por mariconá, claro, y los otros ni eso.

Menos mi hermano, todos podíamos pasar por jóvenes adultos. Agarrábamos el Moskvich y nos íbamos para la playa. Mi hermano manejaba muchas veces. Cierto que con él al timón, que nos viera la policia era un riesgo. Pero se empecinaba en manejar muy a menudo, y el carro era de su madre... Pero fuera quien fuera al volante, el co-piloto siempre era yo. Lógico, el carro era de mi madre...

Usábamos dos recursos de camuflage. En primer lugar llevábamos siempre gafas oscuras. Eso hacía nuestro aspecto algo mayor y algo siniestro.

Lo otro era el carnet de cazador de nuestro ya fallecido abuelo común. Tal carnet era emitido por el MININT en su afán de controlar a todo posible peligro para el Comandante. Quien poseía un arma de caza desde antes de 1959, si quería conservarla, tenía que registrarse como cazador. Usar el arma sin carnet significaba de 8 a 18 años, según el lugar donde te cogieran con la escopeta en la mano. Obviamente, aquel que sólo amagara de descontento, perdía el carnet y el arma. El arma era intransferible bajo penalización. La misma semana que murió el abuelo, sin que nadie les avisara, pasaron los tipos del MININT a recoger el fusil. Por el carnet ni preguntaron. Sí, eran agentes, pero criollos.

Este carnet tenía el mismo aspecto, tamaño y color exterior que los carnets de la policía, de la seguridad de estado, de los aduaneros, en fin, de todo el personal del MININT. Debido al uniformismo socialista o a la escasez de recursos, o a ambos, la carátula era la misma para todos los carnets emitidos por la entidad represiva nacional. Tengo entendido que a principio de los 90 cambiaron los formatos.

Lo llevábamos por una razón bien simple. En un pais donde el control es tan absoluto, la mera apariencia de pertenecer al aparato represivo te hace de confianza para los otros componentes del mismo. Los carnets eran de un azul particular y con el título del Mininterio del Interior junto al borde superior. Los policías y los segurosos de civil en operativo sin cobertura lo llevaban en el bolsillo de la camisa, y por su longitud siempre sobresalía la parte superior. Así mismo me ponía yo el carnet de cazador del abuelo. Siempre que le pasamos cerca a algún policía, el carnet estaba bien visible. Se podía apreciar como los tipos lo veían antes de relajarse. Era el mismo clip cada vez: policía mira pa’l carro, policia mira pa’ los tipos dentro del carro, policía mira las gafas de los tipos dentro del carro, policía mira la ropa de los tipos dentro del carro, policía ve el carnet, policía mira pa’ otro la’o.

Sólo una vez fue diferente. Era ya de noche en la carretera de la playa, y nos detuvo un grupo de las tropas guardafronteras. Portaban AKMS. No las simples AK47 de unidades regulares. Normalmente por ahí no tenían nada que hacer. Así que supusimos después que estarían buscando a alguien. Después. Porque en ese momento nadie supuso nada. Tan sólo conectamos el autopiloto. Oscar, que manejaba, detuvo el carro fuera de la carretera. Dos de los guardias se acercaron, y uno se dirigió a la ventanilla del conductor alumbrando con una linterna. Antes de que el tipo dijera nada, yo saqué el carnet del abuelo y, sosteniéndolo por la base, lo extendí hacia el soldado por encima del pecho de mi primo. No se me ocurrió otra cosa. Ni supe qué decir. El guardia alumbró el carnet con la linterna, y acto seguido, cuadrándose, exclamó:
- Sigan, compañeros!

2 oct 2007

Tras las huellas de Capablanca


Mis notas en la escuela habían bajado notablemente. Consagrado primero al negocio de catapultas de fósforos y luego a las bolas, había hasta adelgazado, pues comía poco y gastaba mucha energía. Había adquirido además una forma insolente de expresarme. La arrogancia llega rápido cuando ganas bien, pero demora en irse cuando ganas mal.

Un consejo familiar decidió entonces que yo iba por mal camino, y que había que hacer algo. La estrategia que acordaron fue cambiarme de amigos. Y la táctica resultó en pasarme a otro colegio.

En la nueva escuela mi maestra era una vecina nuestra, una persona muy respetada en el barrio. Se llamaba Juanita. Se caracterizaba por su rectitud y su apego a la disciplina. Y también por su fuerza. Es la única persona a la que he visto levantar en vilo a un niño sosteniéndolo tan sólo por una oreja. Desde luego, hay que alabar también a la oreja de aquel niño. Su nombre era Pavel. No era ruso, pero tenía muy buenos cartílagos.

La maestra Juanita era geométrica. Es decir, su proyección en el plano era un cuadrado, medía 150 cm de arriba a abajo y 150 cm de izquierda a derecha. Vista tridimensionalmente era un cubo, pues también medía 150 cm del extremo delantero al extremo trasero. Vestía únicamente de blanco, por un voto que había hecho. Nosotros pensábamos que el voto era para que su marido, que era tuerto, no perdiera el otro ojo. Este señor, el esposo de la maestra, era médico y también muy respetado. Poseía una consulta privada en su propia casa. Yo fui paciente allí. No se me olvida una ocasión de muy pequeño en que estaba enfermo y, como la enfermera no se encontraba presente, el propio doctor me puso una inyección. Siempre fui valiente para las inyecciones, pero esa vez sentí temor. Pues, aunque comprendía que un sólo ojo bastaba para ver, el incipiente analista que había en mí se preguntaba: "¡¿Y si apunta con el otro ojo?!"

Debo decir que mis notas mejoraron nuevamente, pero mi energía no lograba encaminarse. Así que, como sabía jugar ajedrez desde pequeño, me inscribieron en una academia del deporte ciencia. Fue un acierto, pues me apasioné con el asunto. Me propuse emular al gran José Raul Capablanca. Conocía su biografía al dedillo. Sabía que Capablanca de niño vencía a su padre, y que a temprana edad únicamente perdía con maestros expertos. Yo también vencía a mi padre. Si bien mi papá no era muy aficionado al ajedrez como el de Capablanca.

En la academia me fue formidablemente. Rápido aprendí tantas aperturas como los juveniles. Con 9 años me había enfrentado a todos los jugadores inscritos hasta la categoría de 15-16. Y estaba invicto. Mis compañeros en la academia me reconocían el liderazgo deportivo. Era un prospecto muy prometedor, me decían los profesores.

Un día estaba de visita un profesor de Las Tunas. Probablemente la zona más silvestre del país en el ámbito ajedrecístico. El profesor traía consigo a su hijita de 5 años. Esa criatura también jugaba ajedrez, y para que no molestara su papá la puso a jugar con un chico de la categoría 7-8, que rápidamente se llevó una paliza de la niña. Empezaron a venir otros y a recibir lo suyo también. Luego los de 9-10, los de 11-12, y todos perdían. Uno tras otro, y rapidito. Entonces, heridos en su orgullo viril –no habían niñas en la academia–, los vencidos decidieron que el campeón local tenía que hacerse cargo de la situación y darle una lección a la pequeña intrusa.

Yo me encontraba en la biblioteca e ignoraba el debacle que se estaba gestando en la academia. Vinieron a buscarme y trajeron a la niña. No la había visto jugar. No sabía lo que podía. Sólo escuché el reclamo de mis compañeros para que defendiera la honra del patio. No me apetecía jugar contra una indefensa niña, pero quería mantener esa posición de líder deportivo con la que mis compañeros me honraban. Así que puse el tablero y le regalé mis dos torres, como hacía siempre que jugaba contra los menores. Todos estaban a nuestro alrededor. Recuerdo que la nena a menudo golpeaba la mesa con sus piesitos al balancear las piernas, que aún no llegaban al suelo. Los otros se molestaban por eso, pero yo no, en definitiva era una niñita. Me dio mate en 23 movimientos.

Fue un momento dramático. Se hizo un gran silencio. Empezaba a asimilar que había actuado como un cretino, cuando Carlitos -un chiquitín de 5, para quien yo era una especie de ídolo- empezó a sollozar. Ahí pude ver el espanto en la cara de los otros. Comprendí que tenía que hacer algo y jugamos de nuevo. Sin renunciar a piezas, por supuesto. Y con toda mi concentración en el empeño. Mientras, la nena seguía moviendo las piernas. Para alegría de mis compañeros gané, pero en más de 50 movimientos. Supe ahí mismo que yo no sería un Capablanca. Ni Capablanca, ni un carajo. Ella no conocía de aperturas. Aún no sabía ni leer. Sentí que yo debía tener la cara de mi maestro cuando jugábamos y él, concentrándose, me ganaba apretado.

Ese mismo día por la tarde llegué belicoso a la escuela. A la primera ocasión me fajé con Madariaga, un mulato que me llevaba la cabeza de estatura. Me puso un ojo violeta, pero yo ni me di cuenta en el calor de la pelea. Luego, cuando nos separaron, me llevaron a otra aula para mantenernos alejados, y entonces una niña de sexto grado se burló:
-Oye, ¡te poncharon el ojo!
En el baño pude comprobarlo. Me habían prohibido regresar esa tarde a mi aula, pero salí para allá, y por el camino agarré la paleta suelta de un pupitre. Fui directo hasta mi contrincante, que se estaba riendo de algún chiste, y le soné un leñazo en la cabeza. Un estacazo de arriba abajo en el centro del moropo. Lloraba. ¿Como no iba a llorar? Su craneo había recibido el impacto de una tabla de roble, había chocado con mi certeza de no ser un ajedrecista genial.

Continué en la academia de ajedrez, sin afanes, hasta el final del curso, y al año siguiente no me rematriculé. En mi casa nunca supieron por qué.

30 sept 2007

Manolitow o De Cómo La Envidia Nos Parió Al Comunismo


A comienzo de los años 80 las guardias del CDR las hacía siempre con Manolito. El tenía más de 60 años. Algunas de sus nietas pasaron la primaria junto conmigo. Para mí resultaba como un abuelo. En definitiva no conocí a mi abuelo materno, murió cuando yo estaba recién nacido.

Manolito era un negro flaco que no hablaba mucho, pero cuando lo hacía, lo que decía era muy inteligente. Nos sentábamos en el escalón de su casa, y nos quedábamos media hora sin hablar. Luego el contaba algo. Quince minutos después yo comentaba o hacía una pregunta. Veinte minutos más tarde Manolito respondía. Y así se iba la noche. Nunca perdíamos el hilo. Nunca había prisa. Manolito había vivido mucho, y lo que es mejor: entendía lo que había vivido. Su sabiduría de la vida estaba exenta de moralismo y de ilusiones. No sobraba nada. Aprendí mucho escuchando lo que me contaba. Creo que al menos comencé a intuir la naturaleza humana. No digo entender, porque eso demora toda la vida.

Manolito había sido soldado del Ejército Rebelde. Soldado raso. Entre el 59 y el 63 fue policía militar. Luego se quedó en el ejército, en la logística. Cuando se retiró a comienzo de los años 80, tenía el grado de Capitán de las FAR.

Era oriundo de un pueblo en el interior de Oriente. Empezó a trabajar con 17 años en el central Niquero, y allí estaba todavía cuando optó por unirse a los alzados en 1958 para intentar mejorar su suerte.

Entró al central, de propiedad americana, sin tener oficio. Por esos días el electricista del central necesitaba un ayudante, un mozo que le pasara las pinzas, cargara las cosas, lo ayudara con la escalera, etc. Y lo pusieron allí. Todos los técnicos e ingenieros eran americanos. El electricista naturalmente también. Manolito sólo veía hacer al americano, y le alcanzaba los instrumentos. Pero el negrito era una esponja. Hasta aprendió el inglés, o al menos a comprender lo suficiente para trabajar. Tres años después el americano acabó su contrato y no quiso renovar, había ganado bien en la jungla, pero ya estaba harto de Cuba. Se fue a Panamá. Al canal, que igual era jungla, pero pagaban más y habían más paisanos. También era zona militar, y los que prestaban servicio civil allí no eran llamados por el Army. Pocos meses antes los japoneses habían cometido el error de autoestima más grande de la historia y convertido en chatarra la mayor parte de la Flota del Pacífico de la US Navy, anclada en una bahía al sur de la bella isla hawaiana de Oahu.

La compañía dueña del central comenzó a buscar un sustituto en los EE.UU. y en la isla. Puso anuncios. Pero nada. Habían pocos hombres calificados disponibles. El ejército y la industria del armamento tenían más autoridad y más dinero respectivamente.

En eso se rompe algo en la planta eléctrica del central. Algo serio, de lo peor que podía pasar. Y se quedan sin energía las maquinarias. Se para la producción. En plena zafra de 1942. EE.UU. estaba comprando todo el azúcar. No la cuota. Toda. Y si sacaban más, también. Varias horas transcurren y el manager manda a buscar a Manolito. El americano le dice:

- Look, Manolitow, ya llamé al electricista del Preston y hasta al de Manatí, pero tienen mucho trabajo allá, demoran. Tu crees que puedas arreglar esto?
Manolito, que se había casado con Ofelia unas semanas atrás y estaba esperando el primer hijo, responde:
- Mister, yo creo que sí… que puedo…
- Look, Manolitow, si tú consigues arreglar esto, puedes quedarte con el puesto de electricista…
- Yo lo arreglo, Mister…
- Con el mismo salario del electricista, Manolitow, OK?
- OK, Mister.

Tres horas más tarde el central estaba moliendo otra vez… Y dos días después estaba parado de nuevo. Pero esta vez no había nada roto. Había una huelga. Unas horas antes los jefes de la CTC en el central habían tenido una audiencia con el manager. Le habían dicho que no podía ser que un muchacho, que llevaba apenas tres años en el central, estuviera en el puesto de electricista ganando mucho más que los otros obreros. Le presentaron una lista de sus trabajadores afiliados que llevaban veinte años de servicios. Podía escoger. El americano no cabía en su asombro. Trató de explicarles que ninguno de ellos sería capaz de hacer el trabajo, que sino tendría que traer a otro americano, que era una ganancia para los trabajadores cubanos si uno de ellos, igual un joven, ascendía… No hubo arreglo, y el americano se encabronó y los mandó a salir.

Pero la huelga, a la que se sumó furiosa la totalidad de los trabajadores cubanos del central, el americano sólo la aguantó una tarde. Era mucho dinero. De nuevo hizo llamar a Manolito:
- Look, Manolitow, no puedo cumplir lo que te dije. Me sale muy caro con esta huelga, es igual que si la planta está rota...
- No es culpa suya…
- Es tu gente, Manolitow, es tu país, yo no lo entiendo
- Yo tampoco, Mister.

Manolito siguió de asistente, cobrando como asistente, y haciendo el trabajo del electricista, hasta que llegó uno nuevo, un cojo de Lousiana.


– Manolito, que fue de aquellos mierdas, los de la CTC del central? –quise saber.

– Aún dirigen la CTC… y además el central –me respondió.

27 sept 2007

¿Pionero? ¡Socio!





A mi socio Julio César lo conocí en segundo grado. En primer grado tenía un amigo llamado Aníbal, pero era un tipo aburrido. Si le dabas un sopapo fuerte, enseguida lloraba. Y resultaba prácticamente inevitable darle algún sopapo. Era muy cabezón.

El socio Julio, en cambio, se fajaba con entusiasmo por cualquier cocotazo. También era difícil no sonarle uno, pues iba siempre pelado al cero, o sea, rapado al coco. Y con una ignominiosa moñita encima de la frente. Siempre me pareció el corte de pelo más humillante posible. No por el rapado, desde luego, sinó por la moñita en la punta. Esa moñita era infamante. Mi propio pelado no era muy elegante tampoco. Generalmente me cortaban bajito por los costados y la nuca, pero me dejaban la parte superior, el techo, con una capa mayor de cabellos. Según la época sería el corte de un soldado medieval, un miembro de la Hitler-Jugend, un rapero, o un retrasado mental.

Julio, además de la moñita, con siete años ya usaba unos espejuelos que parecían los fondos de dos botellas de aquellas verdes de aceite. En realidad los cristales eran incoloros, pero él tenía los ojos verdes, y con el tremendo aumento parecía todo el cristal de ese color. Mucho no lo ayudaban aquellos lentes: Sacaba notas mediocres y era malo en casi todos los juegos. Encima de eso, nunca le daban permiso para salir hasta tarde a jugar. Pero el muchacho tenía el control absoluto del negocio de trueque en nuestra escuela y en otros tres colegios vecinos. Julio cambiaba de todo, y siempre con un provecho y una ganancia considerables: juguetes, animales, libros, herramientas, golosinas, prendas, instrumentos, piezas de lo que fuera, y si aparecía alguna otra cosa, también. Estoy convencido de que hoy día, donde quiera que se encuentre, será millonario.

El business lo llevaba en la sangre. Su abuela Eurípida –también eran viciosos a los nombres clásicos en esa familia– fabricaba y vendía caramelos de benadrilina. Tenían mucho éxito entre la chamacada del barrio. Algún tiempo después inventó unos merengues inflados con bicarbonato de sodio, que igualmente se vendían muy bien. Según me contaba mi amigo, su abuela soñaba con crear su propia fórmula de chicle. Experimentó con muchas cosas, y hasta casi lo consigue a base de alusil y queso proceso, pero nunca logró una elasticidad que persistiera lo suficiente.

En aquella familia sobraba la originalidad. Todos eran jabaos. Conocí cuatro generaciones, y por un lado o por el otro allí no habían blancos, ni negros, ni siquiera mulatos. No sé cómo lo hacían. La hermana mayor de Julio era bellísima. Tenía los ojos azules, la piel blanca ligeramente rosada, y las facciones de una diosa celta. Con su spendrum rojizo el contraste era alucinante. Unos años más tarde, yo hubiera traicionado a la patria por aquel ejemplar de la especie. El padre era marino mercante. Traía muchas cosas cuando regresaba de un viaje, y la madre las iba vendiendo. Cuando estaba en Cuba, entre un viaje y otro, siempre era de vacaciones. A veces eran varios meses seguidos de vacaciones. Era un tipo muy chévere que nos llevaba a cazar gatos. Se había traído un rifle de aire comprimido del extranjero. Ignoro como pasó la aduana. Aquellos safaris de gatos tenían lugar en los tejados y azoteas del vecindario. Eso sí, nunca nos comíamos los gatos. Aún faltaba mucho para el periodo especial.

Julio César tenía otra cualidad importantísima: era sumamente generoso con los socios. ¿Que querías? ¿Un lagarto? ¿Una rana? ¿Un chocolate? Pues Julio metía la mano en su mochila y te lo daba. Claro, a veces tenía primero que luchar con la rana para quitarle el chocolate.
También podías decirle:
-Julio, este sapo que me regalaste canta muy feo, cámbiamelo por un canario.
Si Julio no disponía de un canario, encontraba y convencía a alguien. De manera que un buen día ese alguien se aparecía feliz en su casa con un sapo nuevo, para asco de su afligida madre, cuyo canario se había escapado poco antes.

Para ayudar a Julio a mejorar sus notas abrimos con otros dos fiñes un círculo de estudio. El número de cuatro demostró ser ideal, sobre todo para jugar dominó y barajas. Luego la mamá de Julio se extrañaba de nuestros debates docentes:
-¡Cabeza de melón, no metas más forro!
-¿Tú eres ciego o socotroco? ¡¿No ves que yo paso?!
-¡Venga, capicúa!
El garito fue clausurado. Pero qué más daba, poco después, no sé de donde, llegaría un genial invento para disparar fósforos, y haría blanco en nuestros corazones.

25 sept 2007

Traficantes de Armas

Hace poco recordé que a mediado de los 70 entre los fiñes se pusieron de moda unas pistolas o catapultas para fósforos encendidos. Se hacían de palitos de tender ropa. Entonces me puse a probar con unos palitos pero no conseguí reproducir uno de aquellos artefactos. Sin embargo me acuerdo que fui un experto en mis días infantiles.

Mi socio Julio César y yo, al principio y como todos los demás, nos hacíamos las catapultas y salíamos felices a dispararlas. Como blanco usábamos la ropa ajena tendida en cordeles, o colocada en el cuerpo de su dueño, ventanas abiertas, otros chamas, etc. Luego descubrimos que era mejor, incluso lucrativo, fabricar las catapultas y venderlas.

Habíamos adquirido cierta habilidad artesanal. Se necesitaban dos palitos. Como es sabido, cada palito consta de dos piezas de madera y un resorte de metal. Una pieza hacía de deslizador; la segunda pieza, unida a la primera a la inversa de lo normal con un resorte, era el impulsor del fosforo; de mango servía la tercera pieza, que se ajustaba al deslizador y al primer resorte con ayuda del segundo resorte, el cual a su vez funcionaba de gatillo. La cuarta pieza de madera sobraba, pero en la fabricación a menudo se rompía alguna que otra y servía de repuesto. La materia prima no faltaba, pues todo el vecindario tendía su ropa lavada en los patios. Claro, algunos usaban palitos de plástico, y esos, aunque tuvieran la misma forma, no servían, pues las catapultas se trababan al disparar. Pero valían al menos para cambiarlos por otros de madera. Previo soborno de casi la totalidad de nuestros compañeros de aula, en sus respectivas casas de repente todos los palitos de tender de madera se convirtieron en plásticos. Una conversión tan masiva y exitosa apenas la habían logrado antes los padres jesuitas con los guaraníes del Paraguay.

Vendíamos las catapultas a diez centavos. No creo que haya llegado a ganar más que mis padres, pero mi madre a veces me pedía dinero prestado. Y ahora que lo pienso, ¡la vieja nunca me devolvió nada! Mas, en verdad, no teníamos un momento libre. Entre la producción y la venta no nos quedaba tiempo para jugar. Y era una condena, pues tampoco podíamos ya vivir sin la plata que ganábamos. En eso conocimos a unos negritos que también ensamblaban catapultas, pero las vendían a 5 centavos. Una maravilla. Inmediatamentes pasamos a ser sólo comerciantes. Renunciamos a fabricar. Comprábamos las catapultas a 5 centavos, y las revendíamos a 10 en la escuela y el barrio.

Luego nuestros suministradores también resultaron ser de cierta manera creativos, y descubrieron que más fácil y divertido que fabricar las catapultas, era quitárselas a sus propietarios. La denominación técnica del procedimiento era agitárselas. Así aprendimos nuestros primeros rudimentos sobre la imprevisible dinámica del mercado. Las víctimas de aquellos despojos, por su parte, necesitaban nuevas catapultas, y acudían a nosotros con mayor frecuencia. Mas, pese al buen negocio, Julio y yo no renunciamos a la ética. Pasamos a comprar con los correspondientes escrúpulos. Por las catapultas agitadas sólo pagabamos medio precio: dos por cinco centavos. Naturalmente que a menudo se rompían las catapultas, pero como ya casi no se producían nuevas, sino que más bien circulaban las mismas, empezaron a escasear, y con ello a subir los precios. Eran cada vez más caras y venían en peor estado. ¡Bienvenidos al Tercer Mundo! Ya las vendíamos a cuarenta centavos cada unidad, cuando la moda de las bolas chinas nos arruinó el negocio.

24 sept 2007

Las Bolas



Fue un fenómeno infantil en los 70. Las bolas eran chinas y generalmente se podían comprar en cualquier época del año. Apenas recuerdo tres juguetes no racionados: bolas, yaquis y un espantoso camión volqueta de plástico Made In Cuba. Más que eso sólo había en los seis días de Julio destinados a vender 3 juguetes a cada niño.

Siempre se jugó a las bolas como a otras veinte cosas más. Canicas las llamaban nuestros abuelos. Pero a mediado de los 70, de pronto, las bolas adquirieron una connotación extraordinaria. Fue un arrebato colectivo. Todo el mundo jugaba a las bolas en todo lugar y a toda hora posible. Se iba a la escuela con un puñado de bolas en la maleta para jugar entre clases, en el receso y a la salida. Se jugaba en los patios, en las calles, en los parques. Los niños enfermos jugaban entre los bancos de la salas de espera de las clínicas, olvidando la gastroenteritis o el asma. Los mejores jugadores se citaban a duelos directos, a torneos de barrio y entre barrios. Esos grandes juegos, pero también los de menor nivel, atraían a numerosos curiosos y a observadores expertos. Habían jugadores muy buenos que deambulaban solitarios de parque en parque y de barrio en barrio retando a jugar a los locales. En público naturalmente que sólo se jugaba al duro: los que ganaban se quedaba con las bolas de los perdedores. Las bolas chinas pasaron a ser la divisa, el valor de cambio y el bien universal. Todo se cambiaba contra bolas. Para hacer un negocio grande se definía el monto de la transacción en bolas. De manera que si un tipo quería cambiar el grueso anillo de oro con sello masónico de su abuelo por un excelente fusil de juguete Made In Hong Kong, que disparaba balas de plástico arrojando incluso el casquillo al recargar, pues tenía que entregar junto con el anillo 300 bolas adicionales para obtener el fusil. En fin, el valor social de cada individuo lo definían sus bolas...

Los grandes jugadores amasaban enormes fortunas: sacos de bolas. Para pertenecer a la clase media había que poseer por lo menos una lata de dos galones llena de bolas. Yo era malo jugando, y por tanto muy pobre. En mis mejores momentos solo llenaba una media de bolas. Y no me refiero a media lata sino a una media o calcetín. Luego iba a jugar y las perdía casi todas. Pero fue una etapa muy instructiva. Reinaba la paz social, pues los más humildes no tenían que envidiarle las bolas a los otros. Podían ganárselas jugando mejor. Y como imperaba el culto a la habilidad en el juego, los menos capaces respetaban y admiraban la prosperidad ajena.

El comienzo del fin de esta próspera etapa llegó, como suele ocurrir, con un hecho violento. Generalmente resulta ser una revolución política o una catástrofe natural. En este caso fue una paliza doméstica. El mejor jugador del que yo tuve noticia vivía en nuestra calle -situada en una loma- tres casas más arriba. Se llamaba Reinaldo, estaba en sexto grado y era un negrito al que no se le conocía por ninguna otra razón que por jugar a las bolas magistralmente. Fuera de eso era muy tranquilo e introvertido. En su casa, sin embargo, imperaban el terror y la guerra civil.
Era muy ostensible el antagonismo entre las tres hermanas mayores del Rey y su madre. Y esta señora tenía la mano bien caliente. Las palizas que les propinaba a las hermanas del Rey eran conocidas en toda la manzana, pues iban acompañada de alaridos, gritos e insultos a toda voz antes, durante y después del castigo, vociferados tanto por el verdugo, como por las condenadas. Los insultos se caracterizaban por estar compuestos en gran medida de malas palabras. Mi hermano y yo, cuando se producía una de esas palizas, es decir, casi todos los días, escogíamos sendos epítetos y nos concentrábamos en contar las veces que eran usados. Quien al final tenía más, ganaba. Era un juego muy emocionante. A veces pasaba que tras varios minutos de silencio uno se creía vencedor, por ejemplo 17 pingas contra 16 cojones. De pronto había un epílogo en el drama familiar en la casa del Rey. Gritaban un par de cojones más, y cambiaban los resultados del juego.

Pues bien, el Rey escasas veces era el protagonista de aquellas acciones punitivas, pero en una de esas pocas ocasiones sucedió la tragedia. Mi hermano y yo escuchamos aquella terrible frase y olvidamos la cuenta de malas palabras:

- Te pasa to' el día jugando a la bola'e mieida esa... e má, te la buá botai, cojone! Aora mimo te la buá botai!

Corrimo asia la calle y bimo a... perdón, corrimos hacia la calle y vimos a la madre del Rey en la puerta de su casa cargando un saco de bolas y al Rey llorando y forcejeando con ella. No éramos los únicos testigos, otra media docena de menores de edad se habían arrojado a la calle también. Horrorizados comprendimos lo que iba a pasar. Observamos incrédulos como aquella mujer abrió el saco y lo vertió en la cuneta. Las bolas corrían cuesta abajo, y nos lanzamos a salvarlas. Pero nuestras manos y bolsillos apenas alcanzaban para una pequeña parte de aquel diluvio de cristal, y ya la negra venía con el segundo saco... y el tercero... Por un momento levanté la vista y observé al Rey junto al marco de la puerta. Ya no se resistía ni lloraba. Miraba en silencio lo que pasaba. Ese día murió su alma. Quizá hoy día sea un asesino, un loco peligroso o un policía de tránsito.

Fue una infamia. Seis sacos de bolas. La mayor fortuna fruto del mayor esfuerzo del mayor talento. Estuvimos horas buscando y pescando bolas. En cada ranura del pavimento. En las zanjas calle abajo. En los portales. Juntamos lo reunido por todos, apenas lata y media, y se lo llevamos al Rey. Luego de días todavía aparecían bolas aquí y allá. Después de aquello en el barrio ya nada fue igual. Jugar a las bolas perdió rápidamente su atractivo. Estuvimos incluso casi una semana sin contar las malas palabras.

16 sept 2007

La Otra Música


Yo tenía 11 años cuando descubrí la otra música: rock, blues, pop, soul, beat, funk.
En la Radio oficial de entonces apenas se escuchaban los géneros que venían del Norte enemigo. Sólo algunas pocas emisiones medio vanguardistas conseguían con dificultad algo de espacio radial. A finales de los 70 eso empezó a cambiar poco a poco, pero hasta ahí la música importada que más se difundía era pop español, cosas como Formula V y Eva María se fue con su bikini de rayas, que uno se preguntaba: pero este imbécil que hace cantando, por qué no se va también pa’ la playa detrás de Eva María y su bikini?! No sé por qué, pero siempre me imaginé que Eva María estaba muy buena.
En mi familia no había cheos, mis primos mayores eran todos pepillos. Pero en su vida habían escuchado un disco de blues o rock progresivo, sino sólo astillas de gaita: Mustang, Barrabás, Brincos, Diablos, Angeles, y por ahí.
Yo estaba en una escuela seminternado y allí tenía un amigo llamado Vladimir. El Bla. Un negro tinto con muchos dientes blanquísimos, que resplandecían entre dos gruesos labios liláceos cuando reía por una boca que iba de oreja a oreja. Se reía mucho. El Bla tenía un hermano mayor que era corredor de 400 m con vallas en el equipo nacional de atletismo. Fue Campeón centroamericano y del Caribe. Se parecía al Bla y cuando salía de la ultima curva y entraba en los 80 metros finales, donde cada pierna lleva atado un invisible saco de arena, y cada valla parece 30 cm más alta, y los pulmones se niegan a seguir con tan poco aire, en ese tramo del dolor, el tipo abría la boca buscando más oxígeno, y entonces salían a relucir todos aquellos dientes, mientras entre el público cundían el asombro y la admiración:
-¡Mira eso, los demás van reventándose y el negro va riendose como si nada!

Gracias a que ese hermano viajaba a competencias en el extranjero, en casa del Bla había un LP de los Beatles, un LP de James Brown y un LP de Barry White. Representaban una especie de Trinidad en su templo sonoro de marca Sanyo. La primera vez que fui a casa del Bla nos escapamos de la escuela al mediodía para que me enseñara esas tres reliquias de las que tanto hablaba. Aún retengo en la memoria el espectacular momento cuando empezó a sonar el tocadiscos. Era el álbum Revolver. Fue como llegar virgen ante las huríes del Profeta.


Por cierto, el Bla se acreditaba a sí mismo otro mérito: era el único de nosotros que había presenciado un acto sexual, como testigo incógnito de un lance carnal entre su hermano y la novia. Pero, pese a la vehemencia con la que el Bla sostenía su testimonio, los otros no estabamos muy convencidos, pues la descripción gráfico-anatómica de los hechos exigía un miembro de por lo menos unos 40 cm con la forma de una herradura. Algo así como la herradura para un elefante adulto. Esas condiciones –argumentábamos en contra en el Casino Atlético– conducirían no sólo al derribo, sinó también al arrastre de las vallas, con lo cual es imposible ser campeón. LQQD.
Los otros miembros del Casino eran Francisco La Pulga, Boris La Baba, y Leonardo El Gordo. Teníamos toda la tarde hasta las 4:30 PM, sin clases, para pasarla en el seminternado. Era entonces cuando funcionaba el Casino, que tenía dos actividades básicas: el Juego y el boxeo. El Juego lo inventamos nosotros, y el boxeo fue su consecuencia directa. El Juego era genial, se basaba en unos atlas alemanes formidables que habían en la escuela –de ahí el nombre de Atlético–. Escogíamos un continente y echábamos a suerte los turnos. Luego cada uno en su turno, con el atlas abierto en la parte política, escogía un país. Una y otra vez hasta que se acababan las naciones. Luego íbamos a la parte económica y contábamos los recursos de los países de cada cual. Quien tuviera más de un recurso –petroleo, uranio, hierro, etc- recibía un punto. Al final cada cual podía golpear a todo aquel que tuviera menos puntos que él. O sea, sólo aquel con el mayor número de puntos se quedaba sin ser golpeado. No sé como será ahora, pero para nosotros entonces era fundamental no quedarse da’o. Golpes permitidos eran un piñazo en el hombro o un yiti –un repellón con los dedos en la coronilla del cráneo usando mucho impulso y velocidad–. Nos convertimos en un grupo de expertos en recursos minerales del mundo entero. Como ocurría a menudo que alguno consideraba que el golpe recibido había sido muy fuerte y eso resultaba en una pelea, introducimos el boxeo como actividad oficial al final del juego. Hacíamos un minitorneo de boxeo incorporando tambien a Ariel El Loco, que peleaba bien, pero era incapaz de distinguir a China de Cabo Verde.
En el verano de ese año, en la playa, descubrí a Miriam, que era de mi edad, bella e increiblemente bien educada –aristocrática pese al sol y al socialismo-. Su padre, que tenía toda una colección de discos de rock, me permitía estar continuamente en la vecindad de su hija, pues yo ya era todo un iniciado en los ritos de la música moderna.

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