Mostrando entradas con la etiqueta Diálogos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Diálogos. Mostrar todas las entradas

8 oct 2013

Demasiado Amor




En 1979 el trinitense Phil Trim, el ex vocalista de los Pop-Tops que llevaba ya un lustro de carrera como solista con más bajas que altas en España, entró en el elegante bar Cascada del lujoso hotel Puente Romano de Marbella. Venía con dos gallegas. Inmediatamente Phil descubrió la presencia de Basilio junto a la barra. El cantante panameño lo saludó muy cordial. Se habían conocido dos años atrás en Barcelona, donde Basilio grababa su LP "Demasiado Amor", que alcanzaría luego platino en las ventas, mientras que Phil grababa su single "Solo", que se vendería en cifras modestas aunque no estaba mal. Esta vez, asistido apenas por un trío de músicos, Basilio estaba amenizando la noche del recién inaugurado hotel. Phil, en cambio, se encontraba en un viaje de placer. 

Entre pieza y pieza, los colegas conversaron un poco y compartieron unas copas, cortesía de la casa. En un momento discreto, cuando sus acompañantes habían ido al baño, Phil le preguntó a Basilio:

-   ¿Qué te parecen las chicas?

-   Están muy bien –sentenció el panameño, e indagó–, ¿son putas?

-   No, tío, son fans –aclaró el trinitense, e inquirió–. ¿Qué... las compartimos? 

-   Por qué no... –asintió Basilio risueño.

-   Luego nos vamos a mi habitación –puntualizó Phil.

-   Mejor vamos a mi suite –sugirió el otro–. Tengo una grand suite con terraza frente al mar, es parte de mi contrato. 

-   Oh, bueno, vale…


Cuando el cuarteto llegó frente a la suite. Basilio tocó con los nudillos en la puerta. 

-   ¿No es tu suite…? –se extrañó Phil–. ¿Estás con alguien acá…?

Pero antes de recibir respuesta una esbelta figura en bikini ya había abierto la puerta.

-   Oh, chéri, vous avez apporté amis! –exclamó la joven del bikini sonriendo.

-   Entren, por favor –conminó amable Basilio a sus huéspedes–, para presentarles a mis fans

Y, ya en el amplio interior de la suite, continuó señalando a cada una de las 4 rubias:

-   Ulva… Freja… ambas son de Estocolmo, Geneviève... de Besançon, y a Françoise, que nos recibió, la trajo la cigüeña sin salir de París.

29 ago 2010

Intimidad Inicial

Mi primera experiencia íntima con una fémina aconteció en el Kindergarten, a la tierna edad de 4 años y con Raquelita, una pelirroja de enormes ojos verdes que me llamó la atención desde que entré por primera vez en el salón del círculo infantil Los Enanos Milicianos.


Pues bien, al tercer día Raquelita y yo hicimos caca juntos.


Me encontraba solo y en plena faena cuando ella se apareció en el enorme baño de 8 inodoros. Recuerdo perfectamente sus palabras:


- Me da miedo solita… ¿Me das un ladito?


Accedí con gentileza, por supuesto. La taza resultó ser perfecta para dos de nuestras dimensiones. Así supe que las princesas también hacen caca. Demoramos. Como todo un caballero esperé a que ella terminara para levantarme. Raquelita me observó curiosa mientras yo usaba el papel sanitario con orgullosa habilidad. Me subí los pantalones. Y entonces me dijo:


- Yo no me sé limpiar…


Volví a actuar como un caballero.

18 dic 2009

Un impulso de lascivia


Una dinámica ejecutiva de un gran consorcio internacional realizaba su primer viaje de negocios a una ciudad muy excitante: Río de Janeiro. Durante 4 días le esperaba intenso trabajo.

En la primera jornada asistió a un largo briefing sobre la situación de la filial sudamericana. La primera noche fue al mismo restaurante que, según la revista Cosmopolitan, visitara antes Madonna: el Sushi Leblon. Pidió el sushi de huevos de codorniz con aceite de trufas. El plato resultó ser delicioso; la gente, hermosa.

El programa del segundo día contenía un meeting con la gerencia, donde transmitió las directrices de la matriz y sugirió soluciones para alcanzar las metas. Esa segunda noche sintió cierto voluptuoso desamparo y, a la vez, una sensación de libertad completamente nueva. Entonces resolvió llamar a una agencia de acompañantes. Con las manos mojadas de sudor por la expectante tensión, marcó el número en cuestión.

- Aló, ¿en qué puedo servirle? –dijo una sensual voz masculina.

- Yo necesito un masaje… –comenzó insegura la ejecutiva, mas pronto decidió huir hacia adelante–. ¡No, espera, lo que yo necesito es sexo! Una larga y salvaje sesión de sexo. ¡Y ya mismo! Lo digo en serio –ahora hablaba la misma enérgica gerente que había impresionado esa tarde a los colegas locales–. Preciso de alguien habilitado para trabajar la noche entera. Estoy dispuesta a hacer de todo, voy a participar en todas las fantasías que te sepas y vamos a implementar juntos otras nuevas, quiero una sinergia total. Además, quiero que traigas todos los accesorios disponibles: esposas, pomadas, dildos, vibradores... y mermelada también, porque quiero que me la untes por todas partes y que me la quites con la lengua hasta provocarme un orgasmo... Quiero que me enganches contra la pared y me hagas temblar, y quiero que luego me arrojes en la cama y me penetres en todas las posiciones: rana con calambre, canguro cojo, vaca loca, arado trabado, murciélago sordo, cucharón sopero, helicóptero… Pero si tienes una idea más caliente, quiero escuchar tu propuesta.

- No, me parece fantástico así –contestó la voz, que sonaba francamente libidinosa–, pero aquí es la recepción del hotel, para llamadas externas la señora debe marcar el cero primero.

8 nov 2009

Urgencia




La llovizna no mostraba intenciones de tomarse un descanso a medianoche.

- Hace frío –murmuró.

Saqué la mano del bolsillo del gabán y la atraje hacia mí. Palpé la carne trémula sobre la frágil armazón de su hombro. Seguimos andando por la calle estrecha y vacía, procurando evadir los charcos. La escasa luz no cooperaba.

- ¿Falta mucho? –indagó.

- No –contesté acercando el rostro al más próximo mechón de su cabello húmedo.

Olía bien. Toda ella. Y la sentía bien. Empezando por la premura en el ritmo de sus pasos.

- Realmente tengo ganas –balbuceó.

- Ya estamos llegando –afirmé, y reprimí el instinto de pasarle la lengua por todo el borde del mentón, habría sido una obra de arte lograrlo sin detenernos.

- No me lo parece… -masculló.

- ¿Acaso no sabes dónde estamos?- indagué a mi vez.

- Claro que no, nunca me has traído por aquí…

Miré a los lados. Ciertamente en la oscuridad no se distinguían ni los rótulos de los negocios. Los edificios eran apenas siluetas delimitando el asfalto.

- Sí has pasado por aquí –insistí por reflejo.

- Soy mujer… ¿lo notaste?

- Sería imposible no notarlo –contesté sonriendo.

Me observó de reojo y amagó otra sonrisa que no cuajó por completo.


Avanzamos en silencio un minuto, o dos, o tres. Ella apretando sus manos y yo apretando su cuerpo.

Doblamos la esquina.

- Es aquí… -comencé.

- No –dijo, y se detuvo en seco.

Mi brazo aferrado a su torso me obligó a frenar.

- Claro que sí… -intenté explicar, pretendía señalar el cercano portal de la casa de apartamentos.

- No… -me interrumpió contraída-. No puedo más…

Intuí como fluía el líquido tibio por el tejido de su jean. Llegó a unir las sombras de sus botines.

- Qué pena… -susurró-, nunca me había sucedido algo así…

- No es nada –respondí, y decidí de un golpe que no iba a reir, ni a contar o inventar peripecias solidarias, y que sería mejor así.

La tomé de la mano.

- Ven –añadí.

Fuimos hacia la casa acompañados por el chasqueo del cuero inundado de sus zapatos. La levanté en brazos al salir del elevador para no dejar huellas. Me metí en la ducha con ella. La bañé toda. Pero no la dejé secarse.

17 jul 2009

Fin del Interludio



Si la memoria no me engaña, la vi casualmente en la cafetería. Bebía a pequeños sorbos, con esa discreta elegancia que permite la soledad en un ambiente concurrido. Sus piernas cruzadas me obligaron a sentarme en la banqueta vecina.

- Tienes un efecto dietético –afirmé.

- ¿Cómo, por favor? –me interpeló, y no era preciso mirar tan vehemente para tan corta interrogante.

- Se me ha quitado el apetito –expliqué.

- ¿A cuál te refieres? –inquirió suavemente, sin pestañear siquiera.

Sonreí, a falta de mejor idea.

- ¿Cómo estás? –indagué despacio.

- Bien… ¿o esperabas otra cosa?

Me escondí por un instante en algún fiordo tan frío como remoto.

- ¿Me dejas probar eso? –pregunté.

Se detuvo demasiado en el umbral de la respuesta. Como si hubiera sido ambigua la pregunta. Luego empujó lentamente la taza sobre la superficie de la mesa. Con el índice en el asa roté el recipiente tibio antes de levantarlo. Bebí sobre la marca de sus labios. Llevé la taza por el mismo camino de vuelta hacia ella.

- ¿Qué te parece?

- Lo conozco… -murmuré.

- ¿Y?

- Aún me gusta…

- Eres un… -empezó, y se contuvo negando con la cabeza.

Atrapé su mejilla. Durante una fracción de segundo se arrulló en mi mano.

Si la memoria no me engaña, la besé intensamente en la cafetería. Respirábamos entre beso y beso, sólo eso. No importaba nada. Ni tampoco que afuera, del otro lado del cristal, un moreno joven estudiase con atención el candado de mi bicicleta.

28 abr 2009

La Danza de la Cosecha


En realidad nunca me interesó la cosecha de la fresa, la manzana o el higo. Le tengo alergia a la agricultura desde la secundaria, si bien nunca conseguí que un médico me la certificara. Empero, no dudé en aceptar la oferta del colega Blagói para ir a la fiesta de las braceras eslavas. Desconocía por completo ese mundo, hasta que el búlgaro me habló de él. Alguna ventaja hay en todo. Según Blagói, salvo algunos pocos y menospreciados rusos, aquellos peones agrarios eran todas mujeres.

- Abundan las yugoslavas, pero las que me interesan a mí son las polacas y las checas –decía el búlgaro, mientras intentaba encender el motor del vehículo por cuarta vez.

- Esas son manías de sudeslavo –sentencié.

- No, no es manía, las eslavas occidentales son más…

- ¿…exóticas?

- ¡…aristocráticas!

- Ahora que lo dices –confesé-, me percato de la elegancia y nobleza en la manera de trapear de Bogumila.

- ¿Cuál Bogumila?

- La polaca que limpia en el instituto.

Nos reímos los tres. Es decir, nos reímos los dos y el carro arrancó.

Dos horas de camino por la campiña germana no sería gran cosa. O sea, si el camino estuviera asfaltado todo el trayecto. O si no hubiera llovido. O si el automóvil prestado no fuera un veterano de la Primavera de Praga en el 68. (Sí, el dueño de aquel Skoda juraba que la abolladura en la defensa era obra de un tanque ruso.) En fin, alguna desventaja hay en todo.

Estacionamos en medio de dos tractores sucios entre dos establos vacíos. La música provenía de la edificación del fondo. Tenía un rótulo de "Cantina."

Entramos en la barraca y apenas tuvimos tiempo de arrojar las chaquetas sobre el montón en una esquina. Algo rosado, azul y rubio con falda y botines me arrastró hasta el centro con la autoridad de quien se apropia de un asiento en un vagón repleto. Blagói tendría el mismo destino.

La música sonaba como una polca y, al parecer, la bailaban como una polca. La gran mayoría de las parejas estaban formadas por dos chicas. Alternaban correteos por ambos lados hacia dentro y hacia afuera de un círculo. Nada más fácil y divertido, me dije. Apreté a la rubia, y en aquel local tuvo lugar la premiere mundial de la polca apambichá. Antes de acabar la pieza fui consecutivamente expropiado por otras tres sonrientes eslavas.

Luego alguien anunció:

- ¡Mazurca!

Entonces pusieron otra melodía más lenta, y enseguida todos formaron una gran rueda dados de las manos. Imité a los de enfrente con el mejor ánimo. Todo iba bien. Girábamos acompasadamente, y había que dar unos salticos y zapatear con determinada frecuencia. Le cogí la vuelta con facilidad: paseo, ganso y cucaracha, paseo largo, ganso y cucaracha, paseo, ganso y cucaracha, paseo largo, etc. Sin embargo, de repente crearon varios bloques de dos hileras, una interna y otra externa. Entendí veloz que se trataba de una fila de hombres y otra de mujeres. No obstante, la mayoría de los “caballeros” eran damas. De manera que no estaba seguro de hallarme en la línea adecuada. Sobretodo después que comenzó una especie de entretejido de posiciones al ritmo de la música. Había que ejecutar, además, otros saltillos, tipo gallinita coja; y en los cambios de compás engancharse por el codo con la pareja más cercana para dar unas vueltas.

Fue ahí, cuando me tocó dar esas vueltas agarrado del codo de un fornido ruso, que comprendí que me encontraba en la fila incorrecta. Pero la danza había tomado mayor velocidad y no había forma de cambiar de puesto. Recé porque no hubiera una tercera parte más engorrosa. Por suerte, mi temor era infundado. Los bloques fueron trenzándose paso a paso. Y, alternando con muchas chicas risueñas, tuve el gusto de girar del brazo de los restantes siete rusos. Y de mi carcajeante colega búlgaro, por supuesto.

Estaba bien, pero me sentí más cómodo cuando la música paró y alguien gritó:

- ¡Paiduska!

13 abr 2009

El viejo y las sirenas


Maria Mena: noruega de padre nicaragüense.


Soha: francesa de padre argelino y madre sudanesa.



Ayo: alemana de padre nigeriano y madre gitana rumana.


Coincidimos en el mismo proyecto un lustro atrás. Al igual que en mi caso, Norbert era un matemático dedicado a la informática y con vocaciones diversas. También era un freelancer, si bien acababa de cumplir los 60 años. No obstante, lo importante era que poseía una intuición inusualmente grande. No sólo para latitudes germanas. Se convirtió en una habitual compañía filosófica-cafetera en el trabajo.

Norbert había vivido de proyecto en proyecto, de ciudad en ciudad y de mujer en mujer durante 30 años. Nunca echó raíces, ni se casó, ni tuvo hijos. Las niñas de sus ojos eran sus dos sobrinas. Cuando nos conocimos un poco, me dijo que era una pena que las dos ya estuvieran casadas, sino me las presentaba. Obviamente no tenía ni pizca del alma campesina del hombre ario común.

Supongo que era algo genético. Su padre estaba vivo. Había sido un oscuro contador toda su vida. Luego del retiro, a los 65, entre las risas condescendientes de parientes y amigos, empezó a componer con ayuda de una pianola de plástico que se compró en una juguetería. A sus 85 años tenía un estudio profesional en casa y unas mil piezas registradas, que harían las delicias burlonas de Mozart, pero que aún así le reportaban dividendos desde el sector Easy Listening y hasta de fabricantes de juguetes.

Un día, bebiendo sendos expresos en la cafetería del espacioso lobby de la central de un banco en Francfort del Meno, tras ver pasar a una trigueña beldad, Norbert me preguntó:

- ¿Sabes lo que realmente lamento habiendo llegado a esta edad?

Intenté mi mejor cara de neutralidad esperando escuchar algo sobre pastillas azules o bombas de plástico. Y dije que no, que no sabía.

- Pues que ahora es muy tarde para mí… –confesó Norbert y, tras soltar una bocanada de humo, continuó-. Ahora que florecen las hijas de los inmigrantes… Esas italianas, turcas, serbias, portuguesas, españolas… Todas esas meridionales no las había cuando yo era más joven… Apenas estaban las escasas esposas de los inmigrantes, afeadas por la pobreza, celadas por sus maridos, sin dominio de la lengua anfitriona… No, no eran rivales para las alemanas bien peinadas y en minifalda… Sin embargo, hoy la mayor belleza en este país la aportan sus hijas crecidas aquí con cierto bienestar…

Lo miré y asentí reflexivo. Norbert prosiguió:

- ¿Y las mezclas? ¿Qué me dices de las mezclas? ¡Hay cada ejemplar! En la calle de mi hermana vive un matrimonio… un africano obviamente simiesco y una gorda alemana que en la escala de repugnancia del 1 al 10 saca fácil un 14 o un 15… Pero si tú ves la hija que tienen… Es un sabotaje biológico a la seguridad del tránsito…

- Te entiendo -afirmé con toda la convicción de un meridional testigo, reo y convicto de la mezcla racial, teórica y práctica.

- ¿Viste esa que pasó ahora mismo por ahí? –inquirió exhalando más humo.

- Ajá… Cristina –mascullé.

- Espera… ¿es ella con quien estabas almorzando ayer?

- Ujum… -asentí.

- ¡Wow…! -exclamó.

Fue ahí que tuve un corto y cruel instinto. Casi creo que me excedí.

- Se puede beber su sudor… -musité.

Norbert no abrió la boca. Dejó salir el humo por la nariz y -al menos así me pareció- por las orejas.

9 mar 2009

Aroma De Memoria



Doblé por el segundo corredor. Empujaba el carrito distraído por no sé qué. ¿Qué se piensa en un supermercado vacío? De pronto algo blando y firme me impidió seguir. Le pedí perdón al bulto que se incorporaba. Era una mujer madura. Ligeramente entrada en carnes. Sobre todo en su proyección anterior. Busqué sus ojos entre los rizos castaños que le caían sobre el rostro redondo. Encontré dos, azules, sobre unos pómulos altos, familiares en estas latitudes. No había enojo en su mirada. Abrió la boca, de escasos labios, y la cerró sin pronunciar palabra, negando con la cabeza. Luego asintió. También asentí, apretando mis no tan descarnados labios. Reconfiguré la ruta del carrito y me dispuse a continuar.

Su mano me detuvo, agarrando mi antebrazo.

- Luis, ¡¿eres tú?!

Supongo que mi expresión respondió dos cosas por mí. Uno: sí, soy yo. Dos: y tú eres… ¿quién?

- Soy yo, Sabine, ¿no me recuerdas? ¡Sabine Schmidt! –exclamó.

Por poco le digo que con un nombre tan común era muy difícil. Schmidt es como Rodríguez, y Sabine… si al menos el nombre de pila fuera original, algo así como… Tetanka… Y entonces la reconocí. Era Sabine, sí, aquella Sabine, con 30 libras adicionales. Tal vez sólo 25.

Le sonreí con toda la dulzura que permite el otoño.

- ¡Sabine! –proferí abriendo los brazos.

Entró con voluntad. Y comprobé que seguían bastante firmes sus protuberancias. Un beso en cada mejilla me roció de un tenue perfume, no por decente menos barato. Y recordé más. La mayor virtud de Sabine no era frontal, sino genital. Estrecha y, sobre todo, aséptica, o casi…

- ¿Vives aquí? ¿Qué ha sido de tu vida? ¿Tienes familia? –fueron las tres preguntas que entendí de unas nueve que me arrojó Sabine.

En ese momento era yo quien asentía y negaba con la boca medio abierta. Mejor así, porque de articular mi pensamiento me habría tomado por un ginecólogo obsesivo: ¿Y cómo está aquella linda vulva de labios mínimos y aroma perfecto?

Supongo que Sabine ubicó mis movimientos de cabeza en algún orden de respuesta a su cuestionario.

- Bueno, yo me casé –pasó, sin más, a contarme su parte-. Y me divorcié hace un año y medio, tengo dos hijos: una niña de 6 y un chico de 4…

Se estropeó la primera virtud, pensé.

- Felicidades –murmuré.

- ¡Gracias! Son unos niños encantadores…

- Ah, claro, también te felicito por los críos… -mascullé.

- ¿Cómo?

- Primero me refería al divorcio…

Me tocó el antebrazo, a medio camino entre el suave golpe y el blando empujón, y se rió con sorprendentes ganas. De reir o de cualquier otra cosa.

- Había olvidado ese lado tuyo… -explicó.

- ¿Y de cuál lado te acordabas? –indagué curioso.

- No te lo voy a decir aquí –afirmó-, pero sí me acuerdo de algunas cosas.

- Vaya…

- Volviendo al tema –añadió-. ¿Qué hay de bueno en divorciarse para que me felicites?

- Pues claro que tiene sus ventajas -aclaré-. Por ejemplo, ahora puedes aceptar si te invito a beber algo.

Me miró fijo a los ojos. Bajó la vista despacio. La volvió a subir. Y me dijo serena:

- De acuerdo, ¿dónde?


29 ene 2009

Ex Tabú II

Previously in… Ex Tabú

Comenzando la segunda cerveza vimos pasar a Adita. Su rostro llevaba un rictus amargo.

- Ingestión total –supuso Matthias.

- Hasta la última gota –asentí.

Dejamos de reír antes de entrar al cuarto. Felo agonizaba. Tratamos de reanimarlo invitándolo a la discoteca de la escuela de pedagogía. Era hoy. Y mejor, sólo la de la escuela de enfermería. No reaccionó. Nos faltaba la tecnología para la terapia electroconvulsiva. Desistimos. Cambiándome de ropa le dije que la habitación era suya esa noche. Contestó que no se quedaría. Aún había un tren en poco más de una hora. Llegaría a casa al amanecer.

- Te acompañaré a la estación –anuncié-. Total, las pedagogas siempre llegan tarde.

Matthias se despidió diciendo que nos veríamos luego en el club. Acabamos las cervezas. Y bajamos hasta la estación. No pregunté nada. Había poco que decir. Y pensé que, además, el desconsuelo es verbalmente contagioso. Era un buen amigo. Uno que me regaló Tres Tristes Tigres antes de que finalizara la década de los ochenta. Esperé hasta que el tren salió.

Ya había fila cuando llegué frente al club de la escuela de pedagogía. No reconocí a nadie. Y también me di cuenta de que estaba equivocado: el desconsuelo se contagia en silencio. Me fui andando sin rumbo definido. Pero no demoré en definir ese rumbo: me encaminé a la residencia. La noche refrescaba demasiado para una camisa de algodón.

No me ayudó el vacío del lobby. Era fin de semana, en definitiva. Iba por el pasillo cuando vi luz en el cristal mate de la puerta del cuarto de lavadoras. Me dispuse a abrir la puerta y decir alguna broma para animarme. ¿Qué? Ya se me ocurriría según a quién viera.

Era Adis.

Con su camiseta sin mangas. Y sus bermudas de jean amputado. Giró apenas la cabeza y los hombros hacia mí. Prácticamente seguía de espaldas. Fue por eso que entré. Hombro, espalda, grupa. Tampoco se dio la vuelta cuando cerré la puerta con llave. Ni cuando me aproximé lo intentó.

- Tú sabes lo que has hecho, ¿no? –inquirí en su oído abrazándola por atrás.

Los pezones ya estaban duros antes de agarrar sus pechos.

- Mongo puede venir… -gimió mientras yo chupaba su fino cuello urgando bajo la camiseta.

- Mongo es un vegetal… –susurré-. Y Felo… será millonario antes de los 30…

Le bajé las bermudas. Fue entonces que se viró. La subí en la lavadora. Ella abrió mi cremallera. La lavadora era una mala idea, según mis rodillas. Se la saqué y me aparté, pero la traje por el cuello y la boca. Arrojé al suelo la ropa seca que había en la mesa.

- Es de Mongo… -protestó.

- Mejor.

La puse en cuatro sobre la ropa en el piso. Así revelaba su mayor virtud. Me entusiasmé más todavía. Adis jadeaba. Y entre jadeo y jadeo había leves golpes de uñas. En la puerta.

- Adita… -llamó desde afuera una voz muy masculina y bastante insegura.

- Ay… es Mongo… -balbuceó ella.

- Grita ahora, coño –sugerí, y la ayudé introduciéndole todo el pulgar en el culo.

Gimió. Suficientemente alto. Casi se oyó el desaliento afuera. El pasillo quedó en silencio. Adis, no. Al menos por un buen rato.

Me la enjuagaba en la pila del vertedero cuando me preguntó:

- Y tú… ¿serás millonario alguna vez?

- Déjame pensarlo –dije sincero, secándomela con lo que parecía una ridícula corbata amarilla a rayas.

Me arreglé el cinto, y antes de salir respondí.

- No, no lo creo, yo no acumulo nada.

29 dic 2008

Ex Tabú


- Coño, Felo, ¿qué te pasa? –pregunté acopiando sensibilidad.

No contestó. Era evidente que estaba mal. Tenía los ojos enrojecidos. Eso salvaba su expresión de emular a un gato muerto. Parecía moribundo nada más. Lo había encontrado junto a la ventana en el comedor de la residencia. Me saludó apenas con un ademán. Algo raro en un buen amigo que estudia en una ciudad lejana y apenas viene un par de veces al mes, cuando visita a su novia.

- Ah… ¿pasó algo con Adis? –indagué por reflejo, y no pude evitar desenfundar el fuete-. ¿Te la encontraste con un bacán…?

Por la forma en que me miró supe de inmediato que había dado en el blanco sin apuntar. En el mismísimo centro.

- ¿Tú lo sabías? –inquirió mirándome a los ojos muy serio.

- ¿Saber qué…? –empecé con honesto ánimo escandinavo, pero de pronto caí en plena Sicilia-. No, no lo sabía, pero sí la creía muy capaz.

Dejó caer la cabeza. Tenía toda la ropa ajada tras 7 horas de tren.

- Lo siento, socio –mascullé-. ¿Quién es el tipo?

- Da igual…

- Entonces es un nativo… -especulé.

- No… es Ramón…

- ¡No jodas! ¿El Mongo? ¿Ese anormal? –me asombré francamente.

- Gracias –respondió sin alzar la voz-. Puedes reirte también.

Estaba bajo shock todavía. Eso era obvio. Quise llevarlo por otra ruta.

- ¿A cuál de los dos le pegaste?

- No fastidies…

- Suena a Mongo mejor, será más elegante –sugerí.

Chasqueó la lengua por toda respuesta. Después de todo, Mongo le llevaba más de media cabeza. Por fuera, quiero decir, pues Rafael tendría tres veces más volumen de actividad cerebral. Alguien entró al comedor. Era Doble Ubre, que ya entendía bastante español de tanto revolcarse con los miembros de la Brigada Fisiológica. Me llevé a Felo para mi cuarto. Mi compañero de habitación no entendería ni cojones. Bueno, comprendía precisamente cojones y otras cuatro o cinco palabras de rigor. Nos saludó desde su escritorio sin quitarse los audífonos.

- Toma, Felo, coge esto –le dije con espíritu solidario.

Miró indiferente el par de objetos que puse frente a él sobre la mesa.

- No necesito tus manoplas –murmuró.

- No son mías, son de Matthias –aclaré-. Y están bautizadas, ya sabes como son los partidos de segunda liga…

Levanté una y la acerqué a la luz.

- Mira, por cada muesquita que ves aquí le falta un diente a uno en Leipzig…

Sonrió. Iba por buen camino. Continué:

- Vas y buscas al Mongo. Cuando lo veas, no le digas nada. Dale directo aquí -señalé mis costillas-. Verás que se dobla con la primera fractura. Y ahí le trabajas la jeta. No lo golpees muy abajo en la quijada, que lo anestesias. Tócalo un poquito más arriba para que se acuerde de ti debajo del dentista. Hazme caso, pregúntale a Matthias si no ha sido feliz usando lo que le he enseñado. Antes peleaba a lo ario, al sopapo alegre, y ahora le dicen Max Schmeling en la barra. Entonces, cuando la ambulancia se lleve a Ramón, vas al cuarto de Adis, y te la tiemplas. Y no te preocupes, no habrá policía, yo mismo llamo al rescate, digo que Mongo se cayó en plena embriaguez desde el segundo piso, y me voy con él hasta el hospital para evitar malentendidos.

Sabía que Felo no haría nada de eso. Pero por lo pronto, de alguna manera, se sentía mejor. Ya era algo. Bebimos unas cervezas.

- No sabía que te gustaban las prietas –comentó algo más animado.

Le iba a decir que las prietas bien cuidadas no tienen desperdicio; mas pensé en Adis, una mulata sin desecho anatómico alguno, y desistí de la idea.

- Bueno, éstas las compró Matthias –expliqué.

Tocaron a la puerta. Era Adita. Quería hablar con Rafael. El con ella no. La miré con cara de hijoputa y media sonrisa. Cedió terreno, pero insistió. Los dejé solos. Matthias regresaba del baño por el corredor y lo persuadí de tomarnos una cerveza en la cocina.

- ¿Por qué no hablan en el cuarto de ella? –preguntó incomprensivo tras el primer sorbo.

- No, eso no puede ser, amigo mío –repliqué-. ¿Conoces a Britta, la que vive con Adis?

- ¿Una pelirroja flaca?

- Esa misma. No se ha ido a casa este fin de semana.

- ¿Y...?

- Bueno, pues Adis se inhibe cuando hace un soplete en presencia de otras personas no involucradas –concluí.

- Eso quiere decir que ahora mismo Adis le está chupando…

- Correcto -asentí.

- Pero…

- Pierde cuidado, se lo traga –atajé-. El cuarto quedará inmaculado.

- ¿Se lo traga…?

- Seguro, se lo traga –confirmé, y alcé el fondo de mi botella para brindar.

- ¡Se lo traga! –dijo el alemán chocando el cristal.

- ¡Se lo traga! –agregué, y bebí.


[Continuará...]

11 dic 2008

Dos De Pisco, Uno De Ron IV


Atravesamos el lobby entre risas. Tomamos el elevador expreso hasta el bar del último piso. Subió despacio las 30 plantas. Al menos lo suficiente para jugar a mordernos las orejas. Perdí.

- Era a morder el lóbulo, no a tocarme la cola… -reclamó Leyla en tanto salíamos del elevador.

- No sólo a ti… -aclaró Lily, sin soltar mi otro brazo.

El portero me miró comprensivo. ¿O fue compasivo?

- Entiendo, únicamente con los dientes… -afirmé, y simulé una dentellada hacia atrás.

Reímos más. Nos sentamos en un diván frente a la pared de cristal.

- ¿Prometí demasiado? –pregunté.

- Uy, la vista es realmente impresionante –dijo Lily.

- Sí, la ciudad parece mucho más bonita de noche –añadió Leyla.

- La oscuridad ayuda… -se burló Lily.

Pedí una botella. El camarero la trajo. Puso vasos y una cestilla de nachos en la mesa. Revisé el frasco ambarino, un Pampero Añejo Selección 1938. Lo abrí, y percibí la leve huella del bourbon. Serví el licor, y bebimos.

- ¿Este es el ron cubano? –preguntó Leyla.

- Pues no, éste es venezolano, mejor.

- ¿Los rones venezolanos son los mejores?

- No exactamente, los mejores rones son éste, otro venezolano, uno dominicano, uno nicaragüense y uno cubano.

- ¿Y qué tiene de especial? –intervino Lily.

- Bueno, que baja suavecito… -comencé a explicar.

- ¿Y sube durito?

- Ese es el cubano… -repliqué en un alarde de retórica noctámbula.

La risa fue unánime, justificada o no. Mostré mi aprecio acariciándolas. Lily se acostó en el diván y apoyó su cabeza en mi muslo. Atraje a Leyla por la cintura para que no se sintiera solita. Los dos tipos de la mesa en diagonal miraban hacia acá. Sin embargo, no parecían argentinos. Mientras arrullaba a Lily, Leyla dijo algo. La besé al terminar. Sabía mejor que con whisky adulterado.

- ¿Cómo lo hiciste? –inquirió-. Me sorprendiste.

- Esperé a que acabaras la palabra –expliqué un tercio de la fórmula.

- ¿Así no más…?

Repetí el beso. Fue más largo, y me olvidé de completar la respuesta: que tuve que atraparla sin cerrar completamente los labios y antes de volver a respirar.

Dos pisos más abajo, en mi habitación, fue que besé a Lily apropiadamente. Hasta que me obligó a soltarla y entró con Leyla en el baño.

- ¡Ya puedes venir, Luchito! –anunció tras un buen rato.

Estaban las dos en el jacuzzi. La espuma superaba ampliamente el borde. Era evidente que caería agua al suelo al yo entrar. Les mostré unas latas de Red Bull que saqué del minibar. Mas me miraban a mí.

- ¿Qué? –pregunté.

- Bueno… esperábamos un striptease, pero ya vienes en pelotas… -dijo Lily.

- Sí, una para cada una…

Se rieron. También reí, y me sumergí entre ellas.


1 dic 2008

Dos De Pisco, Uno De Ron III


- Pero me dijeron a la derecha –se quejó el taxista-. ¿Realmente saben donde es?

- Dije derecho, no derecha –insistió Lily.

- Pues demos la vuelta –intervine con desgano desde mi oscuro puesto central en el asiento de atrás, hundido entre las dos chicas.

No fue tan simple. Sólo varias derechas e incluso algunas izquierdas más tarde hallamos el sitio. Un bunker en medio de un barrio residencial. Daba la impresión de ser un refugio antiaéreo, pero el blindaje funcionaba hacia adentro. Era una prisión para la música que aullaba en su interior. Le dije al conductor que nos esperara. Usaba dos tarifas, una por distancia y otra por hora. Lo tuve claro: Si se averiaba de nuevo -así fuese en un baño público-, no volvería esa noche.

- Te va a encantar –prometió Leyla.

- Contigo, seguro –susurré cortés a su oído.

Una pequeña fila de adolescentes impedidos aguardaba paciente, mas el torete de la puerta me hizo una señal con la cabeza. Un gringo con dos nenas era una buena credencial.

Dentro había vapor caliente y humo frío. Una enorme pantalla de dos pisos mostraba al fondo imágenes continuas y aleatorias, aunque suponía una proyección asociada al ecualizador de la música. El piso superior, al nivel de la calle, terminaba en un largo balcón en medio de la sala.

- ¿ No tienen hambre? –pregunté-. ¿Se puede comer algo aquí?

- Abajo hay un bar separado con comida –afirmó Lily.

Afortunadamente encontramos dos banquetas desocupadas. Resultaban un poco altas. Las ayudé a sentarse. Leyla se quedó de lado, apoyada en la barra. Agradecí en silencio su gentileza, y me recosté en su muslo para proporcionarle mayor estabilidad. Fue tan agradable como en el taxi.

- Seguro que hay sushi y ceviche… -deduje.

- No, pero tienen unas hamburguesas fantásticas –me interrumpió Lily.

- Estupendo, hacía años que no entraba en un McDonald’s –exageré, y acaricié afectuoso la espalda de Lily.

- ¡Nada que ver! –contestó-. Estas son hamburguesas criollas, Luchito. Criollas y deliciosas.

Me inspiró mucha fe, y pedimos tres. Y tres cervezas. Luego nos fuimos al balcón de arriba a bailar. O a vomitar. Ya se vería.

La música era más rock, pero podía ser cualquier cosa desde house hasta pop. Aproveché un blues para buscar licor. La bebida oficial del local era Tennessee whiskey. Lily estaba sola cuando regresé.

- Traje whisky –comenté colocando los tres tragos en el borde del balcón.

- Sí, creo que aquí tienen un contrato especial con Jack Daniel’s –contestó sonriente.

- Ah, por eso es tan barato… -supuse-. ¿Lo probamos?

- Está bien, Leyla fue al baño, probémoslo nosotros primero.

Chocamos levemente los vasos.

- Por el sabor diría que aquel contrato era más bien con un algún João Danilo en Manaos –resumí mi primera impresión.

- Puede ser –aseguró Lily riendo-. Tal vez pueda ayudarte con el sabor…

- Adelante…

Esbozó algo impreciso con los labios, se echó un trago en la boca, me agarró por el cuello, se paró en puntillas, y pasó el licor de sus labios a los míos. Me lo tragué rápido para probar lo demás, mas no me dejó demorarme suficiente.

- ¿Mejoró? –inquirió casi gritando.

- Muchísimo…

- ¿Mejoró qué? –preguntó Leyla, que apareció de repente entre los danzantes.

- El whisky…

- ¿Cómo así?

- Mediante la ingestión boca a boca... –expliqué entregándole su bebida-. ¿Quieres probar?

- Bueno…


[Continuará...]

26 nov 2008

Dos De Pisco, Uno De Ron II


La lluvia no era demasiado fuerte, apenas demasiado incesante. Por suerte, el escenario disponía de techo. Habría concierto hasta el final. La solidaridad de los artistas con el público se tradujo en esmero musical. Todo el mundo bailaba, y no por mera terapia antihumedad. Por las gradas caía el agua en pequeñas cascadas. Abajo, en el ruedo, se formó rápidamente un lodazal. Allí el baile se combinaba con el patinaje. El total poseía un nombre: alegría.

El combo de cumbia se retiró. Mientras una banda argentina de rock se instalaba en el tablado, nos refugiamos en el pisco para resistir.

- Luchito, ¿de dónde tú eres? –preguntó Lilita.

- ¿De dónde crees tú?

- Ay, pues de Panamá, del Caribe colombiano, de Venezuela…

- Si agarras un barco, puede que llegues –prometí, antes de que me metiera en Surinam.

- ¡¿Eres cubano?! –exclamó Leyla, y el brillo de sus ojos era un augurio feliz.

- Si mal no recuerdo – aseguré.

- Teníamos un profesor cubano en el instituto –explicó.

- Y todas sus alumnas estábamos enamoradas de él –añadió Lily.

El cantante de la banda abrió la segunda mitad del show con un comentario sarcástico sobre la Copa Libertadores, donde el Boca Juniors acababa de eliminar al equipo local. Siempre saben como ganar "amigos" –pensé. Pero el vocalista rioplatense, como queriendo contrariarme, se lanzó al lodo con los primeros acordes. Se deslizó de pie, de rodillas y de fondillo para deleite del público.

- Por algo lo llaman el chancho –murmuró la risueña Lily en mi oído.

Se lo repetí a Leyla en su oreja. Nos reímos más, y seguimos bailando. El chancho cantaba bien.

El diluvio acabó justo al vaciarse la plaza. A la noche aún le faltaba cuerpo. Mas era imposible conseguir un taxi. Afirmé tener eso resuelto. Y casi era cierto. Llamé al chofer privado que me había traído en su taxi inoficial, cómodo, limpio y libre de impuestos. El tipo juró haberse retrasado por culpa de una avería. Por los sonidos de fondo supuse que el taller se encontraba en una sauna o en un puticlub. En fin, tardaría en llegar.

Nos paramos en un portal. La menor temperatura nocturna ya se hacía notar. Y todavía más con las ropas mojadas. Las capas no habían logrado impedir tanto líquido.

- Abrázame, Leyla, que me voy a resfriar… –susurré, a punto de temblar.

Y Leyla me abrazó. Ya sabía que Lily vendría sola. Y Lily vino sola. Y también me abrazó. De momento, estaba a salvo.


[Continuará...]

21 nov 2008

Dos De Pisco, Uno De Ron



- Cuidado con mi prótesis, cielo –murmuré inclinándome sobre su oreja-, esa pata de palo es muy…

Asustada separó su espalda de mi pierna. Se volvió como pudo en la estrechez del graderío de la plaza de toros y, con sus uñas rojas entre los senos, me dijo:

- ¡Ay, perdóneme, no sabía…!

Sonreí y coloqué las puntas de mis dedos en su hombro.

- Tranquila, era sólo un chiste… -aseguré.

Agarré su muñeca, y conduje suavemente su mano en dirección a mi pantorrilla.

- No es de palo, es de aluminio… –comenté a medio camino.

Previsiblemente retiró la mano de un golpe. De algo sirve el jiu-jitsu, conseguí que mi mano se fuera con la de ella. Cayó sobre sus acogedores pechos. Fue un instante nada más, pero la intimidad estaba iniciada, también de mi parte.

Sonreí.

- Perdona, no pude evitar seguir bromeando –expliqué-. ¿Cómo te llamas?

- Leyla –contestó apartando una porción de su larga cabellera negra que una cómplice brisa andina arrojó sobre su cara.

- Lucho… -susurré asumiendo previo al contacto físico de rigor.

- Y yo soy Lily –dijo de repente la chica a la derecha.

También se había apartado un poco de mi otra pierna para atender a nuestro interesante diálogo. Ahora acomodaba su codo izquierdo en mi rodilla. No era tan cómodo.

- Encantado, Lily, tú puedes seguir recostándote, que esta pierna es genuina y forrada en piel…

Nos reímos los tres. Levanté la vista un instante. Si antes ya me había llamado la atención la total negritud de todos los cabellos, ahora era todavía más impresionante con la ausencia de espacios libres. Por cierto, oscurecía rápidamente, o se nublaba el cielo, mejor dicho.

- ¿Quieres pisco? –preguntó Lily. No, era Leyla. Me mostraba el frasco de etiqueta blanca y roja con tal dulzura, que casi vi correr el aguardiente de uva sobre sus tetas hospitalarias.

Me dio una sed franca y tremenda.

- Claro, gracias –afirmé-. ¿Y cómo entraron esa botella?

- A las mujeres nos revisan menos -aclaró Lily.

Empezaron a caer gotas mientras bebíamos de la tapita metálica. De la nada apareció un tipo vendiendo capas de agua desechables. Lo llamé, y le compré tres. Mi desgano para pagarle no fue por el precio -eran baratas aún al triple o cuádruple de su valor en la calle-, sino por tener que molestar a los dos torsos, las dos axilas, los dos brazos y –si no me equivocaba- las dos bases de sendas tetas, que en su conjunto se apoyaban en mis piernas, rodillas y muslos. Aunque, en realidad, era un bienestar provisional. Apenas nos enfundamos en los ponchos de nylon, comenzó a sonar la cumbia. Y nadie quedó sentado.


[Continuará...]

2 nov 2008

Contrapeso



- ¿Cómo supiste del concierto? –pregunté.

- Lo dijeron por la radio mientras desayunaba esta mañana.

- Parece que mucha gente escucha esa emisora –comenté-. ¡Mira qué cantidad de fanáticos!

- ¡Y cómo se meten en la vía sin siquiera mirar! -agregó ella.

- No podremos evitar atropellar alguno… -quise forzar un chiste.

- No juegues así… -me reprendió, pero se contuvo-. Tenemos que salir de aquí.

- ¿Por qué? Hay público, pero esa barraca parece bastante grande… -argüí.

- Mi marido está ahí –dijo alarmada.

Seis centécimas de segundo reflexionando me llevaron a la misma conclusión.

- Nos ha visto –murmuró ella.

- Bueno, ya no importa, ¿cuál es? –indagué.

- Aquel grande con la cabeza rapada… se ha dado la vuelta…

- ¿Aquel muro de espaldas? –inquirí-. Entonces, ¿nos vio o no?

- Sí, me miró antes de virarse –masculló.

- ¿Por qué se ha volteado? –me extrañé.

- ¿Acaso yo estoy en su cabeza? –replicó nerviosa-. Alguna pena tendrá. O no querrá que Pedro Juan le vea la cara –añadió.

- ¿Pedro Juan?

- Así te llama…–explicó-, …por el libro.

- Te lo había regalado a ti –objeté.

- Sí, pero vivo con él bajo el mismo techo, ¿lo recuerdas?

- ¿Entonces se ha leído la Trilogía? –continué.

- Sí, dijo que quería saber por quién yo había perdido la cabeza -respondió.

Nos alejábamos, y el tráfico se enrarecía rápidamente.

- Arnold debe haberse hecho una idea errada de Pedro Juan –apunté-. Ese libro es literatura.

- Sí, pero muestra la cultura de la que provienes, por eso eres… así -refutó-. ¿Por qué le dices Arnold?

Había cierta incomodidad en su voz.

- Pues como es un austriaco grande y fuerte… -aclaré-. Sería injusto llamarlo Adolf… De veras, es un gigante –agregué conciliador.

- Bueno, sí, te supera en unos centímetros –aseveró.

- Me habías dado a entender exactamente lo contrario –reconvine.

No quiso entender o contestar.

- Por lo visto, te ha afectado que te viera conmigo tu trepador de montañas –sentencié.

- Se dice alpinista -me corrigió-. El incluso ya tiene cuatro de las Siete Cumbres.

- ¿Quieres regresar? Te dejaré con él. Mando Diao hacen un gran show, te lo garantizo -propuse comprensivo.

- ¡Claro que no!

- Como prefieras.

- ¿A dónde vamos? -me interrogó diez minutos más tarde.

- A contrarrestar el efecto –dije mientras doblaba en la entrada del enorme hotel-. Aquí hay un buen espectáculo. Es a las 11. Entre tanto alquilaremos una habitación. Contra el alpinismo no hay nada mejor que la inmersión.


17 oct 2008

Confusión & Simetría


Ignorando el paisaje alpino, un grupo competía por alcanzar la cima. Mountain biking en el sur de Baviera puede ser atractivo, pero realmente no era mi elección para esa tarde del encuentro corporativo. Había escogido rafting, y lo cancelaron -al igual que canyoning- por peligro de crecida. Había llovido en las zonas superiores, y del lado suizo también. La otra opción era el senderismo. Allá estaban la mayoría de los colegas, y casi todas las mujeres. No puedo negar mis orígenes, caminar en rebaño me resulta indecoroso.

Incrementé el ritmo. Era una tontería, desde luego. Más tracción y menos propulsión. Sin levantarme del sillín los fui superando uno a uno. Cuando llegué a la cumbre, les sacaba tres metros a los dos siguientes, y diez al resto de la vanguardia. Esperamos a que llegaran todos. Después vino la bajada, no tan larga, y otra subida. Y de nuevo la competencia. Llegué tercero, aunque me paré sobre los pedales. Aquellos dos consiguieron cinco metros de ventaja.

Una nueva ascensión fue todavía más aburrida y con idéntico resultado, si bien esta vez se me adelantaron unos diez metros.

El guía nos condujo por un atajo en el bosque hasta reincorporarnos al camino. La siguiente elevación parecía más empinada. No estábamos ni en la mitad, y los dos viciosos parecían inalcanzables. Perdí el interés. ¿Qué hago yo aquí? Mejor era volver hasta el hotel para seguir el rastro de los caminantes. Con la bicicleta no sería difícil. Dejé pasar a todos para ser más discreto. Di media vuelta, y descendí la pendiente. Me adentré en el fangoso sendero entre los árboles. Al salir por el otro extremo vi a una ciclista solitaria en el camino. Era Zdenka, la checa coja de finanzas. Bueno, en realidad no era coja, sino que una de sus piernas lucía ligeramente más flaca que la otra. Me detuve a su lado.

- ¿Regresaste por mí? –me preguntó a bocajarro.

- Sí, claro –respondí con prontitud ante sus ojos verdes radiantes.

- Gracias -dijo con un suspiro que me hizo pensar que había calculado mal el riesgo.

- ¿Estás bien? ¿Qué te pasó? ¿Te perdiste? –traté de reinterpretar la situación.

Me miraba sonriente con un aspecto muy emocional. Tenía un colmillo superior más largo que el otro.

- Me quedé atrás –contestó en una acción secundante de su mirada a mis ojos-. Y después no sabía por dónde os habíais ido.

Pensé en explicarle lo del atajo. No llegué a empezar.

- No sabía que yo te importaba… –murmuró con voz ahogada.

- Ahora… lo sabes… -repetí como un cretino hinoptizado.


Apoyado contra la cerca de piedra del rústico mirador detrás del hotel contemplaba el espectacular panorama. Varias vacas pastaban indolentes en una colina más abajo. Con la misma cadencia había pedaleado de vuelta al hotel junto a la checa. Y con igual ánimo tragaba ahora mi cerveza de trigo. Ella también bebía. A mi lado. De espaldas al muro.

- … cuando te veía pasar –la escuché decir.

Me hablaba, al parecer. No dije nada, Zdenka siguió:

- ¿Recuerdas el proyecto de AMP que comenzamos?

- Sí, aquel que cancelaron tras pocas semanas –asentí.

- Me había alegrado tanto de que coincidiéramos alguna vez –agregó con una melancolía conmovedora.

Casi le pregunto: ¿Y tú estabas allí?, pero hice un esfuerzo.

- Claro, fue mala suerte -comenté.

- Nunca imaginé que tú también sintieras algo por mí… -continuó Zdenka.

Venía otra vez con ese brillo raro en los ojos. Quise poner mi mano cordial en su hombro y decir algo amable. Era la última línea de defensa. Tras esa, sólo mi inerme patrimonio. Pero su frágil figura se enroscó en mi brazo como un gato benévolo. En el segundo que quedamos nariz con nariz entendí que era inevitable. Y fue sorprendente, además. Su boca grande era suave. El colmillo mayor me hizo gratas cosquillas en la lengua. Entonces tomé la iniciativa. Puse la jarra en el muro. Para besarla mejor agarré su cabeza con ambas manos. La llave inglesa: una mano en la nuca y otra en la mandíbula. Se entusiasmó y, aún temblando, me subió una pierna sobre el muslo.

Su cuarto estaba en el ático del hotel. La ventana abierta en el techo mostraba el cielo nublado. Una pared era recta y la otra inclinada. Como los pezones de Zdenka. El que apuntaba hacia afuera era el del pecho derecho, algo mayor que el izquierdo, aunque pequeños los dos. Sabían, eso sí, exactamente igual.

Sin embargo, entre las piernas era perfecta. Con una quilla armoniosa en toda su longitud. Como en un barco vikingo.

25 sept 2008

Nudismo

El cubano aprecia las tangas como el argentino los tangos. Por ellas, más que por el mar, frecuentaba las playas antillanas. Y una vez instalado en el centro de Europa asumí estoico la ausencia de playas porque, al menos en verano, había nudistas.

El primer día de la temporada allá me fui. El área nudista se encontraba junto a una antigua y enorme fosa minera inundada por la lluvia y por corrientes subterráneas. La arena parecía aserrín. Aserrín de piedra. Puse la toalla en el suelo, me quité la ropa y me acosté a observar el cielo y el agua. Ya venía en camiseta y en jeans sin calzoncillos para facilitar las cosas. En definitiva, igual andaba antes en La Habana por falta de ropa interior. O porque era un cochino, según una segunda opinión. Por entonces creía que entre unos calzoncillos desafortunados y nada lo segundo tenía más dignidad. Sobre todo al bajarse los pantalones. Todavía pienso lo mismo. Prefiero a una chica sin bragas que con un pañal de algodón.

A poco de estar allí llegaron dos rubias. Se detuvieron a dos metros de mí. Me taparon la visión del lago. No me quejé. En pocos segundos se despojaron de sus vestidos. Luego se echaron sobre sus vientres con las cabezas en dirección a la laguna. Doblé mi ropa una vez más para elevar mi improvisada almohada. La perspectiva era mucho mejor que las nubes o el estanque. Las ventajas del nudismo saltaban a la vista. Se me secó la lengua. Y tuve que acostarme bocabajo. Con la cabeza hacia el agua, por supuesto. Una rubia daba palmadas con las plantas de sus pies alzados desde las rodillas. La otra tensaba repetidamente sus largas piernas estiradas en una V inversa. Yo seguía el ritmo de las dos. Descubrí lo impráctico que puede ser un gato si no hay ponche. ¿Por qué no escarbé un orificio en el aserrín primero? Cuestionaba mi insensatez, cuando algo me golpeó levemente a un lado. Me costaba trabajo girar la cabeza. Sólo lo hice al percibir más emanaciones femeninas a mi diestra. Aún anclado, apoyé los codos y miré a estribor.

Había dos piernas torneadas y blancas allí. Y otras, algo más delgadas y bronceadas, detrás. Y un tercer par, muy rosadas, más abajo. Escuché risas. La de las piernas blancas se inclinó sobre mi espalda. Pero no por mí, sino por el balón en mis costillas. El largo cabello rojizo rozó mi hombro. Fue un movimiento tan lento que pude contar las pecas en su pecho derecho. Nueve. Aparte de aquel pezón obsesivo. Su dueña se irguió también. Y entonces me habló con un tono encantador:

- ¡Hola! ¿Quieres jugar voleibol?
Related Posts with Thumbnails