En 1910 Adolf Hitler fue amenazado por Bruno Schwanz en pleno dormitorio del asilo para desamparados en Viena. Bruno, que tenía antecedentes tanto por violento como por violador, era amigo de Reinhold Hanisch, a quien Adolf había denunciado por estafa previamente. El joven ignoró la amenaza, y esa noche Bruno abusó de él. Fue al día siguiente que Hitler decidió abandonar Viena y no regresar jamás.
Partió hacia occidente y sólo se detuvo cuando llegó a París. Al principio, como no disponía de medios para hospedarse, Adolf se quedaba a dormir en el Bois de Boulogne. Hasta que el gendarme Gaston Gourdin, de cruel reputación, lo descubrió un anochecer. El tenebroso Gaston exigió un peaje de 2 francos del pobre inmigrante austriaco. Y como éste no podía pagar, el gendarme abusó de él.
La tibia mañana otoñal descubrió a Adolf Hitler sobre el muro del Pont Neuf, dispuesto a arrojarse al Sena. El sol lo cegó y por eso no se lanzó. Allí se quedó un buen rato, aferrado a un farol. Sin embargo, al bajarse del dique Adolf tuvo el infortunio de destruir una acuarela de François Pinceau, malogrado pintor expresionista que vendía su obra en el puente. François reclamó una indemnización. Hitler no tenía un céntimo, por lo que Pinceau se lo llevó a su atelier de Montmartre en la Rue Douleur, numéro 7. Y abusó de él. Desde ese momento el endeble austriaco se convirtió en asistente del rudo pintor galo. Así fue como Adolf aprendió el francés.
Poco a poco también se ganó el derecho a pintar. Y ya en 1912 vendía sus propias pinturas junto a su mentor. Las firmaba como Adolphe Hitlére. Pronto sus lúgubres trazos obtuvieron el reconocimiento de la crítica menor. Eso le trajo, no obstante, la repentina envidia y el consecuente maltrato por parte de François. Debido a ello Hitlére solía aparecer en su puesto de ventas del Pont Neuf con los ojos hinchados por los golpes de Pinceau. Avergonzado, Adolphe se compró unas gafas de bajo aumento y las pintó de gris.
Una tarde Georges Méliès pasó a recoger unos sobrecogedores bocetos que había ordenado para los efectos especiales su nuevo largometraje, Le Dévoreur De Fantômes. El cineasta quedó prendado de las gafas de Adolphe, y de inmediato encargó una docena. Resultaron ser un rotundo alivio frente a los potentes reflectores de los estudios de cine. De forma muy rápida se corrió la voz, y prácticamente cada sujeto que trabajaba con los hermanos Pathé, monopolistas del cine francés, quería tener unas gafas de Adolphe Hitlére.
El austriaco tuvo que abandonar la pintura y montar un taller. Experimentó pintando, ahumando y pegando papel de seda oscura. Finalmente contrató a un maestro vidriero. El diseño permaneció en manos de Adolphe. La solvencia económica invirtió los papeles en casa. François Pinceau empezó a usar gafas de sol. De Adolphe Hitlére, por supuesto.
Fue por entonces que el fallido atentado de Sarajevo contuvo el aliento del público europeo. Gavrilo Princip no acertó al archiduque; pero no por ser bizco, como se dijo primero, sino porque lo dejó ciego un aciago rayo de sol. En los meses siguientes París se llenó de terroristas serbo-bosnios, nacionalistas polacos y autonomistas checos que huían del revanchismo represivo austro-húngaro. Merodeaban sin rumbo por las orillas del Sena, se pasaban horas frente a un cuarto de litro de Beaujolais en los cafés, y conspiraban noches enteras en las buhardillas del distrito VIII; pero sus últimos francos se los gastaban en gafas Adolphe Hitlére. Era evidente que la próxima vez a Franz Ferdinand no lo salvaría el sol. En cambio, sí lo salvó la reforma del imperio tras la muerte de su tío el emperador Franz Joseph en 1916. Los subversivos eslavos regresaron a casa portando gafas Adolphe Hitlére, cuya popularidad se expandió vertiginosamente hacia el este.
François Pinceau se quedó solo, sumergido en el alcoholismo, y Adolphe Hitlére, que en 1917 era el empresario joven más rico de Francia, firmó un acuerdo con Carl Zeiss para producir gafas de sol con graduación optométrica.
En 1918 Adolphe llegó a Los Angeles dispuesto a conquistar América en un Blitzkrieg comercial. Con un generoso cheque convenció al prometedor galán Rudoph Valentino de usar gafas Adolphe Hitlére en su próxima película, The Delicious Little Devil. Empero, el productor Carl Laemmle, fundador de Universal Pictures, lo prohibió de manera tajante. Por esta razón Hitlére mantuvo una fea disputa en alemán con Laemmle, que para más afrenta lo expulsó de su oficina con exaltadas frases en yídish. Al menos esa fue la interpretación de Adolphe, aunque en realidad se trataba de dialecto suevo. Fue precisamente este escándalo lo que impulsó la curiosidad del público americano y disparó las ventas de gafas Adolphe Hitlére. El empresario sólo se enteró un mes más tarde al desembarcar en Le Havre.
Al cumplir los 40 años Adolphe Hitlére era el principal productor de accesorios de moda del planeta. A todas vistas un encantador caballero, por más que –de saberse el vínculo– la larga serie de gigolós parisinos estrangulados podría inducir a pensar otra cosa: Georges Lévy, Anselme Dreyfus, Daniel Mandel, Lucien Bloch, Ariel Goldman, Laurent Veber, Henri Kahn, Claude Elmaleh, Efraím Kaminker, Yael Blowitz, Emile Citroën, etc.
Ojalá todo hubiera sido tan simple... ¡Genial!
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