10 oct 2008
El Protector De Los Cerdos XXII
Entre Potonchán y el río había una plaza despejada, donde los comerciantes foráneos –mayas, zapotecas, mixtecas, totonacas e incluso algunos aztecas– solían ofrecer sus mercancías en los días de feria. Mas en la mañana del 24 de marzo de 1519 los forasteros eran extraordinarios. 300 castellanos, a quienes su general había hecho formar en tres escuadrones. La mayoría poseía una rara tez clara, con pelos en lugar de tatuajes, escarificaciones, cicatrices rituales o carretes de piercing. Sus vestimentas, con partes de brillante metal, también resultaron impresionantes para los 3000 guerreros chontales que observaban escondidos en las primeras casas de la ciudad.
Para comenzar los cristianos desfilaron usando el pasillo de la Guardia Ducale Sforzesca[42]. Lo habían ensayado la noche anterior siguiendo las instrucciones de Doménico el genovés, un antiguo condottiero y contrabandista. No quedó perfecto, pues no habían sido escogidos por su porte para venir a Las Indias. Incluso podría decirse que les faltaba cierto garbo. Así como varias orejas, y hasta un par de narices. Pero bastó para impresionar a los nativos. Al igual que la salva de arcabuces que vino detrás.
Tabasco recapacitó. Y envió a Cortés lo poco de comida que quedaba en Potonchán: ocho pavos, seis perros y diez morrales de maíz. También incluyó su propia máscara dorada de halach uinik, junto con las argollas y pendientes de oro que portaban los miembros de su séquito. Pidió a cambio que los españoles se fueran.
El caudillo devolvió los perros, pero dijo –para desconcierto maya– que no era suficiente comida. Y que no se iría si no le daban una cesta repleta de oro. Aunque también aceptaría un saco o un zurrón grande.
- No nos interesa el comercio, ni deseamos la guerra, simplemente no os queremos aquí –contestó el exasperado Tabasco en boca de sus mensajeros-. No tenemos más comida, ni más oro. Y si no os marcháis, os mataremos a todos.
- Nosotros tampoco queremos causaros molestias –aseveró diáfano Cortés-. Sólo queremos algo de comer, porque estamos muy hambrientos después de un largo viaje.
- Bueno, trataremos de conseguiros un poco más de comida –afirmaron los emisarios-. Pero luego os marcharéis.
- Pues no faltaba más, queridos amigos –contestó el caudillo, dando por terminado el diálogo.
Mas luego, cuando los legados chontales se retiraban, les gritó:
- ¡Y no os olvidéis de la cesta de oro!
Ante sus capitanes Cortés se mostró optimista.
- Por mi conciencia, os digo que esto promete.
- Este Cortés no tiene más conciencia que un perro –susurró Diego de Ordás a Francisco Montejo. Sus sonrisas ambos las suavizaron asintiendo instintivamente.
El caudillo sabía que la acción era el mejor garante de cohesión para su tropa. Así que despachó a Pedro de Alvarado, Alonso de Avila y al díscolo Diego de Ordás, cada uno con cincuenta hombres, en misiones de reconocimiento: dos río arriba y uno tierra adentro. Con el resto de sus hombres Cortés se retiró entonces a los barcos, anclados en medio del río. Y ordenó colocar toda la artillería, cuatro falconetes y cuatro bombardas, apuntando a la orilla de Potonchán.
Durante tres días los indios no se dignaron a cumplir su promesa. Tabasco creía que los españoles simplemente se cansarían y se irían. Al cuarto día, desesperado y sabiendo que tres piquetes de cristianos campeaban por sus dominios, mandó otra comisión con ocho pavos más, los mismos seis perros y otros diez morrales de maíz. Cortés agradeció la dote, pero advirtió que aún era poco. Y que faltaba el oro. Los enviados chontales contestaron que analizarían esa propuesta, y se retiraron.
Esta vez el caudillo se había quedado con los canes por cortesía. Los repartió como mascotas entre los soldados que estaban más próximos sobre cubierta en aquel momento. El último de los afortunados, Pedro Pablo Rebollo, oriundo de Huelva, recibió el regalo con evidente asco. Cortés se detuvo ante él. El alabardero sostenía al perrito con tres dedos, colgando por la cola.
- ¿A ver, soldado, qué os acontece con este perro? –quiso saber el generalísimo mirándolo fijamente.
- Nada, nada me acontece, vuestra merced –dijo el hombre, pero su insegura mirada lo delataba.
- Don Hernando, no lo asustéis –intervino Gonzalo Sandoval-, que ese mozo es Bolillo, nuestro único morisco.
- ¡Vaya! ¿Conque esas tenemos? –se sorprendió el caudillo-. Pues entonces… ¡pero miradme a la cara cuando os dirijo la palabra, moro cabrón!
- Soy cristiano, vuestra merced, soy cristiano… –balbuceó el onubense.
- ¿Sois cristiano, no? ¡¿Y a qué viene pues vuestra tirria con el maldito perro?! –bramó Cortés.
- ¡Hostia!, alguien se va a encariñar hoy con su nuevo perro –dijo Portocarrero.
A esas alturas el soldado ya sujetaba al perro por el torso. El techichi lengüeteaba inocente la mano de su ingrato dueño. La densa pelambre negra de Rebollo lucía erizada.
- ¡Que lo bese! ¡Que lo bese! –salió de un coro de voces jocosas.
Rebollo tragó en seco al oírlo. Cortés, sin decir más, le hizo un gesto apremiador. Pedro Pablo, o Butros Boulos -como lo llamaban en casa, parecía temblar. Varios capitanes y soldados lo circundaban interesados.
- Vamos, hijo, besad al perrillo –quiso ayudar el bueno de fray Cabezuela-. Así nadie dudará de vuestra fe.
- ¡¿A qué puñeta esperáis?! –rugió Cortés.
En un arranque de voluntad Bolillo levantó al perrito y le propinó un rápido ósculo en la cabeza. Sin embargo, por cerrar los ojos no pudo evitar que el techichi, con ágil reflejo, le lamiese la cara. Justo cuando, sin abrir los labios, murmuraba "alahu akbar", y entre el júbilo y las risas de sus compañeros.
[42] Con la Guardia Ducale los Sforza habían creado en Milán el cuerpo militar más gentil de toda Europa. Se reclutaba entre los condottieri más gallardos de Italia. Portaban, además, hermosos uniformes, uno en verano y otro en invierno, diseñados exclusivamente para la guardia por el sastre particular del duque. De estos apuestos mercenarios se decía que más fácil los mataban las faldas lombardas que los cañones enemigos.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Sigo la historia con pasión, me gustan los cortes, muy bueno, excelente.
ResponderEliminarGracias, Zoe.
ResponderEliminar¡Y qué bueno que te gustan los cortes! Ya verás la de tajos y cuchilladas que se dan castellanos y mexicanos... ;-)
Wicho, necesito tu correo. Escríbeme al que aparece en mi blog, es el que reviso siempre. Gracias.
ResponderEliminarTriste la vida de perros en aquella epoca.
ResponderEliminarSaludos,
Al Godar
Más, más... que una se engancha. Al texto, quise decir.
ResponderEliminarAl,
ResponderEliminarpero igual ladraban y entraban en celo... No se imaginaban un mundo mejor.
Saludos
Zoe, aprecio el estímulo.
ResponderEliminarSeguiré narrando esta historia con el valeroso espíritu de los misioneros de Santa Micaela del Cibao: ...el voto de castidad se cumple follando...
Ay, Güicho, que ya no podemos vivir sin el Protector de los Cerdos.
ResponderEliminar