I
Los turcos aparecieron de repente. Era un destacamento de lanceros montados. La aldea búlgara no tenía defensas y los otomanos se lanzaron al pillaje de inmediato.
Apenas vio al primer jinete salir entre dos chozas Bitchanka soltó el cubo de madera lleno de agua y empezó a correr con todas las fuerzas de sus torneadas piernas. Sus propias trenzas rubias la azotaban, como tratando de ayudarla. No sirvió de nada. En un minuto el turco la alcanzó. Se arrojó sobre ella desde el caballo. Era un turcomano de ojos rasgados, piel cobriza y uñas sucias. La violaría sin sonreír. Lo mismo hicieron otros jinetes, tal vez dos docenas. No había otra moza tan bella entre Kriva Palanka y Stara Zagora.
II
El lobo llegó con paso ligero bajo la débil lluvia. No era el primero en entrar a la aldea calcinada. Los cadáveres que no se habían quemado ya habían sido aprovechados por otros lobos, y por los buitres. Sin embargo, el solitario predador era un animal con suerte. Encontró un cadáver tras un cobertizo. Por alguna razón el lobo se detuvo a un metro de la carne muerta, bajó la cabeza y estiró el cuello. Olfateó en dirección a la masa sanguinolenta sin avanzar. Se dio la vuelta dispuesto a marcharse, y arrojó barro con las patas traseras. No consiguió moverse. Sendas manos lo agarraron con firmeza por ambas extremidades posteriores. El aullido aterrorizado de la bestia se sobrepuso al sonido de la lluvia al recibir la feroz mordida entre las patas.
Bitchanka se incorporó del barro. A sus pies yacía flácido el cuerpo deshidratado del lobo.
III
El fornido guardián jenízaro miraba impávido la noche. Llevaban 4 meses sin salir del fortín junto a la frontera húngara. Así lo quería Comanu Bey, el comandante del fuerte, un converso moldavo muy conservador.
Hasta los 8 años de edad aquel jenízaro había sido un niño serbio. Dos décadas más tarde su vida estaba consagrada al sultán y su fe en la religión del profeta era absoluta. No obstante, y a diferencia de sus felices compañeros de origen griego y albano, no se había adaptado a la tradicional sodomía de los militares turcos. Sólo se sobreponía a su instintiva aversión cuando se trataba de violar a los prisioneros de guerra, pues para un jenízaro las órdenes son órdenes. Empero, el ejército húngaro no se había movido en los últimos 3 meses. El jenízaro pensó en los gratos días del año anterior cuando asolaban Valaquia, atrasada con el tributo. Las rumanas resultaron ser un anticipo de las huríes del profeta. ¡Alá lo quiera, que se atrase el tributo de Valaquia otra vez! Y entonces escuchó a su derecha una dulce voz que preguntaba en búlgaro: “¿Quieres que te la chupe?” Ante los ojos deslumbrados del jenízaro una voluptuosa joven semidesnuda, rubia y sonriente, tomaba posesión de su bragueta: Bitchanka.
Poco después un espantoso alarido despertó a la guarnición turca.
Excelente, el final como siempre, insuperable.
ResponderEliminarBueno, dentro de la tragedia, por lo menos al final el lector siente una especie de sensación de venganza.
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