19 oct 2007

El Protector De Los Cerdos I

Referencias de familia

Simón de Cabezuela (1484-1562), primer maestro en tierras cubanas, fue un padre franciscano que enseñó a leer y escribir a Diego Velázquez, el algo retrasado Adelantado de la isla de Cuba. Cabezuela le hizo ver, además, que robar los cerdos del prójimo no era digno de un gobernador. Incluso cuando ésta hubiera sido su ocupación principal en los primeros 30 años de vida laboral, que en la España de entonces comenzaba no antes de los 5 años de edad, así como su gran afición en la última década, mientras fungía de colono en La Hispaniola. El fraile convenció a Velázquez de que resultaba más digno -aunque, desde luego, no tan divertido- robar en las arcas públicas, creando una costumbre que ya nunca se perdería en la isla. Esa incansable labor persuasiva en favor del cerdo doméstico ajeno le hizo merecedor del título honorífico de Protector De Los Cerdos, ratificado en la cédula administrativa número 26 anno domini 1516 de la Real Audiencia de Santo Domingo. Se le reconocía de esta manera su contribución a la estabilidad política de la colonia antillana.

El destino de fray Xavier Simón de Cabezuela y López muestra el carácter transcendental de la conquista de América para los habitantes de la península ibérica. El joven Cabezuela nunca hubiera soñado que terminaría sus días rodeado de reconocimiento público como Obispo de Vera Cruz. Cuando llegó a La Hispaniola en 1504 no había visto jamás a un seminario por dentro. Tampoco experimentó en su vida previa vocación eclesiástica alguna. Todo lo que sabía de religión eran vagos recuerdos de lo que le contaba su madre, quemada 10 años atrás por la Inquisición en Salamanca como seguidora del culto herético a Santa Carmela.

El origen de este culto se debía a una sencilla moza labriega del pueblo de Cañete, en las inmediaciones de Salamanca, que había adquirido mucha fama de milagrosa por amamantar a los cabritos huérfanos -cosa que hacía con evidente deleite-, aunque ella misma nunca hubiese estado preñada. Tras su muerte en 1483 surgió en Salamanca el culto de adoración de la leche de Santa Carmela. La difunta labriega era idolatrada celosamente por sus nuevos devotos. De toda Castilla y Aragón, y hasta de Navarra y Aquitania, acudían mujeres de poca leche a ver su tumba y rogarle a Santa Carmela. De vuelta a casa se frotaban los pechos con los retazos de piel de cabra que vendían algunos fervorosos peregrinos permanentemente anclados en las inmediaciones de la tumba de Santa Carmela.

Aquello adquirió tan grandes proporciones, que el concilio de Santiago de Compostela de 1487 declaró que, primero, la tal Carmela no estaba canonizada, y por tanto no era santa, y segundo, que el Gran Inquisidor de Salamanca habría de exterminar el infame culto con el purísimo fuego de la santísima Inquisición. Una decisión que despertó el regocijo de los leñadores salmantinos, aunque -o porque- no pocas de sus mujeres también adoraban a Santa Carmela.

El Gran Inquisidor Don Camilo Borges, el Implacable, se convirtió así en el mayor obstáculo para los astilleros, los hornos y las carpinterías del reino. El gasto de leña en Salamanca alcanzó cifras astronómicas. Durante 4 largos años no se apagaron las piras purificadoras en la ciudad. Inútilmente. En 1491 habían tres veces más adeptos al culto carmelista que al comenzar la labor del Santo Oficio. Entonces el arzobispo de Salamanca Don Lope Bernárdez apeló en el concilio de turno por la canonización de Carmela para acabar con el mal. El concilio de Oviedo acordó, primero, solicitar a Roma la beatificación de la cañetina, y segundo, que, en espera de una decisión de la Santa Sede, Don Camilo pasara a trabajar con mesura. En esta fase de fuego lento, con unas 8 o 9 hogueras por año, que duró hasta la beatificación de Carmela en 1497, fue fatalmente capturada Concepción Concha López Viuda de Cabezuela cuando osadamente imitaba a un cabrito hambriento -la señal de los carmelistas- durante la misa del domingo en la catedral de Salamanca. En la cual desde 1513 existe una bella capilla dedicada a Santa Carmela. Allí, en las secas tardes salmantinas, solía verse años más tarde al anciano Don Camilo Borges, dulcemente senil en su libertad de pensionado, narrando a visitantes de ocasión extrañas historias de reencarnaciones y cabras.

A la muerte de su madre Simón, que apenas tenía nueve años, se encontró completamente solo en el mundo. Si se exceptúan a sus 6 tíos maternos con sus respectivas familias. Estos, como es comprensible, se negaron a hacerse cargo del huérfano por razones religiosas. Aún no había comenzado la gran inflación que acompañó a la conquista de las Indias, pero la vida ya era bastante cara. Por eso sus parientes se apoderaron de todo lo que pudieron de las pertenencias de la difunta Concha, antes de que aparecieran los alguaciles de la Inquisición y encautasen todo.
El padre de Simón, un profesional de la guerra, había perecido a manos de los infieles de Granada en una de las escasas escaramuzas tácticas que precedieron a la rendición del último reino moro en España. Fue un lamentable e innecesario accidente, pues la escuadrilla a la que pertenecía Don Miguel de Cabezuela simplemente asaltaba a unos comerciantes árabes, que inesperadamente resultaron estar armados.

Un antiguo camarada de su padre, retirado desde aquel funesto combate y conocido como Don Alfonso el Manco, acogió a Simón en su casa de Valladolid. Y le dio empleo en la fonda que poseía. Lo empleó para limpiar los cobertizos, los pesebres y las letrinas principalmente. Allí permaneció el chico 5 años, hasta creerse fuerte para salir al mundo. Su instinto aventurero le hizo largarse una noche de junio cuando aún le ardían los azotes. Alfonso el Manco había perdido la diestra, pero desarrollado en cambio una increíble habilidad manejando el fuete con la zurda.

No obstante, esos pocos años en Valladolid Simón logró aprovecharlos muy fructíferamente. De Don Miguel Oropesa, antiguo capitán de su padre y parroquiano habitual donde el Manco, aprendió el arte de las letras y hasta algo de napolitano, la lengua preferida para maldecir por aquel veterano de dos docenas de guerras europeas. El propio Alfonso le enseñó algunas tonadas populares, como aquella de La cabra. Al cantarla a Simón se le hacía un nudo en la garganta, pues le recordaba a Doña Concha, su difunta madre:

La cabra, la cabra,
la puta dela cabra,
la matre quela pariou,
io tenía una cabra
i la mu puta se murriou
[1]






[1] La versión original visigoda, siglo VI, es muy parecida, casi igual, sólo que trata más bien sobre “magde de stunk gleik zeegoat“, o sea, “la moza que olía como cabra“, una tonada inspirada en la princesa Kothilde, tan bella como arisca al agua segun la leyenda germana. N.d.A.

7 comentarios:

  1. La duda es si Miguel de Lepanto conoció al tal Alfonso, a lo mejor tenían un club de mancos en la misma Valladolid y le daban asiduamente al fuetazo ¿del día?
    Partio de la risa con “primeros 30 años de vida laboral”
    Buenos los cuentos, un rato para descargar. Saludos, Tony.

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  2. Nos cuadra tu muela, asere; así que
    abriremos una puerta en nuestro patio para dar a tu portal.
    Saludos

    Alberto

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  3. Gracias, aseres!

    Estoy pensando en el club de mancos con fuetes. Tremenda idea para un studio sado-maso... El cliente entra en el espacioso salón y la puerta de salida está al otro extremo, una docena de mancos provistos de fuetes le cierran el paso... Estoy pensando en obligar al cliente a ir en zancos, tal vez colocando unos vidrios en el piso.

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  4. y al final del salón, hay un letrero que dice !ay cojone'!

    ;) T

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  5. Oséase, que dos religiosos nos jodieron desde bien tempranito la Isla; Las Casas con su consejito de traer esclavos africanos por el bien de los inditos y ahora este Don Simón de las Cabezas con su apología del defalco… cuando yo te lo digo… si empatamos todo esto con lo que recientemente ha sucedido con Dagoberto y la Revista Vitral… jodida por los mismo monseñores al frente de la Iglesia cubana, las conclusiones no son muy esperanzadoras sobre el pasado, presente y futuro de la iglesia

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  6. general te me adelantaste, pero de formas aquí la anécdota: EN mi cuadra vivia un viejito gallego que cada vez que tenía una trifulca con los niches se ponía a gritar:"Me cago en la madre del padre de las casas, joder!
    Ya de adolescente, cuando cada vez eran más los negros en la cuadra y cada vez eran más frecuentes sus altercados, le pregunté por qué la cogía con el Padre de las Casas, que nos habían enseñado que era "bueno". Me miró de arriba a abajo y me dijo refunfuñando: Coño, porque por su culpa trajeron a todos estos pa' cá!

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  7. General, Analista:

    Los curas no aportaron gran cosa en la historia antillana. Definitiva e irremediablemente.

    Pan de otro costal es Sudamérica, donde el indio muchas veces soltó la tibia aún humeante con restos de carne de un misionero gracias al sermón del siguiente fraile. Eso sí es retórica, coño, y no los discursitos del cacique en jefe.

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