2 oct 2007

Tras las huellas de Capablanca


Mis notas en la escuela habían bajado notablemente. Consagrado primero al negocio de catapultas de fósforos y luego a las bolas, había hasta adelgazado, pues comía poco y gastaba mucha energía. Había adquirido además una forma insolente de expresarme. La arrogancia llega rápido cuando ganas bien, pero demora en irse cuando ganas mal.

Un consejo familiar decidió entonces que yo iba por mal camino, y que había que hacer algo. La estrategia que acordaron fue cambiarme de amigos. Y la táctica resultó en pasarme a otro colegio.

En la nueva escuela mi maestra era una vecina nuestra, una persona muy respetada en el barrio. Se llamaba Juanita. Se caracterizaba por su rectitud y su apego a la disciplina. Y también por su fuerza. Es la única persona a la que he visto levantar en vilo a un niño sosteniéndolo tan sólo por una oreja. Desde luego, hay que alabar también a la oreja de aquel niño. Su nombre era Pavel. No era ruso, pero tenía muy buenos cartílagos.

La maestra Juanita era geométrica. Es decir, su proyección en el plano era un cuadrado, medía 150 cm de arriba a abajo y 150 cm de izquierda a derecha. Vista tridimensionalmente era un cubo, pues también medía 150 cm del extremo delantero al extremo trasero. Vestía únicamente de blanco, por un voto que había hecho. Nosotros pensábamos que el voto era para que su marido, que era tuerto, no perdiera el otro ojo. Este señor, el esposo de la maestra, era médico y también muy respetado. Poseía una consulta privada en su propia casa. Yo fui paciente allí. No se me olvida una ocasión de muy pequeño en que estaba enfermo y, como la enfermera no se encontraba presente, el propio doctor me puso una inyección. Siempre fui valiente para las inyecciones, pero esa vez sentí temor. Pues, aunque comprendía que un sólo ojo bastaba para ver, el incipiente analista que había en mí se preguntaba: "¡¿Y si apunta con el otro ojo?!"

Debo decir que mis notas mejoraron nuevamente, pero mi energía no lograba encaminarse. Así que, como sabía jugar ajedrez desde pequeño, me inscribieron en una academia del deporte ciencia. Fue un acierto, pues me apasioné con el asunto. Me propuse emular al gran José Raul Capablanca. Conocía su biografía al dedillo. Sabía que Capablanca de niño vencía a su padre, y que a temprana edad únicamente perdía con maestros expertos. Yo también vencía a mi padre. Si bien mi papá no era muy aficionado al ajedrez como el de Capablanca.

En la academia me fue formidablemente. Rápido aprendí tantas aperturas como los juveniles. Con 9 años me había enfrentado a todos los jugadores inscritos hasta la categoría de 15-16. Y estaba invicto. Mis compañeros en la academia me reconocían el liderazgo deportivo. Era un prospecto muy prometedor, me decían los profesores.

Un día estaba de visita un profesor de Las Tunas. Probablemente la zona más silvestre del país en el ámbito ajedrecístico. El profesor traía consigo a su hijita de 5 años. Esa criatura también jugaba ajedrez, y para que no molestara su papá la puso a jugar con un chico de la categoría 7-8, que rápidamente se llevó una paliza de la niña. Empezaron a venir otros y a recibir lo suyo también. Luego los de 9-10, los de 11-12, y todos perdían. Uno tras otro, y rapidito. Entonces, heridos en su orgullo viril –no habían niñas en la academia–, los vencidos decidieron que el campeón local tenía que hacerse cargo de la situación y darle una lección a la pequeña intrusa.

Yo me encontraba en la biblioteca e ignoraba el debacle que se estaba gestando en la academia. Vinieron a buscarme y trajeron a la niña. No la había visto jugar. No sabía lo que podía. Sólo escuché el reclamo de mis compañeros para que defendiera la honra del patio. No me apetecía jugar contra una indefensa niña, pero quería mantener esa posición de líder deportivo con la que mis compañeros me honraban. Así que puse el tablero y le regalé mis dos torres, como hacía siempre que jugaba contra los menores. Todos estaban a nuestro alrededor. Recuerdo que la nena a menudo golpeaba la mesa con sus piesitos al balancear las piernas, que aún no llegaban al suelo. Los otros se molestaban por eso, pero yo no, en definitiva era una niñita. Me dio mate en 23 movimientos.

Fue un momento dramático. Se hizo un gran silencio. Empezaba a asimilar que había actuado como un cretino, cuando Carlitos -un chiquitín de 5, para quien yo era una especie de ídolo- empezó a sollozar. Ahí pude ver el espanto en la cara de los otros. Comprendí que tenía que hacer algo y jugamos de nuevo. Sin renunciar a piezas, por supuesto. Y con toda mi concentración en el empeño. Mientras, la nena seguía moviendo las piernas. Para alegría de mis compañeros gané, pero en más de 50 movimientos. Supe ahí mismo que yo no sería un Capablanca. Ni Capablanca, ni un carajo. Ella no conocía de aperturas. Aún no sabía ni leer. Sentí que yo debía tener la cara de mi maestro cuando jugábamos y él, concentrándose, me ganaba apretado.

Ese mismo día por la tarde llegué belicoso a la escuela. A la primera ocasión me fajé con Madariaga, un mulato que me llevaba la cabeza de estatura. Me puso un ojo violeta, pero yo ni me di cuenta en el calor de la pelea. Luego, cuando nos separaron, me llevaron a otra aula para mantenernos alejados, y entonces una niña de sexto grado se burló:
-Oye, ¡te poncharon el ojo!
En el baño pude comprobarlo. Me habían prohibido regresar esa tarde a mi aula, pero salí para allá, y por el camino agarré la paleta suelta de un pupitre. Fui directo hasta mi contrincante, que se estaba riendo de algún chiste, y le soné un leñazo en la cabeza. Un estacazo de arriba abajo en el centro del moropo. Lloraba. ¿Como no iba a llorar? Su craneo había recibido el impacto de una tabla de roble, había chocado con mi certeza de no ser un ajedrecista genial.

Continué en la academia de ajedrez, sin afanes, hasta el final del curso, y al año siguiente no me rematriculé. En mi casa nunca supieron por qué.

2 comentarios:

  1. Oiga, con esa agresividad solapada--nadamenos que en un ajedrecista emulo de Capablanca--usted en El Nuevo Herald me hubiera subido la parada a mi y le hubiese pegado candela al building, compadre.

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  2. Esta historia no tiene desperdicio, Guicho: de la maestra Juanita a la niña mounstrico de cinco años es una gozadera detrás de la otra [XD ]

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