- Ingestión total –supuso Matthias.
- Hasta la última gota –asentí.
Dejamos de reír antes de entrar al cuarto. Felo agonizaba. Tratamos de reanimarlo invitándolo a la discoteca de la escuela de pedagogía. Era hoy. Y mejor, sólo la de la escuela de enfermería. No reaccionó. Nos faltaba la tecnología para la terapia electroconvulsiva. Desistimos. Cambiándome de ropa le dije que la habitación era suya esa noche. Contestó que no se quedaría. Aún había un tren en poco más de una hora. Llegaría a casa al amanecer.
- Te acompañaré a la estación –anuncié-. Total, las pedagogas siempre llegan tarde.
Matthias se despidió diciendo que nos veríamos luego en el club. Acabamos las cervezas. Y bajamos hasta la estación. No pregunté nada. Había poco que decir. Y pensé que, además, el desconsuelo es verbalmente contagioso. Era un buen amigo. Uno que me regaló Tres Tristes Tigres antes de que finalizara la década de los ochenta. Esperé hasta que el tren salió.
Ya había fila cuando llegué frente al club de la escuela de pedagogía. No reconocí a nadie. Y también me di cuenta de que estaba equivocado: el desconsuelo se contagia en silencio. Me fui andando sin rumbo definido. Pero no demoré en definir ese rumbo: me encaminé a la residencia. La noche refrescaba demasiado para una camisa de algodón.
No me ayudó el vacío del lobby. Era fin de semana, en definitiva. Iba por el pasillo cuando vi luz en el cristal mate de la puerta del cuarto de lavadoras. Me dispuse a abrir la puerta y decir alguna broma para animarme. ¿Qué? Ya se me ocurriría según a quién viera.
Era Adis.
Con su camiseta sin mangas. Y sus bermudas de jean amputado. Giró apenas la cabeza y los hombros hacia mí. Prácticamente seguía de espaldas. Fue por eso que entré. Hombro, espalda, grupa. Tampoco se dio la vuelta cuando cerré la puerta con llave. Ni cuando me aproximé lo intentó.
- Tú sabes lo que has hecho, ¿no? –inquirí en su oído abrazándola por atrás.
Los pezones ya estaban duros antes de agarrar sus pechos.
- Mongo puede venir… -gimió mientras yo chupaba su fino cuello urgando bajo la camiseta.
- Mongo es un vegetal… –susurré-. Y Felo… será millonario antes de los 30…
Le bajé las bermudas. Fue entonces que se viró. La subí en la lavadora. Ella abrió mi cremallera. La lavadora era una mala idea, según mis rodillas. Se la saqué y me aparté, pero la traje por el cuello y la boca. Arrojé al suelo la ropa seca que había en la mesa.
- Es de Mongo… -protestó.
- Mejor.
La puse en cuatro sobre la ropa en el piso. Así revelaba su mayor virtud. Me entusiasmé más todavía. Adis jadeaba. Y entre jadeo y jadeo había leves golpes de uñas. En la puerta.
- Adita… -llamó desde afuera una voz muy masculina y bastante insegura.
- Ay… es Mongo… -balbuceó ella.
- Grita ahora, coño –sugerí, y la ayudé introduciéndole todo el pulgar en el culo.
Gimió. Suficientemente alto. Casi se oyó el desaliento afuera. El pasillo quedó en silencio. Adis, no. Al menos por un buen rato.
Me la enjuagaba en la pila del vertedero cuando me preguntó:
- Y tú… ¿serás millonario alguna vez?
- Déjame pensarlo –dije sincero, secándomela con lo que parecía una ridícula corbata amarilla a rayas.
Me arreglé el cinto, y antes de salir respondí.
- No, no lo creo, yo no acumulo nada.
Buenísimo !, e hipercaliente.
ResponderEliminarGuicho, bro, estas acabando!
ResponderEliminarLa fotico... jejeje, de antologia
A este post le llamaria: Erotismo con Pachanga...!
ResponderEliminarG, eres realmente el punto G.
ResponderEliminarIsis, Camilo, Eufrates & Zoé,
ResponderEliminargracias, y disculpen la demora.