El golfo de San Miguel albergaba a numerosas comunidades indígenas. No eran particularmente belicosas, y los conquistadores no tuvieron dificultades para apropiarse de sus piezas de oro. Y de las perlas. Disponían de muchas perlas. Los nativos declararon ser tributarios de un poderoso y fiero cacique llamado Terarequí, que dominaba a los costeños desde unas islas cercanas. Las perlas se pescaban en la vecindad de aquellas islas, y eran el pago que recibían los costeños por suministrar caza mayor a los insulares. Especialmente por los venados de rabo blanco, que tanto apreciaba el cacique.
Terarequí cobraba una comisión sobre los negocios que se efectuaban cuando llegaban los comerciantes de Birú, así como sobre los trueques con los indios de tierra adentro. En los últimos tiempos no habían aparecido las grandes balsas con sus tripulantes de caras angulosas vestidos con ponchos, pues se decía que en Birú había una guerra entre el gran cacique supremo, titulado Sapa Inka[15], y su hermano, llamado Wawqi Sapa Inka[16].
- ¿Entonces el oro lo traen esos piruanos? -quiso confirmar Balboa con Coquera, un jefe local que interrogaban.
- Sí, señor... el oro viene de Birú... -aseguró el indio con dificultad, pues lo tenían colgado por los pies de la rama de una frondosa ceiba.- Aquí no tenemos oro... y las perlas... el señor ya me las quitó...
- Hernán, ¡por gentileza!, ¿queréis parar de zarandearlo? -reclamó Francisco Pizarro a su hermano.- Apenas se puede entender lo que dice el maldito indio.
- ¿Es poderoso ese Inca? -continuó preguntando Balboa.
- Muy poderoso, señor... Cuentan que el Inca... tiene mil veces mil guerreros... Y hay enormes cabañas… y templos de piedras... llenos de oros… y piedras brillantes... Y tienen animales… grandes como venados... que llevan las cargas… en el lomo...
- ¡Don Hernando, si impulsáis al indio una vez más, una sola, os colgaremos a vos en su lugar! -dijo Balboa enojado.
- ¡Por Dios que sí, excelencia, yo mismo lo cuelgo, pero del pescuezo! -concluyó don Francisco.
Evidentemente aquel Birú, Pirú, o como se llamara, prometía. Por supuesto habría que reunir y armar muchos hombres para esa empresa. Por el momento al menos podrían hacerle una visita al cacique de las perlas.
Aunque primero asaltaron la aldea del cacique Tumaco, que también era vasallo de Terarequí. El 28 de octubre se embarcaron en frágiles canoas rumbo a las islas. Remaban los indios de Tumaco y Coquera. No era fácil, pues estaban en plena temporada de huracanes y había mal tiempo. Pero por unas perlas se soporta eso y más. ¡Por unas perlas Nicuesa hasta comió indios!
Tan pronto divisaron las islas Vasco las bautizó con el original nombre de Archipiélago de las Perlas. Una denominación que perdura hasta nuestros días. Mas al aproximarse a la isla mayor, que Balboa denominó Isla Rica, buscando el mejor lugar para desembarcar, fueron sorprendidos por una artera emboscada de los isleños. Una enorme cantidad de piraguas surgieron a barlovento, maniobrando para cortarles la retirada a los expedicionarios. En la orilla aparecieron de repente muchísimos indios armados, ululando y dando gritos de guerra. En el centro de aquel temperamental comité de recibimiento vieron a Terarequí. El temido cacique portaba su impresionante escudo, hecho de cocos secos, y su macana oficial. Estaba subido en una litera a hombros de su escolta, compuesta únicamente por los nativos más fuertes.
Ya más cerca, los cristianos pudieron escuchar el estremecedor coro indígena:
- ¡Te- ra- re-quí! ¡Te- ra- re-quí! ¡Te- ra- re-quí!
- ¿Qué hostias dicen? -indagó un temeroso Rabanito- ¿Te la haré aquí?
Si caían en aquella tenaza entre los cientos de indios en la orilla y los cientos en las canoas, estarían irremediablemente perdidos. Balboa lo comprendió en pocos segundos. Ordenó hacer un esfuerzo y remar circunvalando la isla para regresar a tierra firme. Aquel puñado de extenuados conquistadores vivían el momento más crítico del descubrimiento del Mar del Sur. Tampoco los perseguidores cejaban en su empeño. Por el contrario, se acercaban cada vez más disparando sus flechas. El mal tiempo arreciaba. Ahora batía un fuerte viento cargado de llovizna.
La canoa de Santiago Telatrava, donde iban los artesanos de la expedición, se había ido quedando rezagada. Varios de sus indios remeros de Tumaco se habían lanzado al agua y nadaban hacia Isla Rica. Balboa, erguido en su bote, pudo ver con amargura como una flecha le atravesó el cuello al arquitecto segoviano. Otros dardos acertaron también a diversos tripulantes indios y cristianos. Poco después dos canoas de Terarequí abordaron la embarcación de Telatrava, y en pocos segundos degollaron a los vivos y a los muertos.
A medida que se alejaban de las islas fueron ganando distancia de los indios enemigos. Evidentemente éstos no tenían instrucciones de seguirlos lejos del archipiélago. Balboa decidió entonces poner proa de vuelta a la aldea de Tumaco. Allí esperaban los frailes y varios enfermos cuidando del botín. Pasado el terror, los conquistadores sólo sentían una cosa. Ira.
Al llegar a la aldea costeña el capitán, sin perder un instante, hizo traer a las familias de los desertores del bote de Telatrava. Todos. Hombres, mujeres y niños. Pretendía quemarlos vivos. No obstante, aunque no prestó oídos a los pedidos de moderación por parte de Cabezuela, tan extremo castigo no sucedería ese día. Sus hombres no quisieron esperar a juntar la leña necesaria, y masacraron a los condenados a tajos de espada. Luego, como es lógico, los indios caretanos auxiliares saquearon y quemaron las cabañas de los traidores. Y las de algunos otros tumaqueños sospechosos. Ahí el fuego se pasó a otras chozas. Al final los consternados lugareños vieron desaparecer casi la mitad de su aldea entre las llamas. También hubo violaciones de nativas por parte de los auxiliares caribeños. El desorden suele ser propicio para tales menesteres. Si bien los caretanos llevaban buen tiempo envidiando las exclusivas orgías de los hispanos.
Con los ánimos ya más calmados, Balboa reunió en el batey a sus hombres, cristianos o caretanos, y a los nativos de Tumaco sobrevivientes. Junto a la cruz que habían montado la semana anterior, el jerezano juró, espada y pendón castellano en mano, que se vengaría de Terarequí.
Tres días más tarde emprendieron el regreso a Santa María.
Tomaron una ruta diferente buscando más riquezas que conquistar. Se cruzaron con los cacicazgos de Teoca, Pacra, Bugue Bugue, Bononaima y Chiorizo. Quién no entregó el oro por las buenas, lo perdió por las malas. Se recaudó un gran botín. A Balboa le dio una fiebre muy fuerte, y hubo que transportarlo en una hamaca. Los caretanos se peleaban por portarla. A continuación tuvieron que vérselas con un cacique llamado Tubanamá, que tenía bastante mal carácter y ofreció seria resistencia. Igual lo vencieron y desvalijaron. Y tras una corta incursión en la pobre aldea de Pocorosa, más conocida por la afición del cacique a la sodomía, alcanzaron el Caribe en el golfo de San Blas, donde el viejo amigo Careta.
Desde la aldea de su aliado indígena Balboa mandó un correo en canoa avisando a la villa del Darién para que vinieran a recogerlos en una carabela. Y mientras tanto organizó una corta visita de cortesía a Comagre. Pero se encontró con que el sabio jefe había fallecido. Así que se limitó a renovar la alianza con el heredero Pankiak usando el resto de vino de Jerez que le quedaba. Finalmente, el 19 de enero de 1514, arribaron triunfantes a una jubilosa Santa María. Sólo en oro traían 100.000 castellanos[17]. A eso había que agregar una gran cantidad de perlas, y bienes diversos, entre los que destacaban las telas de algodón. Sin embargo, nada se comparaba con el valor del descubrimiento de un nuevo mar para Castilla y la fe cristiana.
Tras los actos en su honor y las cálidas manifestaciones de regocijo popular por el regreso exitoso de la expedición, Balboa distribuyó las ganancias meticulosamente. Y envió a Pedro de Arbolancha para España llevando la noticia del descubrimiento y la quinta parte del botín para las arcas reales, tal como estipulaba la ley. El nuevo emisario debía solicitar de la corona el mando en propiedad de Castilla de Oro para su jefe.
[15] Unico Inca
[16] Hermano del Unico Inca
[17] En 1514 la suma de 100.000 castellanos (oro) equivalía a 130.000 ducados (oro) o 65.000 doblones (oro) o 1.422.700 reales (plata) o 48.500.000 maravedíes (cobre). Para que se tenga una idea: 5 años después la expedición de Fernando de Magallanes alrededor del mundo costaría 8.750.000 maravedíes, mientras que una libra de pan por entonces valía 2 maravedíes.
oye, tu eres el historiador de los aseres?
ResponderEliminarpasé saludando o pa tirar una papa
y me encontré al rey cayendole a pinasos a chavez...conooo
como me reí compadre.
Alberto
se ve que eres un lector minucioso de las crónicas de conquista y tienes, además, una imaginación muy divertida para reinventarla
ResponderEliminar¿has leído alguna vez Naufragios de Alvar Núñez Cabeza de Vaca? Son loquísimas y están llenas de "malas ideas" para adornar recuentos como este tuyo.
Albert,
ResponderEliminartanto como historiador... Coño, tan aburridos están los textos?!
Saludos aserígenas!
Osvaldo,
gracias! Si bien no he leído "Naufragios..." todavía -lo haré, ahora que me lo recordaste, sí que conozco a Cabeza de Vaca -figura y biografía. De hecho de ahí viene el nombre "Cabezuela". Aunque la consistencia moral y el género de sus peripecias resultan diferentes, el periplo del fraile tampoco es despreciable: La Española-Darién-Cuba-México y tal vez Perú, si se decide luego a bajar con Alvarado... ;-) (Alvarado fue el temerario lugarteniente de Cortés en la conquista de México. Conquistó luego Guatemala. Después se embarcó con sus hombres para conquistar Perú. Cuando llegó allí, Pizarro le llenó el barco de oro con tal de que se volviera a México.)
Estos conquistadores y sus aventuras en la Conquista son el alucine completo. Coño, es que naciones fundadas así no podían salir racionales...
Durante mucho tiempo se les tuvo por heroes, luego con la independencia y el indianismo del romanticismo se les calificó de lo contrario.
En realidad no son ni lo uno ni lo otro, sino el más exitoso y estrafalario grupo social de aventureros de la historia humana, más que nada, gracias a la coartada única en que les tocó vivir y actuar.