En el segundo año de Bachillerato teníamos una profesora tutora bastante antipática. Ese criterio valía tal vez para el 80% del aula. El otro 20% no sé si la apreciaban, pero eran serviciales con ella. La profesora, que impartía Lengua Española y cuyo nombre sinceramente no recuerdo, tampoco hacía demasiado caso de los chicharrones, pero eso tenía el efecto de incitarlos aún más al servilismo. Nunca lo he entendido, pero funciona así.
Una de las aduladoras, una guataca heroica llamada Milagro, trajo un día unos mangos para la profesora. Los colgó del espaldar de la silla en una bolsa de red a la espera del tercer turno, en el que nos tocaba Español. Eran seis mangos grandes y hermosos. Olían fabulosamente.
En el segundo turno faltó un profesor, y ninguno de los posteriores estaba disponible. Así que lo tuvimos a nuestro libre albedrío. Cada cual se encaminó hacia donde le pareció, y se ocupó de lo suyo. Raúl, Miguel y yo nos comimos los mangos. No lo hicimos de soslayo. Simplemente fuimos hasta la bolsa, agarramos los mangos y nos los merendamos allí mismo. En el aula o en sus alrededores estarían tal vez un cuarto o un tercio del grupo. Luego colocamos las cáscaras y las semillas de vuelta en su red, y nos fuimos a lavar las manos.
Naturalmente procuramos estar presentes cuando se destapara el asunto. A la dueña de los mangos le entró un ataque de rabia. Gritaba, lloraba, amenazaba. Y nosotros la mirábamos con curiosidad antropológica. Rápidamente se acercaron los restantes cuatro heroicos para mostrar su posición solidaria antes de que llegara la profesora, quien no se hizo esperar. A la profesora le gustaban los mangos. Ciertamente adoraba los mangos. Así que si por principio no podía tolerar el despojo, mucho menos soportaría impasible ver aquellas semillas y cáscaras, que aún como desechos prometían grandiosamente lo que ya no podría ser. La profesora declaró que habría consecuencias graves para los culpables. Y que quedaríamos todos sin clases ni salida hasta que no se descubrieran los autores de la infamia.
Miguel y yo compartíamos una mesa. Empezamos a mirar alrededor. Intentábamos adivinar quién podría echarnos pa'lante. No sabíamos exactamente quienes nos habían visto, pero nos llevábamos bien con mucha gente. No debería haber peligro. Raúl, en cambio, tenía una lengua mordaz, y era cojo. Además era un guajiro holguinero. Cualquiera podría denunciarlo. Desde luego, si nuestro socio Raúl caía, se hundiría solo. Jamás intentaría compartir la culpa. No podíamos permitir eso. ¿Quién abandona a un camarada caído? ...Bueno, ok, puede pasar, pero ¿a un camarada cojo caído? ¡Nunca! Empezamos a mirar amenazadoramente alrededor. Por suerte nadie habló.
Media hora después vino el director del Instituto. Se llamaba Eligio y era conocido como La Pulga Dominante, pues medía 1 metro y 50, pero se hacía respetar. En un combate cuerpo a cuerpo con Rafelito, un loco callejero que entró a la hora del matutino y extrajo su miembro frente al auditorio, la Pulga había vencido claramente. Raúl, Miguel y yo animamos a Eligio durante aquella lucha. Aunque en verdad quisimos evitarla, pues le habíamos dicho claramente a Rafelito que se la sacara y acto seguido saliera corriendo. Pero aquel maldito loco se quedó allí meneándosela, y el director tuvo que actuar. Cuando Eligio tenía al loco maniatado en el suelo con un agarre de lucha libre, Raúl gritó:
- ¡Cuidado, Eligio, que a Rafelito se le para la yuca!
La Pulga miraba furioso buscando al autor de la advertencia, mas Raúl afortunadamente atinó a callarse. Sin embargo, se trataba una indicación honesta, pues al levantarse el director sin dejar de apretar el cuello del loco, éste tenía una soberbia erección. La exclamación de asombro fue general. Rafelito era un indio de mediana estatura y unos 20 años, y evidentemente lo único que tendría que envidiarle a un caballo sería la cordura.
En esas circunstancias Eligio no sabía que hacer. Raúl no pudo aguantarse, y exclamó:
-¡Guárdele eso, director, que aquí hay niñas!
La cara del director era un drama griego. Zeus en sus plenos poderes, pero el Olimpo viniéndose abajo. Optó por liberar un brazo del agarre y propinarle puñetazos en la cara a Rafelito. Nos pareció cruel. Y fue ahí que comprendimos que hay una estrecha relación entre la impotencia y la violencia. También aprendimos que la violencia funciona. Al disminuir la asfixia, y con la distracción de los piñazos, a Rafelito se le bajó la erección. Entonces la Pulga lo arrastró para afuera del recinto.
Esta vez la situación era más fácil. No había yuca en juego, sino apenas unos mangos, o sea, ya no había mangos. Eligio nos echó una descarga impresionante. Ya eramos casi adultos. Aquello era una verguenza. La irresponsabilidad resultaba colectiva. Habría sanción para todo el mundo. Y comprendí que había que hacer algo, antes de que alguno se ablandara. Pedí la palabra.
- Director, al igual que muchos compañeros aquí, creo que la situación que tenemos requiere un tratamiento diferenciado. En verdad, lo que pasó aquí, ocurrió en un momento de abandono. Los mangos fueron irresponsablemente abandonados a su suerte. Y tuvieron mala suerte. Pero ante todo, nuestro grupo se encontraba abandonado. El profesor de turno nos abandonó. Por problemas de salud o lo que sea. Pero lo cierto es que con ese abandono pudo haber sido cualquiera quién se despachó a los mangos. Alguien de otro grupo. O Rafelito el loco, sin ir mas lejos. Además hay que ver que se trataba de unos mangos. ¿Qué tal si hubiera sido una yuca? ¡Dudo mucho que en ese caso hubieran dejado las cáscaras! Me parece que exhibir mangos, o yucas, no es propio de este instituto. Porque resulta tentador, y siempre hay alguno que les cae encima, como hemos visto. Con el debido respeto, le pedimos que considere que nuestro grupo está pasando por un momento de abandono, y ese es el problema que debemos combatir desde la raíz.
La estupidez, cuando es contundente, resulta irrefutable. Lo habíamos visto una y mil veces en actos y reuniones. La Pulga balbuceó algo de que ya veríamos, y se retiró para no complicarse la vida. Con ello se acabó la situación de emergencia. La profesora tampoco tenía ganas de embarcarse en una hora extra al final para recuperar la clase. Se quedó así. Aparte de la clase de Español sólo los mangos se perdieron. Aunque, desde nuestro punto de vista, no exactamente.
Una de las aduladoras, una guataca heroica llamada Milagro, trajo un día unos mangos para la profesora. Los colgó del espaldar de la silla en una bolsa de red a la espera del tercer turno, en el que nos tocaba Español. Eran seis mangos grandes y hermosos. Olían fabulosamente.
En el segundo turno faltó un profesor, y ninguno de los posteriores estaba disponible. Así que lo tuvimos a nuestro libre albedrío. Cada cual se encaminó hacia donde le pareció, y se ocupó de lo suyo. Raúl, Miguel y yo nos comimos los mangos. No lo hicimos de soslayo. Simplemente fuimos hasta la bolsa, agarramos los mangos y nos los merendamos allí mismo. En el aula o en sus alrededores estarían tal vez un cuarto o un tercio del grupo. Luego colocamos las cáscaras y las semillas de vuelta en su red, y nos fuimos a lavar las manos.
Naturalmente procuramos estar presentes cuando se destapara el asunto. A la dueña de los mangos le entró un ataque de rabia. Gritaba, lloraba, amenazaba. Y nosotros la mirábamos con curiosidad antropológica. Rápidamente se acercaron los restantes cuatro heroicos para mostrar su posición solidaria antes de que llegara la profesora, quien no se hizo esperar. A la profesora le gustaban los mangos. Ciertamente adoraba los mangos. Así que si por principio no podía tolerar el despojo, mucho menos soportaría impasible ver aquellas semillas y cáscaras, que aún como desechos prometían grandiosamente lo que ya no podría ser. La profesora declaró que habría consecuencias graves para los culpables. Y que quedaríamos todos sin clases ni salida hasta que no se descubrieran los autores de la infamia.
Miguel y yo compartíamos una mesa. Empezamos a mirar alrededor. Intentábamos adivinar quién podría echarnos pa'lante. No sabíamos exactamente quienes nos habían visto, pero nos llevábamos bien con mucha gente. No debería haber peligro. Raúl, en cambio, tenía una lengua mordaz, y era cojo. Además era un guajiro holguinero. Cualquiera podría denunciarlo. Desde luego, si nuestro socio Raúl caía, se hundiría solo. Jamás intentaría compartir la culpa. No podíamos permitir eso. ¿Quién abandona a un camarada caído? ...Bueno, ok, puede pasar, pero ¿a un camarada cojo caído? ¡Nunca! Empezamos a mirar amenazadoramente alrededor. Por suerte nadie habló.
Media hora después vino el director del Instituto. Se llamaba Eligio y era conocido como La Pulga Dominante, pues medía 1 metro y 50, pero se hacía respetar. En un combate cuerpo a cuerpo con Rafelito, un loco callejero que entró a la hora del matutino y extrajo su miembro frente al auditorio, la Pulga había vencido claramente. Raúl, Miguel y yo animamos a Eligio durante aquella lucha. Aunque en verdad quisimos evitarla, pues le habíamos dicho claramente a Rafelito que se la sacara y acto seguido saliera corriendo. Pero aquel maldito loco se quedó allí meneándosela, y el director tuvo que actuar. Cuando Eligio tenía al loco maniatado en el suelo con un agarre de lucha libre, Raúl gritó:
- ¡Cuidado, Eligio, que a Rafelito se le para la yuca!
La Pulga miraba furioso buscando al autor de la advertencia, mas Raúl afortunadamente atinó a callarse. Sin embargo, se trataba una indicación honesta, pues al levantarse el director sin dejar de apretar el cuello del loco, éste tenía una soberbia erección. La exclamación de asombro fue general. Rafelito era un indio de mediana estatura y unos 20 años, y evidentemente lo único que tendría que envidiarle a un caballo sería la cordura.
En esas circunstancias Eligio no sabía que hacer. Raúl no pudo aguantarse, y exclamó:
-¡Guárdele eso, director, que aquí hay niñas!
La cara del director era un drama griego. Zeus en sus plenos poderes, pero el Olimpo viniéndose abajo. Optó por liberar un brazo del agarre y propinarle puñetazos en la cara a Rafelito. Nos pareció cruel. Y fue ahí que comprendimos que hay una estrecha relación entre la impotencia y la violencia. También aprendimos que la violencia funciona. Al disminuir la asfixia, y con la distracción de los piñazos, a Rafelito se le bajó la erección. Entonces la Pulga lo arrastró para afuera del recinto.
Esta vez la situación era más fácil. No había yuca en juego, sino apenas unos mangos, o sea, ya no había mangos. Eligio nos echó una descarga impresionante. Ya eramos casi adultos. Aquello era una verguenza. La irresponsabilidad resultaba colectiva. Habría sanción para todo el mundo. Y comprendí que había que hacer algo, antes de que alguno se ablandara. Pedí la palabra.
- Director, al igual que muchos compañeros aquí, creo que la situación que tenemos requiere un tratamiento diferenciado. En verdad, lo que pasó aquí, ocurrió en un momento de abandono. Los mangos fueron irresponsablemente abandonados a su suerte. Y tuvieron mala suerte. Pero ante todo, nuestro grupo se encontraba abandonado. El profesor de turno nos abandonó. Por problemas de salud o lo que sea. Pero lo cierto es que con ese abandono pudo haber sido cualquiera quién se despachó a los mangos. Alguien de otro grupo. O Rafelito el loco, sin ir mas lejos. Además hay que ver que se trataba de unos mangos. ¿Qué tal si hubiera sido una yuca? ¡Dudo mucho que en ese caso hubieran dejado las cáscaras! Me parece que exhibir mangos, o yucas, no es propio de este instituto. Porque resulta tentador, y siempre hay alguno que les cae encima, como hemos visto. Con el debido respeto, le pedimos que considere que nuestro grupo está pasando por un momento de abandono, y ese es el problema que debemos combatir desde la raíz.
La estupidez, cuando es contundente, resulta irrefutable. Lo habíamos visto una y mil veces en actos y reuniones. La Pulga balbuceó algo de que ya veríamos, y se retiró para no complicarse la vida. Con ello se acabó la situación de emergencia. La profesora tampoco tenía ganas de embarcarse en una hora extra al final para recuperar la clase. Se quedó así. Aparte de la clase de Español sólo los mangos se perdieron. Aunque, desde nuestro punto de vista, no exactamente.
¡El pasaje de la pulga dominante 'enroscao' con rafaelito está para largar las tripas consorte!
ResponderEliminartony.
Tony,
ResponderEliminarlo mejor de la historia está en que es auténtica. Sin duda uno de los momentos más pintorescos de mi época escolar.
La Pulga era, además de bajito, flaquito. Aunque muy moreno, tenía los rasgos finos y el pelo lacio, y usaba un bigotazo martiano. Era fácil de palabra y bastante colérico.
Rafelito parecía hijo de Cantinflas. Aunque más corpulento y tal vez con un par de centímetros adicionales (de estatura.) Siempre apestaba, salvo las raras veces que algún samaritano lo bañaba. Nosotros le dábamos dinero o comida, y lo mandábamos a hacer disparates, aunque ninguno que lo pusiera en peligro, desde luego.
Aquella acción matutina simplemente se nos fue de las manos. Y tuvo un epílogo bastante bufo también. Voy a postearlo.
Vine corriendo desde lo de los Aseres que me dijeron que éstabas sirviendo mango, yuca y risa en el mismo plato... y mira si me he dado un hartazgo
ResponderEliminar"La estupidez, cuando es contundente, resulta irrefutable"
esta sentencia tiene la fuerza de un aforismo
Oh! " la irrefutable contundencia de la estupidez", huele a titulo de pelicula o de libro... como esta historia de loco exhibicionista que tambien me recuerda cuando empece a trabajar, quizas era el mismo loco que temprano en la madrugada se paraba en el parque de la parroquia del vedaddo...
ResponderEliminarGeneral, Grieguita,
ResponderEliminarpues miren que sí, esa expresión tiene su cosa.
La versión greca hasta parece kunderiana.